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"Manejo serpientes para hablar con Dios": los últimos 'santos' de EEUU
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"Manejo serpientes para hablar con Dios": los últimos 'santos' de EEUU

El Movimiento de la Santidad preconiza que todo está en manos del Altísimo, incluyendo el ser mordido o no por una serpiente de cascabel. Sus seguidores son pocos pero muy fieles

Foto: El reverendo Junio McCormick sostiene una serpiente de cascabel en su iglesia en Kingston, Georgia, en 2001 (Reuters)
El reverendo Junio McCormick sostiene una serpiente de cascabel en su iglesia en Kingston, Georgia, en 2001 (Reuters)

El pastor Cody Wynn puntea su guitarra eléctrica. Le llaman 'Big Cody' porque recuerda a un niño colosal, de metro noventa, peto vaquero, barba negra de arbusto y flequillo corto e igualado. Pero el rasgo distintivo de Big Cody es la cicatriz compleja de suturas púrpuras que trepa entre su cuello y su mentón. La firma de la serpiente que estuvo a punto de matarlo.

Su guitarra caldea la atmósfera de esta pequeña iglesia sin ventanas, de techo bajo, clavada al pie de una montaña en Middlesboro, Kentucky. Los feligreses comienzan a llegar, se abrazan y se distribuyen por las bancadas o junto al altar, donde alinean varias cajas de madera con tapa de cristal. Son serpientes de cascabel y su afilado silbido espumoso difumina las conversaciones.

El Tabernáculo del Góspel Completo en el Nombre de Jesús es una de las pocas iglesias que todavía practican el “manejo de serpientes” en los Montes Apalaches, un ritual marginado por el pentecostalismo y declarado ilegal por todos los estados menos Virginia Occidental. Hoy, además, es un día especial; los pastores de esta corriente han bajado de la masa agreste que divide Virginia, Tennessee, Alabama y Georgia para asistir a un “servicio de bienvenida” en Middlesboro. Todos juntos, incluyendo la parroquia, suman apenas 40 personas.

Pero sobre todo es un día especial para Big Cody. Este joven de 27 años avanza poco a poco hacia la pastoría oficial del Tabernáculo, sin dirección desde 2014. Su antiguo pastor, Jamie Coots, falleció por una mordedura de serpiente en pleno servicio. Como es habitual, Coots se negó a recibir atención médica. Se fue a su casa, perdió el conocimiento y se murió.

Hubo otros. Randy 'Mack' Wolford, pastor de una iglesia en Virginia Occidental, cayó de una mordedura en 2012. Tenía 44 años; su padre había muerto del mismo modo 29 años antes. O John Brock, el año pasado en Jenson, Kentucky. O Linda Long, o Dwayne Long. En total, según el especialista Ralph Hood, hay 103 casos confirmados, “pero no se sabe con seguridad”.

El doctor Hood es profesor de psicología de la Universidad de Tennessee en Chattanooga, tiene 74 años y lleva casi 30 documentando el manejo de serpientes en los Montes Apalaches. Él y su compañero de investigación, el profesor Paul Williamson, de la Universidad Henderson State en Arkansas, conocen a todos los pastores y a la mayoría de los feligreses.

Un símbolo del azar de la muerte

“La serpiente está en la Biblia y es un símbolo de la muerte”, explica Ralph Hood. “No se puede distinguir una serpiente venenosa de una inofensiva; está relacionada con el azar de la muerte. Un niño con leucemia, una madre que fallece en un accidente... Con la serpiente es igual. El manejo es una conversación con Dios. Todos vamos a morir, la cuestión es cómo”.

El origen del manejo es incierto, según Hood. El pastor George Went Hensley popularizó la práctica en los Montes Apalaches a principios del siglo pasado, inspirado por un pasaje de la Biblia. Pero podría haber surgido independientemente en otros puntos de la región.

El servicio está a punto de empezar. Big Cody recuerda las reglas: los menores de edad no pueden manejar serpientes, algo completamente voluntario y que solo ocurre junto al altar, y nada de teléfonos móviles. Cody apunta a la diminuta cámara de vídeo que graba desde una esquina, la del profesor Williamson: “No es para la televisión, ni para internet, ni para los periódicos, sino para mí. Lo graba para mí desde hace años, y es un hombre de palabra”.

Primero se expresan al azar algunas tragedias por las que pedir: hijos enfermos, padres moribundos, accidentes de coche, cráneos fracturados, cerebros inflamados. La iglesia entera se postra a rezar con las manos entrelazadas, en el suelo y sobre los bancos; luego se endereza. Big Cody retoma su guitarra, sale otro guitarrista y un hombre se pone a cantar.

