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El misterio de las masacres del machete
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atribuidas a un enigmático grupo islamista

El misterio de las masacres del machete

Centenares de personas han sido asesinadas a machetazos en Beni, en el este del Congo, en unas matanzas que el gobierno atribuye a un brutal grupo islamista

Foto: Familiares de Yvonne Masika, asesinada durante un ataque cometido supuestamente por la ADF, portan su cadáver en el pueblo de Mbau, cerca de Beni (Reuters).
Familiares de Yvonne Masika, asesinada durante un ataque cometido supuestamente por la ADF, portan su cadáver en el pueblo de Mbau, cerca de Beni (Reuters).

La aldea de Tingwe, en el este de la República Democrática del Congo, es desde el 3 de mayo un lugar desierto y maldito. En la noche de ese día, cuando sus gentes habían regresado ya de trabajar la tierra, un grupo de hombres escupidos por los bosques que rodean el pueblo penetraron en sus calles y masacraron a 17 personas: diez mujeres, cinco niños y dos hombres. Casi todos murieron a machetazos; solo quien intentó escapar corriendo recibió la bendición de una bala. Algunos de esos muertos yacen hoy en un campo de cultivo de Tingwe. Sus seres queridos los enterraron allí, bajo grandes cruces de madera, antes de escapar del pueblo.

Cuando Yassin Kombi, un periodista de la radio Kivu 1, llegó a esta aldea de 350 habitantes horas después de la masacre, los supervivientes estaban aún recogiendo los cadáveres. Yassin pudo ver a un bebé de cuatro meses que yacía en el suelo con heridas de machete y a otros niños inertes junto a charcos de sangre y algún casquillo de bala. Dos de las mujeres masacradas estaban embarazadas.

Desde octubre de 2014, la región en la que se encuentra Tingwe, en el territorio que rodea la ciudad de Beni, en el este del Congo, es el escenario de una de las peores masacres que ha conocido este país en los últimos diez años, lo que es mucho decir en un Estado cuyas regiones de Kivu Norte y Kivu Sur son todavía feudo de 70 grupos armados, según el Grupo de Estudios sobre el Congo de la Universidad de Nueva York (GEC). En menos de dos años, entre 551 personas -según Naciones Unidas- y 1.116 -de acuerdo con datos de asociaciones locales- han sido asesinadas, casi siempre a machetazos, hachazos, martillazos e incluso con azadas.

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En una sola de estas matanzas, el 20 de noviembre de 2014, 120 personas sucumbieron por el mismo método en tres localidades de la zona. Las heridas por arma blanca incluyen a veces la decapitación, en ocasiones practicada ante los familiares de la víctima. La mayoría de las muertes se concentran en el área entre tres localidades: Eringueti -a tres kilómetros de Tingwe-, Kamango y Mbau. Estos tres núcleos de población, vértices de lo que ya se conoce como “el triángulo de la muerte”, se yerguen en los confines del parque nacional de Virunga, un paraíso natural plagado de bosques y ríos cargados de oro, un lugar en el que la población a veces estorba a los grupos armados que se financian traficando con materias primas preciosas como el oro y la madera.

Ningún grupo armado de Kivu Norte, la región donde se encuentra Beni y su territorio, ha reivindicado estas matanzas cometidas con machetes, un instrumento que todos los campesinos congoleños poseen y que utilizan para desbrozar y cortar la hierba, además de para muchos otros fines. Los machetes no dan pistas sobre los asesinos como sí lo hace la munición. Además, son baratos y silenciosos. Los disparos se oyen a kilómetros de distancia; los machetazos, no. El eco de la muerte de estos centenares de personas tampoco ha llegado apenas a la prensa extranjera, y ello a pesar de que, entre los muertos, al menos de acuerdo con los datos del alcalde de Beni, Nyonyi Bwanakawa, hay 400 niños.

Un misterioso grupo islamista

A pesar de la ausencia de reivindicación, el Gobierno congoleño tiene un culpable: un enigmático y brutal grupo armado islamista de origen ugandés, los ADF (Fuerzas Democráticas Aliadas), que desde hace veinte años comete atrocidades en el este del Congo. La implicación de este grupo en las matanzas parece fuera de toda duda: entre otras pistas, algunos de los testigos han relatado que los asesinos rezaban en árabe antes de matar y también que entre ellos utilizaban lenguas ugandesas como el luganda o la variante del suajili que se utiliza en ese país.

