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Viaje a las raíces del capitalismo madrileño
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NEGOCIOS QUE ROMPIERON LA BARRERA DEL TIEMPO

Viaje a las raíces del capitalismo madrileño

Mientras la ciudad suma con frenesí multinacionales a su catálogo comercial, algunos comercios resisten el paso de los siglos con el ímpetu de sus fundadores

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Con las empresas madrileñas sucede como con las crías de león: cuanto mayores, más posibilidades de sobrevivir en la sabana. El darwinismo corporativo señala que la esperanza de vida de un negocio recién creado es de cinco años; si ya ha cumplido la década, las estadísticas sostienen que se irá a los 21 años. Los que llegan a la mayoría de edad suelen vivir más de tres décadas y, los que alcanzan los 40 años, tienden a permanecer 70 abiertos.

[Vea en imágenes los establecimientos más históricos de Madrid ]

Pero, como en toda norma, la vida de las empresas también tiene su nómina de excepciones. Se trata de unas pocas elegidas que han conseguido romper la barrera del tiempo hasta ganarse un estatus rayano a la inmortalidad, surcando siglos, tendencias y sociedades sin desfallecer, cuadrando balances desde Felipe V hasta Rajoy.

Posada del Peine (1610)

En los albores del siglo XVII, mientras Galileo pasaba lista a los satélites de Júpiter y Europa descubría una exótica bebida que los chinos llamaban “té”, Juan Posada recorría Madrid en busca de un local donde montar su posada. La bombilla se le encendió en la calle Postas, estación destino de todos los carruajes que llegaban a la capital. Se percató de que, en el tránsito a la Plaza Mayor o al Alcázar de Madrid, los comerciantes no tenían donde hacer parada y fonda. De modo que compró el edificio de Postas 17 y fundó el que -mucho- más tarde se convertiría en el hotel más antiguo de España, la Posada del Peine.

Detrás había un plan de negocio que trasciende el mero emplazamiento: Posada ideó un establecimiento para todos, desde nobles hasta cuatreros, ya que a nadie se le pedían credenciales para soñar en el Peine. Si tenías el dinero, tenías una cama y ninguna pregunta. A la clase alta la seducían con las habitaciones exteriores, de lujosos balcones y mejores vistas, al tiempo que agolpaban al séquito en estancias interiores, sin ventanas ni apenas ventilación. Todos ellos disponían, no obstante, de un peine con el que adecentarse: “Hoy suena a bobada, pero en el siglo XVII los peines no eran comunes. Incluso tuvieron que atarlos con una cuerda al lavabo porque los clientes se lo llevaban. Lo consideramos la primera amenity de la hostelería española”, explica divertido Chema Sánchez, actual director del hotel.

Con el paso de los años la posada tiró los precios, la aristocracia dio paso al lumpen y en las corrillos capitalinos se popularizó la expresión “si quieres esconder algo, ningún sitio mejor que el Peine”. Cuenta la leyenda que la habitación 126 escondía un pasadizo que conectaba con la red de subterráneos de Madrid, que igual servían para transportar mercancías clandestinas, organizar conspiraciones o transportar medicamentos al Palacio Real.

Tres generaciones de la familia Posada estuvieron al frente del Peine hasta que en 1796 se la traspasan a los hermanos Espino. Ellos acometieron, cuatro años más tarde, la primera gran remodelación del edificio, añadiendo dos plantas con vistas a Pontejos y San Cristóbal, además de la incorporación de un segundo edificio en Postas. En 1892 se sumaría un tercer edificio a la posada -y un tercer estilo arquitectónico- que terminó de modelar su aspecto actual.

La pujanza de la Posada del Peine fue decayendo a lo largo del XIX hasta tocar fondo a comienzos del nuevo siglo, cuando los gigantes de la Castellana, el Ritz y el Palace, consiguieron adelantarle en las preferencias del viajero con posibles. Poco a poco el Peine, que antaño sedujo a ilustres como Casta Esteban, esposa de Bécquer, o el pintor Gutiérrez Solana, fue modificando su oferta hasta convertirse en un hospedaje humilde, cuando no cutre, que desembocó en el cierre en 1970.

No se volvería a tocar una piedra hasta 2006, cuando High Tech Hoteles, controlada por el capital riesgo N+1, compró la Posada del Peine y las 150 habitaciones pasaron a 67, con las prestaciones propias de un cuatro estrellas, que incluyen ordenadores portátiles y duchas de hidromasaje. Del ornamento original solo se conservan las escaleras, una pared de ladrillo visto y los herrajes de los balcones en honor a Mercurio, dios del comercio, similares a los que adornan el edificio del Banco de España.

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Restaurante Sobrino de Botín (1725)

A nadie pareció importarle, a lo largo de la Edad Media, que a la confluencia de las calles Toledo y Atocha se la conociese popularmente como la Plaza del Arrabal. Sin embargo, una vez Felipe II empujó la capitalidad hasta Madrid, prefirió dignificar el que ya era el mayor mercado de la villa. Encargó a Juan de Herrera la demolición de los chamizos existentes en favor de un nuevo conjunto arquitéctonico que pudiese llamar Plaza Mayor sin rubores. Herrera incluyó en su proyecto un perímetro de soportales con el fin de que bajo ellos se cobijasen los distintos gremios de la ciudad.

