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"Antes de subirse a una patera estos chicos deben saber que Europa no es El Dorado"
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INMIGRANTES QUE, DESDE ESPAÑA, regresaron

"Antes de subirse a una patera estos chicos deben saber que Europa no es El Dorado"

Lo dejaron todo, arriesgaron su vida en el mar, trabajaron y, una década después, regresan. Viajamos a Senegal para conocer cómo comienzan, de nuevo, los que intentaron una vida mejor en España

Foto: Abdoulaye Faye, de 11 años, frente a su madre, que pertenece a una asociación que intenta que los jóvenes no emigren a Europa, en Dakar (Reuters).
Abdoulaye Faye, de 11 años, frente a su madre, que pertenece a una asociación que intenta que los jóvenes no emigren a Europa, en Dakar (Reuters).

Lo dejaron todo; arriesgaron su vida en el mar; se sintieron solos; trabajaron en todo y muchas veces en nada y, una década después, regresan a casa. Viajamos a Senegal para conocer cómo comienzan, de nuevo, los que buscaron una vida mejor en España: “A tus padres no les puedes contar ‘mamá, duermo en la calle y no he comido hoy”. Son los viajes invisibles de quienes ya no son ni de aquí ni de allí.

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“Barça ou barzakh” es un juego de palabras que casi todo el mundo conoce en Senegal. Significa: “Barcelona -por el club de fútbol- o muerte” y se refiere a la emigración clandestina. Es “vivir dignamente o morir en el intento”, explica Gora, un joven veterinario que recorre el trayecto de Dakar a Saint Louis, a bordo de un ‘siete plazas’ (un taxi compartido) destartalado. Viaja con una caja llena de conejos, que ha comprado para que críen. Se dedica a lo compra de animales enfermos, que sana y luego vende más caros. Su hermano eligió otro camino: “Es rapero -presume el chico, con el recorte de un periódico local que lleva en el móvil- y quería triunfar en Europa”. Se subió a una piragua en busca de su sueño, hace dos años. Su grupo se llama “Benation” y vive en Pamplona. Hablan por Facebook.

Djiby lo intentó “y nunca más”, refunfuña en la Iguana, un bar con aires cubanos de Saint Louis, donde ofrece servicios como guía turístico, entre cerveza ‘Gazelle’ y cigarro. Se embarcó en un cayuco en la Lengua de la Barbarie, con otras 55 personas. Querían llegar a Marruecos. En medio del océano se percataron de que el traficante les había estafado: “En algunos de los bidones había agua en vez de combustible”. Diez murieron deshidratados. Los echaron al mar.

En cada rincón de Senegal, cada persona tiene su historia directa o indirecta sobre emigración. Solo en 2006, el año con cifras récord, más de 30.000 senegaleses arribaron a Canarias, en cayucos, según la Oficina de Información Diplomática del MAEC. En 2007, lo hicieron más de 12.000 personas y en 2008, más de 9.000. En poco más de una década (2000-2013), 23.000 seres humanos murieron al intentar alcanzar las costas europeas, según datos del estudio ‘The Migrants Files’. El mar desata sueños y llantos.

Emigrar como tradición

En Senegal, los desplazamientos como estrategia para mejorar las condiciones de vida y de trabajo se han normalizado hasta un punto que se ha creado “una tradición emigratoria”, explica el profesor Jordi Garreta, del Real Instituto Elcano, quien, entre 2008 y 2009, entrevistó a 70 emigrantes senegaleses y sus familias. Ese año, un traficante entrevistado para el estudio, recibía, cada día, unas 100 peticiones nuevas para viajar a España. Todo un negocio. Ganaba unos 1.525 euros por pasajero. Viajaban entre 30 y 150 personas en cada patera, según el tamaño. Solo en tres años (2006-2008), la ruta de los cayucos -desde Mauritania y Senegal hacia Canarias- movió 45 millones de euros, según un estudio de Cruz Roja. En la actualidad, en España, residen 61.598 senegaleses, según datos del INE de 2015.

placeholder El vendedor ambulante Kissima Kebe, senegalés, en una plaza de Pamplona (Reuters).

Los que se vuelven

En los últimos años, cada vez son más los senegaleses que, tras intentar una vida mejor en Europa, regresan a casa. Unos lo hacen por convicción. Otros porque no les queda más remedio. Casi todos intentan disuadir a las nuevas generaciones de subirse a un cayuco. Son los viajes invisibles de los que ya no son ni de aquí ni de allí. Los viajes de vuelta.

En Gandiol, un pueblo de pescadores entre el río Senegal y el Atlántico, las olas escriben versos de espera. Las esposas aguardan a que sus maridos regresen del mar. Las madres a que sus hijos envíen noticias. La espera rompe en la orilla, entre botellas de plástico, palmeras, cabras que balan y niños que juegan al fútbol con camisetas del Madrid o del Barça.

