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Egipto: los miles de desaparecidos del Gobierno del miedo
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"UN INSTRUMENTO EN LA POLÍTICA DE ESTADO"

Egipto: los miles de desaparecidos del Gobierno del miedo

El destino de Abdelsamad es el de 4.000 personas que han desaparecido en Egipto en tres años. Algunos fueron localizados en una prisión, otros aparecieron muertos. A muchos se los tragó la tierra

Foto: El fotoperiodista egipcio Mahmoud Abu Zeid, durante su juicio en El Cairo, el 31 de mayo de 2016. (Reuters)
El fotoperiodista egipcio Mahmoud Abu Zeid, durante su juicio en El Cairo, el 31 de mayo de 2016. (Reuters)

Eran las cinco de la madrugada cuando miembros de una de las múltiples fuerzas gubernamentales (aunque enmascarados) irrumpieron en la casa de Abdelsamad, un profesor de física de la Universidad de El Cairo. Sin avisar, ni siquiera tocaron la puerta. No tenían ninguna orden judicial, ni acusación firme alguna. Él estaba sentado en el sofá del enorme salón de su casa, rodeado de dos de sus retoños, los de más edad de los cinco hijos que tiene. Su mujer estaba terminando el rezo matutino. Ni siquiera tenían la luz del amanecer como testigo. Con los gritos y llantos de su esposa e hijos de fondo, le agarraron dos hombres y lo sacaron a la fuerza de su casa hacia la furgoneta blanca que esperaba en medio de la calle con el motor en marcha. Fue el 15 de junio del pasado año, pero su hermano Said lo recuerda todo al detalle. Él también estaba en la casa, porque acababa de volver de la mezquita, donde habían ido los dos a rezar.

Esa fue la última vez que le vimos, más de un año de búsqueda, de prisión en prisión, y es como si se le hubiera tragado la tierra”, dice Said. Un hombre de 40 años, sin estudios, desesperado por localizar a su hermano mayor, aunque ya se le hayan agotado todas las pistas y casi todas las fuerzas. No deja de repetir que su hermano no hizo nada. Asegura que denunció su desaparición en la comisaría, aunque también ante el Consejo Nacional de Derechos Humanos y el Parlamento, pero nadie "se digna" a recibirlos ni a cooperar con ellos. “Me dicen que me olvide de él, que es una causa perdida, pero ¡cómo voy a dejar tirado a mi hermano y a toda su familia!”, afirma.

No obstante, desde hace semanas, Said vive agarrado a una pequeña esperanza: un hombre que salió de la cárcel militar de Al Azouli, el centro penitenciario de Ismailiya, le ha dicho que su hermano está encarcelado allí. Que había escuchado su nombre cuando pasaban lista. “Fui a preguntar, pero no reconocen que esté allí, me echaron a patadas y me dijeron que allí no tenían a detenidos [personas sin juicio], sino a presos [condenados]”, cuenta Said a El Confidencial. Seis meses antes, otro testigo le comunicó que su hermano estaba en la cárcel de Tora, en El Cairo. Esa fue la primera pista sobre el paradero de Abdelsamad. “Ahí fue cuando supe que aún estaba vivo”, explica.

Antes de empezar a vagar por las cárceles, otros detenidos han sido testigos del paso de Abdelsamad -durante 22 días- por los calabozos del edificio de la Seguridad Nacional. Él estaba vinculado al partido Libertad y Justicia, el brazo político de los Hermanos Musulmanes, declarada organización terrorista por las autoridades tras el golpe de Estado de 2013. Por eso, el destino de Abdelsamad es el mismo que el de unas 4.000 personas (vinculadas o no con la cofradía) que han desaparecido en los últimos tres años en Egipto. Algunos fueron localizados por sus familiares en alguna prisión, otros aparecieron muertos, y muchos siguen sin dar señales de vida.

Un gran número acaba en la prisión militar de Al Azouli, el vertedero donde la Seguridad Nacional esconde a los desaparecidos que no quiere dejar en libertad, aunque no tenga pruebas que les incriminen. Son los civiles vinculados con la oposición, el activismo, la política, el periodismo o cualquiera que amenace o ponga en cuestión la autoridad de Abdelfatah al Sisi, el actual presidente de Egipto y exministro de Defensa. Con el paso de los meses, cuando las víctimas iban siendo liberadas, empezaron a relatar las torturas y los malos tratos de que habían sido testigos en la cárcel. Esas historias fueron documentadas por organismos nacionales e internacionales, como Human Rights Watch (HRW) y Amnistía Internacional (AI).