“¿Te gusta el jazz?”, pregunta Ralph Hood. No se refiere al género del servicio, que es rockabilly cristiano, sino a su estilo: no hay nada planeado. No hay agenda. Alguien se arranca a tocar la guitarra o la batería que se ve al fondo, otros cantan, el micro cambia de manos, las bancadas bailan, aplauden y así evoluciona esta misa nocturna sin duración concreta.

La mayoría de los feligreses vienen de un entorno minero; las minas han sido la columna vertebral de los Apalaches durante décadas y hoy languidecen abandonadas en localidades como Middlesboro. Las manos que se estrechan antes del servicio son ásperas, los pantalones vaqueros anchos y las camisas de cuadros gruesas y por lo general envejecidas. Ocho de cada 10 feligreses padecen un serio sobrepeso y faltan decenas de dientes, incluso entre los jóvenes.

Cánticos, fuego y espontaneidad

El caso más extremo es el de un hombre mayor aparcado bajo un altavoz. Está en una silla de ruedas y su barriga se desparrama sobre las rodillas. Cuando se pone de pie, durante unos segundos, la barriga le sale por debajo de la camisa como una bolsa de agua. Si le saludas, te atrae y te da un beso húmedo en la oreja. Dicen que lleva una década a punto de morir.

El servicio sube de tono; la música se anima y aparece otra guitarra. La treintena larga de personas conecta cada vez más, se funde en la emoción, y un joven sale a cantar tras el altar, eleva el mentón, sube las palmas al cielo. Está completamente bañado en sudor, con los ojos cerrados. Luego los abre, inyectados en sangre. Tiene la lengua fuera y le cuesta respirar.

“¡Praise the Lord!” [¡Alabad al Señor!], gritan desde el público. “¡Oh, Jesus!”.

De manera casual, si así lo decide el Espíritu Santo, que se mueve de cuerpo en cuerpo, salen los nuevos instrumentos. Una botella de Sprite convertida en antorcha pasa de mano en mano; las llamas lamen los dedos de los creyentes, que las acarician empapados en sudor. Uno de ellos se pasea frotando con aceite las calvas de los parroquianos, ungiéndolos, rezando por ellos. Una mujer muy bajita, con melena hasta el suelo, agarra el micrófono, cierra los ojos y proyecta una voz hermosa y potentísima. Las guitarras la acompañan y la iglesia se rinde a sus pies.

“¡Aleluya!”.

Llevamos casi una hora de servicio, una hora de rock, zapateos y loas al Señor. Los parroquianos ofrecen un paisaje variado: hay quien llora o grita con las manos alzadas y la cara descolocada, con las facciones huyendo en direcciones diferentes. Otros rezan o bailan en el sitio o alrededor del altar, o animan a los niños, inmóviles, a dejarse llevar por la música.

Un joven se agacha sobre las cajas de madera y cristal del suelo, abre una, saca una serpiente de cascabel y la sostiene en el aire, como un trofeo. La serpiente mira a un lado y a otro con la lengua bífida disparándose rápidamente. Un señor saca otra, una serpiente cabeza de cobre; sale otra más.

Los pastores y feligreses de primera línea manejan las serpientes, las miran a los ojos y estiran los brazos como estatuas romanas posando en la eternidad. Caminan con ellas, en ocasiones descalzos, y se las pasan entre si. Dos serpientes de color marrón claro se enroscan sobre el mismo brazo de manera que parecen un reptil con dos cabezas. Los manejadores se ponen colorados, aúllan al fragor del rock con los ofidios enroscados entre los dedos.

Tan confundidas que no muerden

El profesor Hood ha traído especialistas de otras disciplinas a lo largo de los años. Una patóloga dijo estar impresionada ante el comportamiento de las serpientes. Al parecer, lo normal es que muerdan, pero están tan confundidas con las atronadoras vibraciones del concierto y los saltos que no saben muy bien dónde atacar y casi no reaccionan, hasta el extremo de poder pisarlas. El espectáculo puede ser tan intenso, dice Hood, que uno de sus alumnos, a quien llevó allí como observador, acabó siendo arrastrado hacia el vórtice del entusiasmo. Hood veía horrorizado cómo su estudiante se acercaba al altar y pasaba de bailar a sostener una serpiente en sus manos.

Estamos ante el ejemplo más nítido de lo que en Estados Unidos se conoce como Holiness Movement, el Movimiento de la Santidad: una interpretación cristiana fundamentalista que ha tocado diferentes ramas. Nació en el siglo XIX como parte del metodismo, pero cuando el metodismo comenzó a popularizarse entre las clases medias y a modernizarse, fueron las denominaciones pentecostales quienes heredaron la estricta pureza de la santidad.

