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Platón en el purgatorio: educación de ricos en una prisión de máxima seguridad de EEUU
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ALTERNATIVAS A UN SISTEMA INEFICAZ

Platón en el purgatorio: educación de ricos en una prisión de máxima seguridad de EEUU

Las cárceles de EEUU concentran al 22% de todos los reclusos del mundo. No es un sistema eficaz: dos tercios reinciden al cabo de tres años. Ahora, la Bard Prision Initiative permite estudiar una carrera

Foto: Una de las clases en la prisión de máxima seguridad de EEUU de Green Haven. (Foto: Pete Mauney - BPI)
Una de las clases en la prisión de máxima seguridad de EEUU de Green Haven. (Foto: Pete Mauney - BPI)

La prisión de máxima seguridad de Green Haven, al norte de Nueva York, parece un nubarrón acostado sobre una colina. Es una fortaleza pesada y gris que oprime con sólo mirarla, como si toda la negatividad del mundo estuviese allí dentro, aislada por un muro de nueve metros.

El vestíbulo recuerda al aeropuerto de un país pobre; es viejo y desangelado, provisional. Un paisaje de contrachapado, cañerías ennegrecidas, luz fosforescente y guardias gruesos que hablan altísimo sin mirarte a los ojos. Dentro no hay teléfonos, ni internet, ni cuadernos de espiral, ni cd's. La música se escucha, por seguridad, en cintas de cassette, y los celadores llevan porras de madera.

En las galerías resulta inevitable sentir una constante urgencia: las ganas de que abran ya la puerta de enfrente o la mirada ansiosa a las líneas rojas y amarillas que marcan el transcurrir de los presos, que pasan hombro con hombro en columnas de a dos. Van de verde, cubiertos de pequeños tatuajes e inflados por el gimnasio al aire libre, varias hileras de mancuernas oxidadas y máquinas abandonadas en la hierba del patio. Hay en total 1.800 reos, 40 por cada funcionario. Un magma de fuerza contenida que ha dejado este año 290 incidentes violentos, casi uno diario.

“Crecí con muy malos modelos de referencia”, dice Tony Windley, recluso de 41 años. “Cada vez que bajaba a la calle solo había gente vendiendo drogas. La policía me arrestó varias veces; la tercera se complicó por una arma. Me cayeron 20 años”.

Este afroamericano de hombros anchos y barba puntiaguda, original de South Bronx, es uno de los 15 presos de Green Haven que estudia una carrera en la Bard Prision Initiative (BPI), un programa del Bard College que empezó a funcionar en 2011 con donaciones privadas. “Ahora veo la educación como una medalla de honor”, continúa Windley. “Mi objetivo es sacar substancia de los libros y transmitírsela a mis hijos cuando salga de aquí (dentro de 14 años)”.

La BPI es la única opción universitaria disponible en las cárceles de Estados Unidos. De momento solo opera en seis prisiones del estado de Nueva York, donde enrola un total de 300 reclusos: aproximadamente un 0,00013% de los 2,24 millones de presos que llenan las 4.575 penitenciarías de la nación, un sistema cuyos rasgos quedan reflejados a primera vista en Green Haven.

Para empezar, el color. En este país una de cada 12 personas de raza negra ha pasado por la cárcel, frente a una de cada 60 del resto de razas combinadas. Esto ha llegado a plantear verdaderos desequilibrios de género, ya que, a nivel nacional, por cada 100 mujeres negras en libertad quedan 83 hombres. Sólo en Nueva York, 120.000 afroamericanos viven entre rejas.

Detrás, la economía. Según datos oficiales, la familia blanca media posee 15 veces más activos que la familia negra media, y los cien hogares más ricos del país tienen más dinero que toda la población afroamericana junta. La relación entre ingresos, raza y cárcel es tan estrecha que, según Max Kenner, director ejecutivo del BPI, existen bloques de viviendas en el Bronx o en Brooklyn donde prácticamente todas las familias tienen algún convicto. “Sabemos quién va a ir en prisión”, dice Kenner. Dos tercios de los presos neoyorquinos vienen de cinco vecindarios contados.

Un coste de 74.000 millones al año

Pese a que Estados Unidos representa un 7% de la población mundial, sus cárceles concentran un 22% de todos los reclusos. No es un sistema eficaz, dado que, del casi medio millón de personas que abandonan las cárceles cada año, dos tercios reinciden al cabo de tres. Ni tampoco rentable para el ente público. Mantener el sistema penitenciario norteamericano cuesta 74.000 millones de dólares al año: una cantidad superior al PIB de 133 naciones. Cada preso neoyorquino le cuesta al estado 60.000 dólares anuales. Más que un año de matrícula en Harvard.

“Estados Unidos ha ido encarcelando a más gente durante más tiempo por delitos cada vez menores”, declara Max Kenner. “Hemos pasado una generación tomando dinero de la sanidad y la educación para dárselo a las prisiones”. La idea de BPI, dice Kenner, es demostrar que “se puede encontrar un talento extraordinario en los lugares más inesperados”, con esta pregunta: ¿qué ocurre cuándo ofreces en las prisiones educación “normalmente limitada a los ricos y privilegiados”?