Estas ONG acusan a la Agencia de Seguridad Nacional (ASN), un órgano del Ministerio del Interior, de secuestrar, torturar y hacer desaparecer por la fuerza a miles de personas con el objetivo de intimidar a la oposición. Una ofensiva que incluso el propio Gobierno reconoce que suma ya más de 34.000 personas entre rejas (una cifra que no incluye las desapariciones), civiles vinculados con “crímenes terroristas”. El verano negro de 2013, tras el golpe de Estado (3 de julio) que destituyó al presidente islamista Mohamed Mursi, fue lo que tornó la historia de Egipto -de nuevo- en una de opresión, miedo y desapariciones.

Los verdugos no atienden a razones, ni a edades. Aser Mohamed, un niño de 14 años, fue detenido en enero de este año. Él mismo confirmó que fue sometido a descargas eléctricas en todo su cuerpo durante más de un mes en un centro de detención en el distrito 6 de octubre, en El Cairo. Su calvario llegó a su fin tras una “falsa confesión”, según reveló a AI. Otro nombre es el de Mazen Abdallah, que había desaparecido en septiembre de 2015 durante unos meses. También tuvo que confesar a la fuerza tras haber sido torturado, maltratado y sometido a violaciones con un palo de madera.

Los verdugos no atienden a razones, ni a edades. Aser Mohamed, de 14 años, fue detenido en enero. Él mismo confirmó que fue sometido a descargas eléctricas en todo su cuerpo durante más de un mes. Su calvario llegó a su fin tras una 'falsa confesión'

“La desaparición forzada se ha convertido en un instrumento clave de la política de Estado en Egipto. Cualquier persona que se atreva a hablar está en riesgo. Se utiliza la lucha contra el terrorismo como excusa para secuestrar, interrogar y torturar a las personas que desafían a las autoridades”, resume Philip Luther, director de AI en Oriente Medio y el norte de África. Las autoridades egipcias han negado siempre la existencia de dichas desapariciones, pero los familiares de las víctimas son la evidencia de todo lo contrario.

El ambiente de represión se extiende a los colegios y universidades. Rauda y Aya, ambas de 19 años, volvían de clase el 5 de mayo de 2015. Son compañeras y vecinas, y vivían cerca de una plaza frecuentada por manifestantes. Una hora antes, la policía había disuelto una protesta a tiros y la calle estaba prácticamente vacía. Excepto por la presencia de unos cuantos militares. Ellas se asustaron, pero no intentaron cambiar de calle, simplemente siguieron su camino. A la altura de la furgoneta policial, les hicieron parar. Les quitaron las mochilas y los móviles. Las metieron dentro del vehículo, sin más explicación, e ignorando los ruegos de las jóvenes.

Al mismo tiempo, por la calle paralela, caminaban sus otras amigas. Eran 11. También fueron detenidas. Y las 13 se volvieron a ver las caras en el campamento militar de Damieta, a las afueras de El Cairo. Allí las acosaron, pegaron, maltrataron y amenazaron, relatan ellas mismas. Pasaron esa noche -y las siguientes ocho- en una pequeña habitación compartida con otros hombres, sin saber absolutamente nada de lo que pasaría con ellas. Recibieron presiones para confesar su (inexistente, según ellas) vinculación con la oposición. Mientras tanto, sus familias seguían dando tumbos por la ciudad en busca de noticias. Al noveno día, el fiscal se trasladó hasta la sede militar y les leyó las acusaciones: posesión de armas, actos de violencia, interrupción del tráfico, intento de golpe de Estado contra Al Sisi, manifestación no autorizada. “Son todo falsedades, ellas no hicieron nada, son unas niñas, inocentes, y las tratan peor que a unos delincuentes”, dice la ‘madre’ de las niñas, una mujer de 55 años, madre de Rauda, que habla en nombre de 10 de las familias.

Dos de las niñas (menores) fueron liberadas, y las otras 11 están en Qanater a la espera de juicio. “Les han dicho que si no firman, iban a matarlas y violarlas”, asegura la madre de Rauda. Primero las trasladaron al hospital de Port Said, donde fueron sometidas a revisiones médicas. Allí fue donde una enfermera le prestó un móvil a una de las chicas, que llamó a su madre para avisarla de que las iban a trasladar a prisión ese mismo día. Su vida en la cárcel, dice la madre, es “un auténtico infierno” y no ve el día en que podrá tener a su hija de nuevo en casa.