Hay que entender que Estados Unidos también es una especie de sesión de jazz construida sobre la marcha con oleadas de inmigrantes y religiones nuevas. Los pioneros vivían enfrentados a la naturaleza; no conocían otra ley que la fuerza, pues el Estado era una lejana abstracción. Durante el siglo XIX, el oeste y el sur fueron terreno fértil para las corrientes más extremas del cristianismo; un predicador tenaz que bajara del norte podía montar su propia secta en la llanura o en los pantanos. Muchas florecieron; la palabra de Dios, en sus diferentes versiones, proporcionó el entusiasmo feroz que requiere levantar un país desde cero.

El objetivo de una de aquellas corrientes, la santidad, es alcanzar la “perfección cristiana” siguiendo la Biblia al pie de la letra y llevando una vida santa. Por eso los feligreses del Tabernáculo no solo acuden a servicios carismáticos como este; fuera de los muros de su iglesia no beben, no fuman, no bailan, muchos no van al cine ni a jugar a los bolos, porque son actividades mundanas indignas de un santo. La santidad se hace evidente en el estilo de las mujeres, por ejemplo: no se cortan el pelo y sus melenas fluyen hasta la cintura o forman gigantescos moños. “Su pelo es su cubierta. Les permite estar en presencia de Dios”, explica Williamson, y recuerda que su abuela, seguidora de la santidad, lo mantenía a raya quemándolo.

El propio Williamson practicó la santidad durante años. Fue pastor de la pentecostal Iglesia de Dios, igual que su padre. De complexión delgada y sobria, ojos azules muy abiertos, melena blanquísima y facciones amasadas en la conjetura, uno se lo imagina vestido de negro, evangelizando el sur con sombrero y maletín, su figura en la puerta, recortada sobre un cielo tormentoso. Dice que él también, como predicador, llevaba una vida “santa”, sin placeres “mundanos”. Las limitaciones acabaron pesando y Williamson entró en una “crisis de conciencia”. Terminó cambiando su ministerio por la universidad; se hizo doctor y ahora enseña psicología en Arkansas. Bebió su primera cerveza a los 40 años.

“Hay dos razones para manejar serpientes”, dice Paul Williamson. “Una es puramente teológica y la otra es espiritual y psicológica. Lo hacen porque lo dicta la Biblia y en el acto de hacerlo experimentan una conexión muy emocional y espiritual con Dios que los libera del mundo temporal y los transporta a un reino espiritual, o eterno, donde no hay sentido del tiempo, o del espacio, o de estar allí, sosteniendo una serpiente”.

Rasgos del verdadero creyente

El manejo de serpientes refleja la interpretación literal de la Biblia. Sostener una serpiente es un rasgo del verdadero creyente, igual que tocar el fuego, hablar lenguas extrañas o sanar con las manos. Lo dice un pasaje de San Marcos: "En mi nombre echarán fuera demonios; hablarán nuevas lenguas; tomarán en las manos serpientes, y si bebieren cosa mortífera, no les hará daño; sobre los enfermos pondrán sus manos, y sanarán” (16:17-18).

El pentecostalismo abrazó estas prácticas durante una época, pero acabó desechándolas por el peligro y por su choque con la ley. “Cuando la gente empezó a ser mordida y a salir en los medios locales, los estados comenzaron a prohibirlo”, declara el profesor Hood. “Permitimos actividades arriesgadas como conducir en moto o escalar, pero no permitimos el riesgo en las prácticas religiosas. El manejo de serpientes tiene el apoyo de las comunidades. Todo el mundo lo sabe en Middlesboro. Hay incluso un agente de policía en la ceremonia, ¡porque cree!”.

El manejo es una tradición familiar, íntima y polémica. “Dios es realmente alucinante”, declara Donna Hobbes, de Middlesboro. Ella redescubrió la santidad gracias a la fuerza de la palabra 'Jesus', pronunciada como un mantra: “¡Yiiiiiisus!”, exclama con la mirada encendida. Sus abuelos ya manejaban hace décadas en Virginia, pero su parroquia solía ser rodeada por el trote de caballos para importunar el servicio. “Tienes que vivir según la Biblia, un par de avemarías no sirven de nada. Es Jesús o nada en absoluto. Y no basta con creer, hay que actuar, demostrarlo. A aquellos que creen, Dios les ayudará a manejar la serpiente. Aquellos a los que muerde la serpiente, estaban listos para marchar”, concluye.

