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Padres contra profesores: ¿Quién tiene la culpa del fracaso escolar?
  1. Sociedad
LOS PROGENITORES TRATAN QUE LA ESCUELA SUPLA SU AUSENCIA

Padres contra profesores: ¿Quién tiene la culpa del fracaso escolar?

Después de acudir por primera vez a una reunión de padres de alumnos, F. se sintió deprimido. La implicación mostrada por el resto de progenitores le

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Padres contra profesores: ¿Quién tiene la culpa del fracaso escolar?

Después de acudir por primera vez a una reunión de padres de alumnos, F. se sintió deprimido. La implicación mostrada por el resto de progenitores le hizo ser consciente de su ausencia. Dedicado íntegramente a su trabajo en una gran empresa de la construcción, apenas pasaba tiempo con su familia. Y lo que es más, tampoco le apetecía: los proyectos con los que lidiaba cotidianamente le resultaban mucho más atractivos que el exigente cuidado de los críos. Cuando vio que aquellos padres se conocían, que llamaban por los nombres de pila a los hijos de los demás y que sabían muchos detalles del día a día del colegio, se sintió en falta, como si estuviera fallando en algo esencial a su familia. Al día siguiente, y después de conversar con sus compañeros de trabajo, F. recuperó el ánimo: quizá no estuviera mucho con ellos, pero gracias a las horas que pasaba en la oficina, sus hijos gozaban de un nivel material elevado, recibían una educación privilegiada y, si todo iba normal, se licenciarían en una buena universidad anglosajona.

 

La actitud de F. es algo habitual en muchos padres. Hoy día, se prioriza la vida profesional sobre la familiar, siendo esta actitud, precisamente, una de las principales quejas del colectivo de profesores. Según éstos, los padres pretenden  que la escuela supla su ausencia y provea de los valores que ya no genera la educación en el hogar. Así, aseguran, se quiere que la escuela ponga las bases para resolver todo aquello (desde la falta de disciplina hasta la violencia de género) a lo que la sociedad no sabe dar solución. Tales acusaciones se recogen en “Docentes o maestros: percepciones de la educación desde dentro”, un estudio cualitativo de ámbito nacional, realizado por la FAD (Fundación de Ayuda contra la Drogadicción) y Obra Social de Caja Madrid, en el que quedan reflejados los discursos dominantes, temores, expectativa  y dificultades de los docentes de Infantil, Primaria y Secundaria.

Según el psiquiatra Eusebio Megías, director del estudio,  los profesores “se sienten solos y maltratados, en la medida en que se les está haciendo responsables de un compromiso educativo que corresponde a todos. No se puede culpar únicamente a la escuela de las cosas que no funcionan”. En ese orden de cosas, los docentes recriminan a los progenitores una serie de actitudes altamente negativas. La primera de ellas, su injustificada exigencia: “Dejan a sus hijos por la mañana en las aulas y quieren que ya estén educados cuando les recogen por la tarde”. En segundo lugar, que no colaboran en la tarea educativa ratificando sus actuaciones: “A menudo, los padres se ponen de parte de los alumnos en contra de los maestros”. Pero también se sienten muy incómodos porque se les demanda “que eduquen en valores como el respeto, la disciplina o la solidaridad, cuando el conjunto social, empezando por la familia, cultiva el inmediatismo y el utilitarismo”.

Claro que el problema va más allá de los posibles reproches cruzados entre instituciones educativas y familia. Que los progenitores posean extensas jornadas laborales, que vivan pendiente de la hipoteca (o de autoexigencias económicas) y que no impongan en el hogar un orden claro y racional posee efectos de todo orden, como puede apreciarse en el interior de las consultas de salud mental. La psicóloga y psicoanalista Lola López Mondéjar asegura que, por diversas causas, “estamos asistiendo a la dimisión de los padres. De una parte, hay que subrayar cómo éstos se han quedado sin los códigos bajo los que se educaron: ni han podido ni han querido reproducir el modelo autoritario de educación  que recibieron, pero tampoco han sabido encontrar uno nuevo”.

