Es noticia
El imposible coche volador del siglo XIX que nunca llegó a despegar
  1. Tecnología
Así fue el primer coche volador de la historia

El imposible coche volador del siglo XIX que nunca llegó a despegar

Aunque todos sus intentos fueron fallidos, William Samuel Henson y John Stringfellow reunieron el arrojo y la temeridad necesarios para patentar, allá por 1843, el primer coche volador de la historia

Foto: Coche volador. (Wright-brothers.org)
Coche volador. (Wright-brothers.org)

Desde tiempos inmemoriales, el ser humano ha soñado con despegar sus pies del suelo y surcar el cielo por encima de sus pueblos y ciudades. Es más, a medida que la historia avanzaba, siempre hemos pretendido hacerlo de la forma más sencilla posible. Nunca nos contentaron los grandes aeroplanos y mucho menos tener que desplazarnos a los aeropuertos. Si de nosotros dependiera, bastaría con abrir la puerta del garaje, sacar nuestro coche, desplegar sus alas e ir a cualquier parte sin necesidad de sufrir los tediosos atascos. Aunque, en 1843, con los carruajes todavía transitando las calles de Londres, ¿había necesidad de esquivar los problemas de tráfico circulando por el cielo?

Empujados por otros motivos y sin siquiera imaginar las terribles consecuencias que traería la popularización del automóvil, William Samuel Henson y John Stringfellow se propusieron a mediados del siglo XIX diseñar el primer coche volador de la historia. Concretamente en 1843, patentaron el vehículo que bautizaron como ARIEL (The Henson Aerial Steam Carriage).

William Samuel Henson y John Stringfellow patentaron en 1843 el primer vehículo volador, que bautizaron como ARIEL

Fascinado por la aeronáutica, el ingeniero e inventor británico William Samuel Henson convenció a su socio John Stringfellow para construir un aeroplano que, impulsado por un motor de vapor, pudiera transportar a las personas surcando los cielos. El tamaño del primer prototipo era desproporcionado. Con unas alas de más de 45 metros de longitud y más de nueve de cuerda, sus creadores aseguraban que el modelo más grande podría transportar más de una tonelada de peso.

Tras varios debates en los que tomaron partido otros ingenieros de la época y algunas pruebas que resultaron fallidas, Henson creyó oportuno rebajar sus espectativas. Logró que Stringfellow invirtiera 200 libras en el proyecto, para así poder fabricar un modelo mucho más pequeño y liviano. A principios de 1844, se pusieron manos a la obra para preparar una nueva versión de ARIEL, con unas alas de 6 metros de longitud y un peso de apenas 13 kilos.

El proyecto avanzaba lentamente, ya que ninguno de los dos socios podía dedicarle todo su tiempo. No fue hasta 1845 cuando culminaron este modelo a pequeña escala del proyecto original y se lanzaron a probarlo. Por la noche, de forma totalmente clandestina, William y John movían el aeroplano desde la localidad inglesa de Chard hasta el lugar donde habían preparado la rampa de lanzamiento. Con la ayuda de algunos amigos y tratando de esquivar a los más curiosos del lugar, orientaban la estructura para poder aprovechar el viento.

Hubo que esperar a 1973 para ver el primer coche volador, cuyo vuelo duró un par de minutos y terminó con la muerte de sus pilotos

Para despegar era necesario que aquel intento de coche volador tomara impulso y, al acabar de recorrer la rampa de subida, pudiera emprender el vuelo. Tras siete semanas de agotadoras pruebas, no lograron que la aeronave volase. Nada más abandonar la estructura, se iba de bruces contra el suelo. Y claro, al tratarse de un artefacto tan sumamente ligero, cada impacto era sinónimo de tediosas reparaciones que podían durar varios días. De hecho, tanto William como John siempre achacaron los males a la falta de consistencia del aparato.

El tiempo ha venido a demostrar que muchos de los conceptos que William Samuel Henson y John Stringfellow plasmaron en ARIEL eran totalmente acertados y adelantados a su época. Sin ir más lejos, ellos estaban seguros de que tanto el motor como la tracción de las hélices eran idóneos para lograr su propósito de volar. Cierto. Sin embargo, la falta de resultados positivos se unió a los problemas económicos que lastraban a estos intrépidos inventores y el proyecto acabó por irse al traste.

Los dos socios trataron por todos los medios de encontrar un modo de financiación que les permitiera seguir trabajando en su coche volador, pero solo encontraron negativas. Cuentan que el empresario John B. Gifford, uno de los hombres más influyentes en la industria textil de Chard, al que se dirigió John Stringfellow en busca de ayuda económica, llegó a decirle que “Dios nunca quiso que el hombre volara y no debemos volar”. Así que, tras muchos intentos fallidos, ARIEL no logró despegar.

¿O tal vez sí? Las ilustraciones que se conservan de aquel primer intento fallido de coche volador fueron obra de Frederick Marriott, el publicista de la compañía Aerial Transit. En ellas se podía ver a la aeronave surcando los cielos no solo de Londres, sino también de la India y Egipto. Para contrarrestar los artículos en prensa especializada que ponían en tela de juicio la viabilidad del proyecto, Marriott trató de convencer a sus contemporáneos de que ARIEL conseguiría despegar. Una campaña de marketing que, al igual que la aeronave, se adelantó a su tiempo.

No obstante, la humanidad tuvo que esperar hasta el 11 de septiembre de 1973 para ver el primer coche volador que surcaría los cielos. Eso sí, su vuelo apenas duro un par de minutos, el tiempo que medió entre el despegue del AVE Mizar y la tragedia en la que perdieron la vida sus dos creadores. Harry A. Smolinsky y Harold Blake, presidente y vicepresidente de la empresa Advanced Vehicle Engineers, fallecieron al estrellarse el conocido como Ford Pinto volador.

Al contrario de lo que ocurrió con el ARIEL de William Samuel Henson y John Stringfellow, con el AVE Mizar sí que lograron levantar las ruedas del suelo. En un primer intento, el ala derecha de la aeronave dio problemas y casi se desprende del resto del aparato. El piloto entonces era Charles Red Janisse, que consiguió tomar tierra y regresar al aeropuerto. Pero un tiempo después, los creadores de este peculiar vehículo cometieron la imprudencia de no advertir a las autoridades, se aventuraron a tratar de volar y, por circunstancias que aún se desconocen, perdieron la vida en el intento.

Esta historia no ha atemorizado a otros tantos intrépidos inventores que, con más o menos éxito, han conseguido su propósito de abrir la puerta del garaje, sacar el coche, abrir sus alas y surcar los cielos para ir al trabajo o a la compra. El ser humano sigue empeñado en imitar a las aves. Aunque, visto lo visto, quien llevaba razón podría ser John Gifford... Por lo pronto, tendremos que conformarnos con los aviones que, al fin y al cabo, tampoco son tan incómodos.

Desde tiempos inmemoriales, el ser humano ha soñado con despegar sus pies del suelo y surcar el cielo por encima de sus pueblos y ciudades. Es más, a medida que la historia avanzaba, siempre hemos pretendido hacerlo de la forma más sencilla posible. Nunca nos contentaron los grandes aeroplanos y mucho menos tener que desplazarnos a los aeropuertos. Si de nosotros dependiera, bastaría con abrir la puerta del garaje, sacar nuestro coche, desplegar sus alas e ir a cualquier parte sin necesidad de sufrir los tediosos atascos. Aunque, en 1843, con los carruajes todavía transitando las calles de Londres, ¿había necesidad de esquivar los problemas de tráfico circulando por el cielo?

El redactor recomienda