Johnny Stallings, un obrero de Alabama que maneja en la iglesia de Sand Mountain y que ha venido a la ceremonia de bienvenida, reconoce que los vecinos les miran mal, que no lo aceptan. “Imagino que no lo comprenden”, dice encogiéndose de hombros. Stallings ha traído a sus tres hijos para que conozcan mejor los ritos, especialmente su hija de ocho años. Quiere que siga la tradición. “Cuando manejo una serpiente, oigo un sonido que yo llamo ‘sonido de tren de carga’ y sé que todo va a ir bien”. Hace cuatro semanas, Stallings se llevó un mordisco entre dos dedos, pero se negó a ir al médico, porque al final todo “está en manos de Dios”.

El manejo tuvo un breve resurgir a comienzos de esta década gracias al pastor Andrew Hamblin. Joven, carismático y sediento de atención, Hamblin se patrocinaba en las redes sociales y llegó a protagonizar una serie documental de National Geographic titulada 'Snake Salvation'. Cuando el manejo sacaba su cabeza del secretismo, Hamblin fue detenido por un escándalo sexual. La frágil imagen pública del manejo de serpientes se hundió y desde entonces las escasas iglesias que lo practican han vuelto a enroscarse sobre si mismas. No quieren ver ni una cámara.

“¡Glory to God!”.

Documentando una práctica proscrita

El servicio relaja un poco la demanda de energía. El clímax de rock, fuego y serpientes da paso lentamente a un desahogo general. Los seguidores del Tabernáculo se vuelven a sentar en las bancadas o alrededor del altar en diferentes posturas. Es el momento de los sermones. Las vacas sagradas del manejo de serpientes han venido a Middlesboro y se disponen a hablar, de manera informal, improvisada. Está Bruce Helton, mentor del fallecido pastor Coots. Está el padre de Coots; está James Bass, de Virgina, y Billy Summerford, de Sand Mountain, Alabama.

Su mensaje es una nube de preguntas e ideas ultraconservadores. Lucen estilos particulares, pero siempre hay un componente divino, como si una mano invisible les diese empujoncitos o provocase pequeños orgasmos. “Am I right?” ["¿Tengo razón?"], dice uno de ellos con el brazo en alto, su cabeza completamente mojada. “Come on, brother!” ["¡Venga, hermano!"], le animan desde el fondo. Dios lo es todo, es responsable de todo, y no puede ser un acompañante en la vida, ni el copiloto, sino “el piloto”.

El pastor Billy sólo tiene la mitad de los dientes de arriba. No se le entiende nada; su acento montañés recuerda a un muelle. Las palabras salen propulsadas al aire desde su nariz, metálicas y retorcidas. A veces le recorren espasmos rápidos, como si le atravesara un rayo, y dice “¡U-oh!”. Con los ojos cerrados, habla y se pasea entre los bancos, dando pequeños acelerones. Imposible entender ni el 10%. Hood y Williamson explican después que parte del sermón ha sido en inglés y parte en una “lengua nueva”, otro indicador de que el Espíritu Santo ha pasado por Billy.

Los investigadores leen el servicio con todo detalle; hace décadas que lo estudian. Según su testimonio, son los únicos que hacen “trabajo de campo” para documentar esta práctica proscrita e incluso han grabado en vídeo el desarrollo personal de sus protagonistas. Tienen a la joven de voz prodigiosa cantando con cinco añitos; a Big Cody, que pesa hoy 140 kilos, durmiendo de niño en los bancos. Al pastor Bass en el vientre de su madre, cuando esta anunció que el pequeño nacería con síndrome de Down. El bebé nació sano y se ha convertido en un pastor electrizante.

A Hood le extraña que en esta ocasión no tomasen veneno de un tarrito que suele estar en el altar. Falta eso, porque la curación con las manos llega al epílogo.

El servicio toca su fin y los feligreses vuelven a estrecharse la mano con aire de camaradería. El contacto evoluciona; las manos tocan las cocorotas, los cuellos, las mejillas. Un señor le coloca una mano en la frente al anciano de la silla de ruedas y otra en su desproporcionado vientre y poco a poco se forma una estructura humana de brazos estirados. La estructura febril y desordenada incluye niños tocando a adultos que tocan a otros adultos. El Espíritu Santo sigue allí, “se ha movido libremente”, dicen, y las manos que antes sostenían serpientes lideran ahora la ceremonia de sanación con murmullo extático y sacudidas de cabeza.

Los últimos 'santos' se desbandan y salen relajados a la noche húmeda. Con el sudor ya frío en la camisa, dicen adiós, suben a sus camionetas, desaparecen en la montaña.

El pastor Cody Wynn puntea su guitarra eléctrica. Le llaman 'Big Cody' porque recuerda a un niño colosal, de metro noventa, peto vaquero, barba negra de arbusto y flequillo corto e igualado. Pero el rasgo distintivo de Big Cody es la cicatriz compleja de suturas púrpuras que trepa entre su cuello y su mentón. La firma de la serpiente que estuvo a punto de matarlo.

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