En otro sentido, están en una posición ambivalente ante los límites, ya que “como no quieren ser identificados con los padres carcas del pasado, se sienten muy incómodos cuando han de hacer valer las normas”. Y además, como los cambios en la sociedad han retrasado la incorporación al trabajo y a la vida en pareja, “muchos padres son (o quieren ser) jóvenes todavía. Son gente que está aún construyendo su vida profesional y afectiva. Y más aún si han rehecho su relación de pareja”. Como resultado de este cúmulo de factores, los “padres terminan por delegar en la escuela responsabilidades educativas que les son propias”.

Pérdida de calidad en la educación

Las asociaciones de padres de alumnos son conscientes de ese mal. Como asegura José Manuel Martínez Vega,  vicepresidente de Concapa (Confederación Católica Nacional de Padres de Familia y Padres de Alumnos), “no es a los colegios a quienes le compete educar, sino a la familia. La escuela ha de ser una colaboradora, y por eso han de ofrecernos el máximo de información (sus idearios, sus métodos, etc, han de ser claros y públicos) para que podamos elegir mejor, pero la responsabilidad es nuestra”. Sin embargo, para Martínez Vega, el problema  trasciende los límites de las instituciones de la enseñanza y apunta hacia un cierto clima social que encuentra su reflejo en la escuela. “Se está dando una pérdida de calidad en la educación, en general porque los colegios pretenden centrarse más en la formación profesional y menos en la personal, pero sobre todo porque se están perdiendo importantes valores tradicionales como el esfuerzo, la exigencia y el respeto”

“Hasta hace unos años –explica Alejando Navas, sociólogo de la Universidad de Navarra- padres y profesores eran aliados; hoy están en bandos opuestos. Antes, si un niño se portaba mal en la escuela, los padres duplicaban el castigo; ahora el padre se presenta en el colegio para quejarse si al niño se le impone cualquier sanción, por leve que sea. Y eso es porque en los hogares españoles se ha abandonado la cultura de la disciplina y del esfuerzo, dándose carta blanca a los chicos”. Probablemente, argumenta Navas, porque esa ausencia del hogar lleva a que los padres tengan un acuciante sentimiento de culpa “que tratan de compensar con concesiones, mimos, y prestaciones de todo tipo, lo que acaba forjando niños y adolescentes asilvestrados, blanditos e inmaduros”.

Sin embargo, señala Lola López Mondéjar, junto con este culto a la satisfacción inmediata, hay algo que lo excede, “un modelo que se propone a los jóvenes y que está afectando notablemente a la escuela y la universidad: el del descrédito del saber.  Ese ideal de estudio, de trabajo duro y de recompensa diferida hoy ya no funciona. En parte porque se están implantando modelos de enriquecimiento fácil, como esos personajes que rápidamente se convierten en famosos. Y en otro sentido, porque el futuro se presenta muy oscuro. Antes, si alguien se sacrificaba y se formaba, sabía que el título  conseguido le serviría de algo: un abogado, por ejemplo, vivía mejor que un zapatero. Hoy es posible que un licenciado que sepa dos idiomas no tenga su futuro asegurado, y eso desestimula”.  Por eso, en ese mar de fondo sin raíces que es la vida contemporánea, la ausencia paterna se nota mucho más. Y eso es algo que las instituciones de la educación no pueden suplir.

Después de acudir por primera vez a una reunión de padres de alumnos, F. se sintió deprimido. La implicación mostrada por el resto de progenitores le hizo ser consciente de su ausencia. Dedicado íntegramente a su trabajo en una gran empresa de la construcción, apenas pasaba tiempo con su familia. Y lo que es más, tampoco le apetecía: los proyectos con los que lidiaba cotidianamente le resultaban mucho más atractivos que el exigente cuidado de los críos. Cuando vio que aquellos padres se conocían, que llamaban por los nombres de pila a los hijos de los demás y que sabían muchos detalles del día a día del colegio, se sintió en falta, como si estuviera fallando en algo esencial a su familia. Al día siguiente, y después de conversar con sus compañeros de trabajo, F. recuperó el ánimo: quizá no estuviera mucho con ellos, pero gracias a las horas que pasaba en la oficina, sus hijos gozaban de un nivel material elevado, recibían una educación privilegiada y, si todo iba normal, se licenciarían en una buena universidad anglosajona.