“Lo que Dia pretende es romper tópicos, expone: Antes de subirse a un cayuco estos chicos deben saber que Europa no es El Dorado“

“Mar, has soportado en tu espalda a mis abuelos cuando iban hacia otros continentes, y a otros les has tragado sus almas. Hoy es mi turno, estoy en tu vientre”. Es uno de los versos que el activista senegalés Mamadou Dia escribió en su libro 3052. Persiguiendo un sueño, sobre su viaje a España en cayuco, en 2007. Tenía 21 años y estudiaba Trabajo Social, cuando se embarcó con sus dos hermanos y otras 81 personas, en un largo viaje de ocho días hasta La Gomera, Canarias. El quinto día comprobaron que estaban perdidos. El sexto día, uno de sus compañeros, Ibu, no aguantó más. El octavo día les avistó un helicóptero y reavivaron las fuerzas y los sueños. No era el final, sino el principio. “3052” son los kilómetros que separan Dakar de Murcia, donde pasó la mayor parte de su estancia en España.

Cuando llamaba a casa, Dia contaba la verdad a medias: “Con lo mal que lo había pasado, a tu madre no le puedes decir: ‘Mamá, duermo en la calle y no he comido hoy'". Se las arregló para conseguir trabajillos, entró en la Cruz Roja y después, escribió el libro. Le cambió la vida: “Desde allí, vi la cantidad de cosas que se podían hacer aquí” y se planteó el regreso a Senegal. También, por su forma, en la actualidad, de entender la emigración, “como una cosa negativa para el desarrollo de nuestro país”.

placeholder Mamadou Dia, quien pasó seis años en España, en Gandiol (Foto: Lola García-Ajofrín).

Un viaje de ida y vuelta

Mamadou Dia lo cuenta ocho años después, en Gandiol, su pueblo, al que regresó en 2013, con 25 voluntarios de Murcia. Vive a caballo entre España y Senegal. Su esposa es española y acaban de tener una niña. Conserva la sonrisa y el deje murciano. A su lado, un grupo de los voluntarios españoles prepara un gran plato de Thiebou Dyenn (un arroz anaranjado con pescado y verdura) con algunas vecinas. Dia creó la ONG “Hahatay” en torno a su libro. Trabajan en tres ejes: voluntariado, emigración y cooperación.

Uno de los voluntarios es Pablo, granadino, de 47 años y profesor de la universidad de Ceuta. Colabora con el proyecto desde el año pasado. Vino en furgoneta, a través de Mauritania. Muestra el aula infantil que están construyendo, con botellas de plástico recicladas -el gran enemigo de Senegal es la basura, que se acumula- y dos gallineros para dar a trabajo a la señoras del municipio. “Lo que Dia pretende, por un lado, es contribuir al desarrollo de su pueblo y por otro, a través de su experiencia, romper tópicos”, expone. “Antes de subirse a un cayuco estos chicos deben saber que Europa no es El Dorado”.

“Les digo: si mi historia, al final, es de éxito, imaginaos las otras”, admite tajante el activista senegalés, que asegura que, “acostumbrado a escuchar que en África la gente se muere de hambre”, él, en África, nunca había pasado hambre, “quizás por nuestra forma de vivir en comunidad, pero yo, el hambre, supe lo que era en Europa”. Cuenta que acaba de pronunciar una conferencia en una universidad cercana, en Saint Louis y otra en la Casa Cervantes, para que “la gente sepa lo que les espera si se suben a una de esas barcas”.

El espejo roto

-"¿Y la vuelta, cuesta?", pregunto.

Sentado en el suelo, de tierra, sobre una alfombra de colores, junto a un barreño de arroz y un aceite de Palma, Dia responde sin inmutarse: "Cuesta mucho. Por los choques culturales, cosas que me había acostumbrado a ver de otra manera. Además, estamos hablando de que yo he vuelto a un pueblo”, aclara. “Por ejemplo, en España, había dado por hecho que, como era mayor, mi vida era mía y no tenía que dar explicaciones a nadie. Aquí es distinto”, apunta.

En un momento de la conversación su madre se acerca y le pregunta dónde va a comer. “Lo ves”, bromea el chico.

Ni todo es maravilloso allí ni todo es malo aquí. Debemos desmitificar Europa y empezar a valorar esto

El escritor libanés Elias Khoury recurre a la imagen del “espejo roto” para definir a los emigrantes que regresan, los que ya no son ni de aquí ni de allí o tal vez, son un poco de los dos sitios. En su libro, Karim, el protagonista, durante la década que vivió en Francia, “había soñado con el olor a manzana mezclado con el olor del café”, que “era el olor de su infancia". “Antes no entendía el olor de la infancia. Para llegar a comprenderlo tuvo que irse al extranjero y recordar a su padre”, narra el autor. En Montpellier, Karim sufría por la pérdida de aquel olor, que no sabía cómo describir a sus esposa, francesa; en Líbano, al abrir el frigorífico, le olía a manzana podrida.

“Así que, sí, los primeros meses fueron muy difíciles pero súper interesantes, también, porque había muchas cosas de las que me estaba deshaciendo y que veo importante retomar como el tema de vivir en comunidad”, continúa el activista senegalés. “Ni todo es maravilloso allí ni todo es malo aquí”, resuelve. “Los senegaleses debemos desmitificar Europa y empezar a valorar esto”.