“Están muy delgadas, desgastadas y se pasan el día llorando. Mi hija protestó en 2011 contra Mubarak, cuando aún estaba en el instituto. A esta generación no la hemos tenido que educar mucho en los valores de libertad porque la revolución se encargó de eso. Este no era su sueño. La prisión es agria, es aburrimiento, cansancio, desesperación, opresión, control. No es lugar para ellas, y más cuando no han hecho nada. ¡Qué injusticia!”, dice esta mujer, que ha empezado incluso a estudiar derecho para buscar las vías de salvar a sus 'hijas'.

Las desapariciones en Egipto empezaron a dispararse tras las acampadas en las plazas cairotas de Rabea al Adawiya y Al Nahda, en julio y agosto de 2013. La última vez que se vio a Amr Ibrahim fue el 8 de julio de ese año, se le perdió la pista en la llamada 'carnicería de la Guardia Republicana', los choques que tuvieron lugar a las puertas del palacio presidencial. El joven tenía tan solo 22 años en el momento de su desaparición, ahora ya cuenta los 25. Era estudiante de ingeniería en la Universidad de El Cairo. “Ya han pasado tres años y no hay ni un solo día en el que no me haya recorrido alguna prisión en su busca. No tengo ni una sola noticia de su paradero. Solo quiero saber si está vivo, si puede que algún día vuelva a entrar por la puerta de casa”, dice Sanae Ahmed Darwish, de 46 años, momentos antes de romper a llorar de desesperación por encontrar a su primogénito.

Sanae explica que ha entregado todo tipo de denuncias posibles al fiscal general, al Consejo Nacional de Derechos Humanos, al Parlamento, al Ministerio del Interior y a todos los responsables a los que ha podido acceder o enviar una carta. “Nadie nos contesta, ni siquiera nos tienen en cuenta. Cada día nos levantamos sus hermanos y yo con la esperanza de que se ablanden los corazones de los que lo tengan y lo dejen en libertad. A él y a todos los desaparecidos, para que sus familias podamos ser felices”, añade entre lágrimas. “Estamos muertos en vida, mi hijo sufriendo en algún lugar, sus hermanos tristes, y su padre y yo no dejamos de rezar por su vuelta”, afirma.

El joven Amr y el doctor Mohamed al Said Ismail no se conocen de nada, pero desaparecieron en las mismas fechas y por la misma causa: Rabea al Adawiya. El sexagenario médico egipcio abrió las puertas de su clínica privada a todos los heridos del desmantelamiento de la plaza, y eso le costó la libertad, o quizá la vida. El 24 de agosto, la Seguridad Nacional le sacó de su vehículo cuando estaba aparcando cerca de su casa, y se lo llevaron. Eso fue lo que vio Sara, su hija menor, desde el balcón. La última vez que supo algo de su padre.

“Es una persecución sin sentido, nos pasamos los días en las puertas de las cárceles, intentando que nos atiendan. Los que lo hacen, es para decirnos que allí no está mi padre. Él no tenía ninguna relación con la política, ni con los Hermanos Musulmanes. Es un hombre mayor que, con buena fe, atendía a todos los enfermos que le requerían. Nada más”, dice con mucha convicción Sanae, una de las siete hijas del médico. Lleva tres años tras la pista de su padre, y solo sabe que sigue con vida en algún lugar porque eso dijeron varios presos de la cárcel militar de Al Azouli, de Tora y de Qanater. Simples rumores. Pero desde dentro, nadie les confirma nada. Nadie sabe nada.

Eran las cinco de la madrugada cuando miembros de una de las múltiples fuerzas gubernamentales (aunque enmascarados) irrumpieron en la casa de Abdelsamad, un profesor de física de la Universidad de El Cairo. Sin avisar, ni siquiera tocaron la puerta. No tenían ninguna orden judicial, ni acusación firme alguna. Él estaba sentado en el sofá del enorme salón de su casa, rodeado de dos de sus retoños, los de más edad de los cinco hijos que tiene. Su mujer estaba terminando el rezo matutino. Ni siquiera tenían la luz del amanecer como testigo. Con los gritos y llantos de su esposa e hijos de fondo, le agarraron dos hombres y lo sacaron a la fuerza de su casa hacia la furgoneta blanca que esperaba en medio de la calle con el motor en marcha. Fue el 15 de junio del pasado año, pero su hermano Said lo recuerda todo al detalle. Él también estaba en la casa, porque acababa de volver de la mezquita, donde habían ido los dos a rezar.

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