Kenner insiste en que la calidad y la exigencia en la BPI es idéntica a la de Columbia o Harvard; no se ha bajado el listón para fomentar una política inclusiva, y asegura que el coste real de dar clase, pese a los precios estratosféricos de las universidades americanas, no llega al medio dólar por alumno y por hora (las matrículas están financiadas por donaciones como la de Ford Foundation, que aportó un millón de dólares).

La BPI se apuntó un tanto el pasado octubre, cuando los estudiantes de la Eastern Correctional Facility vencieron al equipo de Harvard en un debate. Los reclusos tuvieron que defender una postura en principio dolorosa para muchos de ellos: que las escuelas públicas de Estados Unidos deberían tener el derecho de negar la matrícula a los inmigrantes indocumentados. Ganaron.

Los 15 alumnos de Green Haven reciben seis horas diarias de clase, de lunes a viernes, y pasan el resto del tiempo, aseguran, leyendo y escribiendo trabajos en la sala de ordenadores, donde no tienen conexión a internet. “Es más duro que la sentencia”, bromea uno. El abanico educativo es completo, con limitaciones en informática y laboratorio por razones materiales. Como Green Haven es la única prisión de máxima seguridad del programa, allí solo ofrecen dos años de humanidades.

“Son mis estudiantes favoritos”, dice a El Confidencial Robert Tynes, profesor de Política Africana en el Bard College. “Les propones un libro y lo leen inmediatamente. Se comprometen, son entusiastas. El ritmo de aprendizaje aquí se acelera drásticamente debido a sus aspiraciones. No importa el nivel donde empiecen, siempre avanzan muy rápido”.

La prueba de acceso consiste en un comentario de texto y una serie de entrevistas. A juicio de los profesores, resulta un proceso muy competitivo y personalizado. “Éramos 100 personas en una habitación” recuerda el preso Tony Windley. “Me había presentado dos veces sin conseguirlo. Cuando entré supe que las cosas cambiarían para mí”.

Reinaldo Pérez fue admitido con un texto sobre la poesía de Raymond Carver. Da la impresión de que Pérez, neoyorquino de familia portorriqueña, navega un río de pensamiento, un torrente de filosofía que lleva dos décadas ganando caudal entre los muros de Green Haven. Entró en prisión hace 22 años, cuando tenía 18, y todavía le quedan diez. Luce una barba cobriza sin bigote ni patillas y unas cejas vivas y despejadas bajo el gorro kufi de musulmán, granate, redondeado. Primero se unió a las bandas latinas, luego abrazó el islam y se juntó con los “hermanos musulmanes”. Ahora pasa casi todo el tiempo con los otros estudiantes de Bard, “hermanos de fraternidad”. Probó suerte gracias a la insistencia de un amigo y de su madre.

El reo no quiere revelar los detalles de por qué está en prisión. “Te daré el contexto: no sé cómo será hoy, pero hace 22 años los barrios no era seguros. Había bandas y te podía pasar cualquier cosa. Yo era muy joven, y digamos que tuve mi propio West Side Story: dos bandas de adolescentes se pelearon y dos personas acabaron muertas”. Su campo de estudio favorito es la mitología griega; le atrae su simbolismo, declara con un ejemplar de La Orestíada en la mano.

“La educación te permite traducir las emociones en palabras: miedo, ira, confusión”, añade Pérez. “Una persona así es como un animal herido: incluso cuando alguien te viene a ayudar, respondes violentamente. Si mi código postal fuera 90210 (título de una serie de televisión de los noventa, llamada en España 'Sensación de Vivir'), y no el Bronx, quizás no hubiese hecho lo mismo”.

Stephen Le, neoyorquino de 28 años, le da la razón: “De ningún modo quiero justificar lo que hice. Pero en este país te vas un número postal más arriba y hay gente con 100 millones de dólares en el banco, mientras yo tengo 150”. Le fue condenado por homicidio involuntario en un contexto, según su versión, de bandas callejeras. Le quedan 11 años de sentencia.

La visita se acerca al final y los cinco periodistas europeos, escoltados por un guardia que espera junto a la puerta, parecen más relajados. El sentimiento de urgencia no ha desaparecido, pero ya no se escuchan suspiros largos, ni los dedos de la mano izquierda pulsan a toda velocidad un teclado invisible al paso de las columnas de presos.

Tony Windley reconoce que, cuando salga, ya en la cincuentena, seguramente le tocará trabajar en un McDonald's o en un supermercado. “Cuando llegue a casa tendré lo que pueda tener. La clave es centrarse. (…). Como escribe Platón en 'La República': puedes castigar a alguien, pero si ese castigo no cambia a la persona, has de preguntarte (para qué ha servido)”.

Stephen Le confía en que su familia, de origen vietnamita, le consiga un trabajo, quizás en algo relacionado con la informática. Reinaldo Pérez quiere cuidar de su madre. “Volví a la vida, pese a seguir en prisión. Aquí he descubierto que cualquier persona etiquetada como 'mala' se puede volver buena. Esa va a ser mi redención”.

La prisión de máxima seguridad de Green Haven, al norte de Nueva York, parece un nubarrón acostado sobre una colina. Es una fortaleza pesada y gris que oprime con sólo mirarla, como si toda la negatividad del mundo estuviese allí dentro, aislada por un muro de nueve metros.

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