Empezar de cero, a los 35

A unos 50 kilómetros al norte de Saint Louis, Issa Ka, a los 35 años, ha vuelto a empezar de cero. A unos les parece bien su regreso a Senegal, “otros piensan que estoy loco: consigue irse a Europa y ahora, se vuelve”, le recriminan a este joven senegalés, quien, tras pasar siete años en Bilbao, pensó que “estaba perdiendo el tiempo en España” y se acogió a un programa de Retorno voluntario. Ka volvió a Ross Béthio, su pueblo, en 2014, con las ideas muy claras: “Sabía que me había ido del campo y que volvía al campo”. Ahora trabaja en los terrenos de su padre, donde coordina a un grupo de temporeros que cultivan arroz.

Cuando Ka viajó a España, en 2007, “como todo el mundo, pensaba que, en Europa, el dinero se caía de los árboles. Quería mejorar mi vida, encontrar trabajo”, admite. En Bilbao, trabajó, pero no como se imaginaba: “Trabajaba un día sí, otro día no, de vez en cuando nada, hice un montón de cosas, hasta el año pasado, que me dije: si esto no cambia me voy. Volví en 2014”. “Si te vas a Europa a buscarte la vida y no la encuentras, ¿para qué seguir?, te estás engañando a ti mismo”, sentencia.

Este joven agricultor anima a otros senegaleses a emprender en su país: “Si la gente luchase aquí como al final tienen que luchar en España para salir adelante, conseguirían algo. Solo con los 3.000 euros que cuesta subirse a un cayuco, en Senegal se podrían hacer tantas cosas, aunque sea abrir un tienda pequeñita de caramelos o alimentos”, apunta.

placeholder Issa K (derecha) (Foto: Roberto Gamarra).

Emprendedores y cualificados

Pero la decisión de emigrar en Senegal es un fenómeno complejo que va más allá de la mera subsistencia. Los sueños de las personas no son una ciencia exacta. El modelo denominado ‘Push-Pull’ (empuje-tracción), que contempla la pobreza como la principal causa de migración masiva en África, “resulta inconsistente con la evidencia de que los emigrantes que llegan hasta nuestras costas no son, en general, los más pobres”, explica el profesor José Ignacio Urquijo, en el artículo ‘Causas de la emigración subsahariana’, donde expone que, por lo general, la salida “responde a una elección consciente tomada para mejorar su perspectiva individual y la de su comunidad”.

Y los que se van son muchas veces los que más hacen falta para el desarrollo interno. Por ejemplo, entre 2007 y 2008, tres de cada cuatro inmigrantes que llegaron a España en cayuco desde Senegal y Mauritania contaban con un nivel medio de estudios y más del 75% superior a la enseñanza básica, según datos de Cruz Roja. “Graduados que desean emprender e independientes: lo que no se dice de los migrantes”, titulaba recientemente la revista francesa ‘Humanité’, en relación a los jóvenes que llegan a Calais -un 21% con estudios universitarios y un 35% con estudios medios, según una encuesta de Cáritas Francia-. En el mundo, la OCDE estima que el número de graduados universitarios migrantes creció un 70% durante la pasada década.

Pensionista y a Senegal, en Bla Bla Car

El trayecto de José es el mismo que Dia y Ka hicieron de regreso a casa (España-Senegal), solo que él es español y está jubilado. Apoyado en la barra de un bar de Joal Fadiouth, frente a un póster del Che Guevara y un gran calendario con la imagen de Jesucristo, bromea divertido con que ha vuelto a la infancia: “A los pantalones cortos y a las cabras por la calle”. Viste camiseta blanca y bermudas. A Senegal le llevó la necesidad. “No me llegaba la pensión y hubo meses que tuve que pedirle dinero a mi hermana”, argumenta. Pensó que en África o en Sudamérica la vida sería más barata. Le da miedo el avión y por eso, se decantó por Senegal. Cuenta, como si nada, que viajó a Dakar a través de Bla Bla Car, con “un senegalés muy simpático que venía de Paris”. Tardaron diez días porque el chico vendía y recogía mercancía por el camino. Siete meses después, vive en una gran casa frente a la playa, está aprendiendo francés y chapurrea el ‘wolof’. “Ya ves, a mi jubilación, a empezar de cero”, cuestiona.

En 2014, hubo más extranjeros que se fueron de España (330.559 personas) que los que llegaron (265.757), según los últimos datos del INE. Y emigraron 78.785 españoles, de los cuales 50.249 eran nacidos en España.

Lo dejaron todo; arriesgaron su vida en el mar; se sintieron solos; trabajaron en todo y muchas veces en nada y, una década después, regresan a casa. Viajamos a Senegal para conocer cómo comienzan, de nuevo, los que buscaron una vida mejor en España: “A tus padres no les puedes contar ‘mamá, duermo en la calle y no he comido hoy”. Son los viajes invisibles de quienes ya no son ni de aquí ni de allí.

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