Las ADF fueron fundadas en 1995 por exiliados ugandeses en Congo que pretendían derrocar al gobierno de su país. Desde entonces, no han cesado de secuestrar y esclavizar a hombres, mujeres y niños -los varones para convertirlos en soldados y las niñas para obligarlas a casarse con combatientes-. El grupo armado practica de forma habitual la tortura y las ejecuciones sumarias.

Hasta abril de 2015, cuando fue arrestado en Tanzania, el líder de este grupo era un imán carismático llamado Jamil Mukulu, un cristiano convertido al islam que estableció una red de campamentos cerca de Beni en los que a principios de 2014 vivían 2.000 personas. Bajo la dirección de Mukulu, lo que al principio era un grupo armado más se convirtió en una especie de secta islámica.

En el interior de esos campos, los ADF habían establecido su propio sistema bancario y judicial, una policía e incluso un sistema de clínicas médicas: una especie de Arcadia islamista en la que la ley se basaba en la interpretación más rigorista de la sharia y los hudud, los castigos corporales prefijados por la ley islámica: el adulterio se castigaba con la muerte por lapidación y tratar de escapar del grupo con la decapitación o la crucifixión. A los ladrones se les cortaba una mano y si se sorprendía a alguien hablando durante la oración, se le castigaba a tener la boca cosida durante un mes. Sin embargo, a diferencia de otros grupos terroristas como el nigeriano Boko Haram, que rechaza de plano la educación femenina, en las escuelas de los campamentos de los ADF las niñas podían estudiar y el programa escolar incluía clases de informática e inglés. A pesar de que el gobierno ugandés ha tratado de vincular a este grupo con organizaciones terroristas como Boko Haram, Al Qaeda o la somalí Al Shabab, el Grupo de Expertos sobre Congo de Naciones Unidas no ha hallado ningún lazo de unión con ellas.

¿Hay otros asesinos?

Sin embargo, la versión que atribuye a los ADF la autoría de todas las masacres del machete podría ser sólo una parte de la verdad. No pocos elementos, recogidos tanto por Naciones Unidas -en concreto por su Oficina Conjunta de Derechos Humanos en Congo en un informe de 2015- como por el Grupo de Estudios e Investigación sobre el Congo (GEC) de la Universidad de Nueva York, indican que, además de estos milicianos islamistas, podría haber otros asesinos, culpables de algunas de las matanzas que sistemáticamente se atribuyen al grupo armado.

El informe del GEC titulado “¿Quiénes son los asesinos de Beni?”, ofrece indicios en ese sentido: “Las masacres conocen un modus operandi diverso, lo que lleva a pensar que no sólo los ADF, cuya forma de actuar responde siempre al mismo esquema, están implicados”. Estas diferencias son notables: para empezar, la composición de los grupos de agresores. Algunas veces son solo hombres, otras las bandas incluyen a mujeres y a niños. El GEC, que ha entrevistado a más de un centenar de testigos y supervivientes de las masacres, explica que estos últimos sirven a menudo de distracción: los niños entran en los pueblos cantando y tocando tambores mientras los adultos que han llegado con ellos masacran a sus víctimas. Unas veces, los asesinos saquean las aldeas; otras, se van sin tocar nada. En alguna ocasión aislada han violado a alguna mujer, pero en general no abusan de ellas antes de matarlas. Los supervivientes de algunas matanzas describen a unos asesinos vestidos con el típico “qamis” que llevan los musulmanes -túnica blanca que llega hasta las pantorrillas- mientras que otros explican que los atacantes llevan prendas militares sueltas o bien todo el uniforme de las FARDC, las Fuerzas Armadas de la República Democrática del Congo. La lengua utilizada entre ellos por los asesinos también difiere según los ataques y no siempre se trata de los idiomas más utilizados por los ADF.

En este panorama confuso, sólo hay dos constantes. La primera es que los asesinos utilizan fundamentalmente armas blancas como los machetes; la segunda es que, una vez terminadas sus masacres, los atacantes “se retiran tranquilamente, sin precipitación”, prosigue el GEC, como si pensaran que nadie va a perseguirlos.

A mediados de enero de 2014, el Gobierno congoleño lanzó una operación denominada Sukola para limpiar la zona de Beni de los miembros de las ADF. Cientos de combatientes de ambos bandos murieron pero alrededor de 1.000 supervivientes del grupo armado se replegaron en la selva. Según la versión oficial congoleña, estos supervivientes son los responsables de las masacres de Beni, en lo que podría ser una venganza contra una población que los miembros del grupo armado podrían considerar cómplice del Ejército.