Sucedió que, al calor comercial de la corte, los gremios fueron expandiéndose por las calles circundantes. Nacieron así la Ribera de Curtidores, la calle de las Hileras o la plaza de Herradores. Y, en medio del reino de los cuchilleros, surgió una posada. La fundó el francés Jean Botín y en ella instaló un horno de leña para que los inquilinos pudieran cocinar sus viandas; curiosamente, hasta entrado el XVIII no se permitió vender carne o pescado a las posadas y mesones por considerarlo una intromisión en el negocio de otros gremios.

En 1725 un sobrino de Jean Botín, de origen asturiano y apellido Remis, hereda el local y lo reforma por completo. Se anexiona los soportales que daban acceso al portal y oficializa el nombre con el que todos le conocen: Sobrino de Botín. Son los primeros momentos del que el Libro Guinness considera el restaurante más antiguo del mundo. Esta publicación, en su edición de 1987, publicó que Francisco de Goya, en sus años de adolescencia, llegó a fregar platos en el restaurante, si bien no existen evidencias documentales que confirmen tal extremo.

El restaurante permanece abierto, aunque cambia de manos en varias ocasiones, hasta que en la década de 1930 pasa a manos de la familia González, los actuales propietarios. Es Emilio González, cocinero y factótum de la nueva era de Botín, quien se pone al frente; primero en régimen de alquiler y después como propietario gracias al préstamo, estimado en 60.000 euros, que le concede un cliente habitual. "Siguieron trabajando incluso cuando estalló la Guerra Civil. A mi abuela la evacuaron y, según se bajó del convoy, cogió otro y regresó. Mi abuelo Emilio siguió aquí durante toda la guerra, sin moverse", dice José González, actual propietario. La batería de morteros nacionales atrincherado en el Cerro de Garabitas, en la Casa de Campo, hizo estragos en la estructura de Botín, que tuvo que ser parcialmente reconstruido; un barrote retorcido en los balcones del tercer piso da fe de todo esto.

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Hoy, cada mañana, desde que sale el sol, un enjambre de turistas se arremolina en torno al escaparate de Botín. González les abre la puerta y, pese a que entorpecen al personal que está preparando el servicio de mediodía, permite que hordas de asiáticos pululen a placer por el restaurante. No tiene reparo en admitir que viven del turismo, al que dispensa un trato excepcional: "En España tenemos cultura de timar al turista. Si voy a la Plaza de San Marcos en Venecia sé que me van a crujir por cualquier cosa, pero también que va a tener calidad. Aquí eso no sucede: nos creemos que sabemos más que nadie de jamón o de vino, que se paga por cualquier cosa, y el turista lo nota. Nosotros le damos al cliente calidad con un precio razonable", explica. El menú sale por 44 euros e incluye la estrella de su cocina: el cochinillo asado.

Según González, nadie hace el cochinillo como ellos. "La clave es el horno; el nuestro es abierto, con un suelo de piedra, ladrillo refractario y leña de encina, que es la que mejor calienta. En los hornos cerrados la humedad no sale y el cochinillo tiene un sabor peor", relata. Aunque Botín cuenta tres pisos, todo el edificio, el principal atractivo artístico se encuentra en su bodega, reconvertida en comedor, que no ha cambiado un ápice en los últimos trescientos años.

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Farmacia Deleuze (1780)

"Esta farmacia no es la más antigua de Madrid -es la de la Reina Madre, en la Plaza Mayor-, pero sí la que más patrimonio artístico tiene", dice María Isabel García, propietaria desde hace veinte años del local del San Bernardo 39. La farmacia Deleuze, fundada por un sobrino del general Riego a finales del XVIII, más parece una sucursal de Versalles que un negocio que comparte encintado con saunas y bares destartalados. Los envases de medicamentos, siempre de vivos colores, producen gran contraste en el visitante, que no puede dejar de ver una contradicción estética en su integración con las hornacinas de pan de oro que los sustentan y sus respectivas estatuas, casi siempre en honor al panteón griego.

El dilema no le es ajeno a la propietaria. Al tiempo que expresa -no solo verbalmente- un enorme respeto por el legado artístico que ha recibido, y que mantiene en un asombroso estado de conservación, García se ve con las manos atadas: "Ahora mismo no somos rentables. Necesito poner más género a la vista del público pero, como ves, no hay más espacio disponible. Normalmente, en las farmacias, la parte de atención al cliente es mayor que la rebotica; en este caso es exactamente lo contrario", comenta abatida la farmacéutica.

En efecto, en la farmacia apenas caben cinco o seis clientes; a partir de ahí tendrían que invadir el espacio de una báscula de época que está para pocos trotes. Por contra la rebotica no solo es amplia, sino que mantiene el aspecto desde tiempos de Carlos III. Presidida por un imponente jarrón en azul cobalto con la efigie de Galeno, patrón de los farmacéuticos, y flanqueada por decenas de botes de porcelana de la Real Fábrica del Retiro, la sala invita más a la observación que al trabajo. "El uso del cobalto en Farmacia es una auténtica rareza, porque siempre se recurre al verde sanitario", apunta, orgullosa, la dueña.

