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Una noche negociando con los traficantes de refugiados
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ASÍ ES ATRAVESAR LA FRONTERA HÚNGARA

Una noche negociando con los traficantes de refugiados

Cruzamos durante la noche la frontera húngara junto a un grupo de refugiados. Los traficantes nos asaltan constantemente para ofrecernos viajes a Budapest y Viena. Todo, a pocos metros de la policía

Foto: Refugiados sirios caminan al anochecer hacia la frontera entre Serbia y Hungría, en Roszke, el 30 de agosto de 2015. (Reuters)
Refugiados sirios caminan al anochecer hacia la frontera entre Serbia y Hungría, en Roszke, el 30 de agosto de 2015. (Reuters)

La trama de delincuencia que se extiende por la frontera húngara tiene un claro epicentro: la vía del tren que atraviesa el paso fronterizo a las afueras de Roszke. Allí, la alambrada está abierta. Los refugiados llegan de Serbia confusos, a trompicones en la oscuridad mientras caminan sobre la vía. Muchos saben que la policía húngara los espera a cientos de metros de la frontera para agruparlos en un descampado, mientras esperan a los autobuses que les llevarán al campamento de refugiados cercano, donde serán registrados. No muy lejos del control policial, a unos cientos de metros, hay una gasolinera. Es el punto donde, al caer la noche, se dan cita los traficantes para, literalmente, pescar refugiados.

La policía patrulla la zona, pero los traficantes aparcan cerca de los agentes con absoluta impunidad. Decidido a seguir los caminos alternativos que llevan desde la vía del tren hasta la gasolinera, caminos que evitan a los policías, me uno a numerosos refugiados. De repente, sorpresa: ni siquiera hay que buscar un taxi a Budapest. Un joven de unos 15 años, con los ojos enrojecidos por el alcohol y que ejerce de intermediario de un conductor oportunista, me ofrece viajar a la capital por 500 euros.

El mocoso, que no me llega al pecho, me promete que el viaje será un éxito mientras me echa el humo de un cigarro en la cara. Asegura que el conductor conoce los controles policiales. Si nos detienen, dice, sobornarán a los agentes húngaros. El precio sube hasta los 3.000 euros por llevarme a Viena. Alega que si el conductor es atrapado le caerán seis años de cárcel. El riesgo para los refugiados no se menciona en ningún momento de la conversación. Rechazo la oferta y merodeo durante un buen rato por la gasolinera y sus alrededores. Compro algo de comer en una pequeña tiendita donde el humo tamiza las luces amarillentas, mientras busco una propuesta más asequible para llegar a Viena. Resulta consfuso negociar bajo las luces azules y rojas de los vehículos de la policía, que atraviesan los cristales de los coches que transportan ilegalmente seres humanos.

placeholder Un refugiado que espera para cruzar a Hungría juega con su hijo en la frontera serbia. (Reuters)
Un refugiado que espera para cruzar a Hungría juega con su hijo en la frontera serbia. (Reuters)

Camuflado entre las sombras de una parada de autbús, espero a que se marchen dos agentes que charlan animadamente mientras fuman. No tardan en abandonar el lugar. Inmediatamente, de la noche surgen pequeños grupos de refugiados y húngaros que se mueven entre los coches. Las tarifas para viajar hacia Europa Occidental son de lo más variado. Todo depende de la entereza de uno para aguantar los envites de un fornido conductor que habla con un tono violento.

Muchos de los refugiados que salen de entre los arbustos ya están acompañados por traficantes; otros deambulan con sus familias sin saber a dónde dirigirse. Pero lo más habitual es que los jóvenes se adelanten al grupo con el que viajan para negociar las tarifas del viaje o investigar la zona antes de que el resto les siga.

Traficantes a pocos metros de la policía

No pasa mucho tiempo hasta que un buen número de oportunistas, con un coche de policía a menos de cien metros, me ofrecen mejores precios para el viaje. El mismo chaval de quince años, esta vez acompañado de su supuesto padre, quien dice ser el conductor, va bajando la tarifa. Al mismo tiempo, las amenazas suben de tono, cada vez en un inglés más roto y un húngaro más violento. Me intimidan asegurando que los agentes no tardarán en venir. No quieren negociar, solo conseguir el dinero. Responden a todas las preguntas con aspavientos violentos.

Los grupos de personas que corren en las sombras y los traficantes que gritan y jalean sin miedo de nadie convierten la gasolinera en una lugar lúgubre. No creo que nadie se detenga aquí para repostar.

Solemos creer que todos los refugiados son pobres, que no tienen educación universitaria. La realidad es bien diferente. Aquí se da cita una prominente clase media a la que la guerra en Siria ha arrebatado todo y para la que este viaje supone la única forma de evitar la muerte. Puedes econtrar todo tipo de profesiones, ingenieros civiles, maestros, taxistas, funcionarios del Gobierno... Muchos son una representación de la clase media española; con una carrera, coches, casas y fondos miles de euros para emprender este viaje. El hecho de que no son tan diferentes a nosotros me facilita el hacerme pasar por refugiado y acceder a los traficantes de personas.

La frontera entre Serbia y Hungría es un punto clave en la ruta que los refugiados siguen para conseguir su objetivo de alcanzar territorio Schengen. Para la mayoría lo importante no es pasar la frontera, sino llegar a los destinos con los que sueñan: Alemania y los países nórdicos. La organización por parte de las autoridades húngaras es muy pobre. La serbia, algo mejor, al menos en lo que respecta a los campamentos de acogida. La desinformación es total y la rumorología se adueña de los refugiados en ruta. El objetivo: sembrar la incertidumbre para evitar que los refugiados pidan asilo en Hungría y, en vez de a las autoridades, vean a los traficantes como su última opción.

Tras unas cuantas horas en la zona, empiezo a ser un blanco demasiado tentador para que me asalten. Decido abandonar el lugar. Un coche de policía se me acerca cuando me marcho, aunque los agentes no parecen muy interesados en conocer mi identidad. Me presento y les informo de mi ruta de salida del lugar por seguridad. Los agentes asienten y continúo mi camino. Pocos metros después, un grupo de adolescentes en un coche familiar ofrecen llevarme a Budapest por 600 euros. Un viaje que, seguramente, terminaría en una cuneta en medio de ninguna parte, y desplumado.

La trama de delincuencia que se extiende por la frontera húngara tiene un claro epicentro: la vía del tren que atraviesa el paso fronterizo a las afueras de Roszke. Allí, la alambrada está abierta. Los refugiados llegan de Serbia confusos, a trompicones en la oscuridad mientras caminan sobre la vía. Muchos saben que la policía húngara los espera a cientos de metros de la frontera para agruparlos en un descampado, mientras esperan a los autobuses que les llevarán al campamento de refugiados cercano, donde serán registrados. No muy lejos del control policial, a unos cientos de metros, hay una gasolinera. Es el punto donde, al caer la noche, se dan cita los traficantes para, literalmente, pescar refugiados.

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