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El informe del GEC esboza una realidad más compleja. El documento detalla cómo en el relato de los supervivientes aparecen comportamientos de los asesinos incompatibles con el rígido código de conducta islámico por el que se rigen los ADF. Sus milicianos no beben alcohol y castigan la violación -los matrimonios forzados de niñas no se consideran como tal- con la mutilación de un pie y de una mano. Sin embargo, los testigos describen a los criminales bebiendo cerveza, violando a mujeres y hablando lenguas que normalmente los ADF desconocen, como la ruandesa kinyarwanda.

Estas incoherencias y otras citadas en el informe llevan al GEC a concluir que, si bien la mayoría de estas masacres llevan la firma del grupo islamista, en algunos casos, los testimonios de los supervivientes apuntan a la “responsabilidad” de otros asesinos. Y el Grupo de Estudios cita la posible implicación de miembros del Ejército congoleño y de otro grupo armado presente en la región de Beni, el RCD-K/ML (Agrupación para la Democracia/Movimiento de Liberación). El GEC llega a esta conclusión tras recoger diversos testimonios de supervivientes pero también de militares que denunciaron la implicación de algunos de sus compañeros.

La reacción de las autoridades congoleñas a estas acusaciones fue un desmentido tajante. Poco después, el director del GEC, el estadounidense Jason Stearns, considerado uno de los mejores especialistas en grupos armados en Congo, fue expulsado del país. El ministro portavoz, Lambert Mende, aseguro entonces a la emisora francesa RFI: “En ningún sitio se ha probado que unidades del Ejército congoleño, respondiendo a órdenes de su jerarquía, hayan participado en masacre alguna”. En realidad el informe del GEC recalcaba lo mismo; esto es, que no hay ninguna prueba de que la supuesta participación de militares de las FARDC en algunas de las matanzas de Beni responda a una implicación del Ejército como institución ni de la jerarquía militar.

Ningún portavoz oficial congoleño, ni tampoco de Naciones Unidas, ha ofrecido una respuesta convincente que explique cómo es posible que algunas de las masacres, como la de Tingwe del 3 de mayo, hayan tenido lugar a menos de 500 metros de un campamento militar de las FARDC y también en las cercanías de acuartelamientos de la MONUSCO -la misión de cascos azules de la ONU en el Congo- sin que ni unos ni otros intervinieran en auxilio de los campesinos cuyos gritos parece improbable que no oyeran. En Tingwe, recuerda Yassin Kombi, “la población asegura haber avisado horas antes a los militares congoleños y a los cascos azules de movimientos sospechosos de hombres armados en la zona. Su respuesta fue que todo estaba bajo control. Horas después, los asesinos entraban en el pueblo sin que los militares ni los cascos azules acudieran a tiempo, al menos según denuncian los habitantes”.

El pasado 14 de mayo, el Gobierno congoleño lanzó una nueva operación militar contra los ADF bautizada Ussalama, cuyo fin es acabar con el grupo islamista con el apoyo de los cascos azules. Una iniciativa que trajo una calma relativa a la región hasta el 5 de julio, cuando una nueva matanza, esta vez en la localidad de Oicha, enlutó de nuevo a los congoleños. La incapacidad de las FARDC y de los cascos azules para detener las masacres ha hecho que la opinión pública del país se muestre escéptica sobre esta nueva operación militar. Y no pocos congoleños, como el abogado y activista de derechos humanos, Francis Okito, presidente de la ONG “Jóvenes, Mujeres, Elecciones y Justicia”, reclaman ya una intervención internacional para poner coto a un “un genocidio que debería ser investigado por el Tribunal Penal Internacional”.

La aldea de Tingwe, en el este de la República Democrática del Congo, es desde el 3 de mayo un lugar desierto y maldito. En la noche de ese día, cuando sus gentes habían regresado ya de trabajar la tierra, un grupo de hombres escupidos por los bosques que rodean el pueblo penetraron en sus calles y masacraron a 17 personas: diez mujeres, cinco niños y dos hombres. Casi todos murieron a machetazos; solo quien intentó escapar corriendo recibió la bendición de una bala. Algunos de esos muertos yacen hoy en un campo de cultivo de Tingwe. Sus seres queridos los enterraron allí, bajo grandes cruces de madera, antes de escapar del pueblo.

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