Con todo, la rebotica vivió sus mejores momentos a finales del XIX, cuando el doctor Juan Chicote, que heredó la farmacia en 1861, montó allí uno de los hervideros filosóficos más referenciados de la intelectualidad capitalina. Bajo la lámpara de araña de estilo modernista, por entonces pertrechada con velas, insignes de la ciencia como Méndez Álvaro o Rubio y Galí pasaban las noches de la Restauración mezclando hierbas y elocubrando sobre la Medicina del futuro. En ocasiones se sumaban a la charla Castelar y Pi i Margall, prebostes de la Primer República, y narran los papeles que el fuego llegaba hasta la calle.

Deleuze estuvo a punto de ser demolida en 1984, aunque finalmente el Ayuntamiento, a través de la Empresa Municipal de Vivienda, subvencionó la rehabilitación del inmueble. Casi treinta años después, García es la única comprometida con el patrimonio de la farmacia. En sus ratos libres busca tulipas con las que sustituir los desgastes de la lámpara y un restaurador que le de la suficiente confianza para meterse con los cordobanes, unas pinturas de pastores hechas en piel de cabra que adornan las paredes y que son el ojito derecho de la propietaria. Suspira por la subvención pero sabe que, en tiempos de recortes, los cordobanes dependen de la boticaria de La verbena de la Paloma.

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Pastelería del Pozo (1830)

La cultura popular sostiene que la calle del Pozo, en los alrededores de la Puerta del Sol, tomó su nombre de un pozo milagrero. Según los relatos de época, durante la Guerra de Sucesión (1701-1713) dos soldados se colaron en la iglesia de Nuestra Señora de la Victoria y arramplaron con todo: oro, pinturas, maderas nobles... e incluso la corona de espinas del cristo. En plena huida, los soldados lanzaron la corona a un pozo ciego por considerarla carente de valor y, desde ese momento, el agua se tornó saludable y abundante, suficiente para abastecer a los vecinos y refrescar la mitología católica.

El pozo hace siglos que dejó de honrar su calle. Sin embargo, los milagros siguen presentes: el más representativo es la Pastelería del Pozo, un local abierto a comienzos del XIX que, pese a disponer de un acceso casi invisible, se las ha ingeniado para seducir a varias generaciones de madrileños. No importa la hora, ni el día de la semana: la pastelería nunca está vacía.

Como sucede en los negocios de la vieja escuela, al Pozo no solo se va a comprar, sino también a departir con el vecindario. Para este menester la familia Leal, propietaria del local desde 1900, conserva las sillas originales en las que Gregorio Marañón y Jiménez Díaz discutían sobre el mejor momento para comer dulces. "Uno decía que después de comer y el otro que antes, mientras y después. Menudo goloso debía estar hecho", afirma entre risas Antonio Pérez, encargado de la pastelería desde 1980.

Llegamos al establecimiento después del cierre, de improviso, pero nos abren las puertas. Dentro aún quedan clientes rezagados; dos señoras escogen pasteles mientras un marido, cualquier marido, aguarda sentado, lanzando comentarios jocosos desde una cátedra que eventualmente ocupó Jacinto Benavente, buen amigo de María Luisa, del matrimonio Leal pionero. Al fondo, un joven que viene con prisa a recoger un hojaldre se detiene a conversar con los demás, anteponiendo el ritual al reloj por mera cuestión de veteranía. El tiempo se detiene para todos.

Todo está tal cual se pensó en 1830. Los estantes, la lámpara y la caja registradora, de un dorado deslumbrante, que tiene su historia: "Se trata de una National 463 que debería haber sido fabricada en Ohio, como todas las demás, pero esta particularmente vino de Cuba", dice Pérez. La instalaron en 1890 y hoy sigue siendo la caja principal del establecimiento, sin visos de jubilación.

Sus especialidades son el hojaldre y el roscón de reyes, que pronto comenzarán a hornear. Los diez trabajadores de la Pastelería Pozo elaboran, uno por uno, los cientos de dulces que pugnan en bandejas por atraer la mirada del goloso en un obrador con acceso desde la tienda. Solo se importan materias primas. Al irnos el encargado nos obsequia con una torrija de bizcocho, producto del I+D del obrador, que, para qué ocultarlo, deja en situación calamitosa a mi cruasán matinal de Audrey.

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Con las empresas madrileñas sucede como con las crías de león: cuanto mayores, más posibilidades de sobrevivir en la sabana. El darwinismo corporativo señala que la esperanza de vida de un negocio recién creado es de cinco años; si ya ha cumplido la década, las estadísticas sostienen que se irá a los 21 años. Los que llegan a la mayoría de edad suelen vivir más de tres décadas y, los que alcanzan los 40 años, tienden a permanecer 70 abiertos.