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Cosecha de odio en los olivares palestinos
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"TOMARON MI TIERRA. ME QUITARON MI SUSTENTO"

Cosecha de odio en los olivares palestinos

Aiman entra en su propiedad sólo unos días al año para recoger aceitunas. Las que no roben los colonos serán pisoteadas; los árboles, talados o quemados

Foto: Una mujer palestina trabaja en un olivar durante la cosecha en Khan Younis, al sur de la Franja de Gaza. (Reuters)
Una mujer palestina trabaja en un olivar durante la cosecha en Khan Younis, al sur de la Franja de Gaza. (Reuters)

Aiman Sheij Ibrahim señala al frente con furia. Su dedo marca las hermosas casas de tres plantas, con tejado a dos aguas, rodeadas de viñedos, del vecino asentamiento de Talmon. “Ellos tomaron mi tierra. Me quitaron mi medio de vida y mi dignidad. Y a nadie le duele este robo”, explica, a ratos hundido, a ratos histérico.

Aiman es uno de los agricultores palestinos que han visto cómo los judíos han tomado sus tierras de labor, sus olivares, dentro del imparable proceso de ocupación israelí de Cisjordania. En los años 80 llegaron los primeros “vecinos”, cuya presencia es ilegal según las sucesivas resoluciones de Naciones Unidas. Se fueron haciendo fuertes con la protección del Gobierno de Israel. Y hoy son los que dominan la loma verde, el agua de la zona, las carreteras por las que transitan sus tractores y camiones. A sus más de 60 años, Aiman tiene que soportar que sólo le dejen pasar a su propiedad unos días al año, ahora, para recoger aceitunas. Sabe que serán pocas: las que no hayan robado los colonos estarán tiradas y pisoteadas y los árboles, talados, quemados o envenenados. Lo único que cosecha a manos llenas es odio contra quienes le quitan lo suyo.

El daño es más escandaloso aún si se tiene en cuenta que la aceituna supone el 25% de la renta agraria de los territorios ocupados y que da trabajo a 100.000 personas. Una de cada tres mujeres trabajadoras es aceitunera. La vandalización del campo pone en riesgo no sólo el escaso empleo en una zona que roza el 40% de paro, sino la riqueza propia de la venta del fruto y del aceite, que el Ministerio de Agricultura palestino calcula en unos 72 millones de euros anuales. “(La ocupación y los ataques) socavan los medios de vida de los palestinos y aumentan la dependencia de la ayuda (internacional)”, denuncia Rawley.

"Encontramos 60 troncos. Nada más. Los habían talado"

El problema no sólo es el daño causado, sino la impunidad de la violencia contra los olivares. La ONG israelí Yesh Din ha elaborado un informe en el que desvela que han sido denunciados 246 casos en los últimos nueve años, pocos, debido al miedo de los palestinos a entablar una pelea legal con los colonos. De ellos, apenas cuatro han acabado en una acusación formal, ya que los jueces y fiscales han entendido que no había pruebas suficientes para procesar a nadie. El 96,6% de los casos quedan sin castigo, sostiene la asociación.

Las familias piden año tras año a Israel un permiso para, al menos, entrar durante los días de campaña. Menos de la mitad de ellos lo obtienen

Hashem Yasuf, junto a su esposa Nisma y su nuera Nidal, es un afortunado. Desde hace dos años, puede entrar a sus campos de Beit Furik, donde casi se toca la colonia de Itamar. Durante una década fue imposible cruzar la alambrada imaginaria que los separaba de su tierra porque la presencia de adolescentes armados y de cuadrillas de soldados que los protegían hacía inviable la cosecha. El problema es que ya no había nada que recolectar.

“Cuando en 2012 entramos por primera vez nos encontramos con 60 troncos de olivo. Nada más. Los habían talado. La tierra de alrededor estaba quemada, habían dejado las raíces al aire. No es que no podamos recoger, es que hemos tenido que empezar de nuevo con el trabajo de muchas generaciones pasadas”, se duele.

“Estos colonos se imponen por la fuerza. Nosotros somos las víctimas, pero es a ellos a quienes protege Israel. Cada vez que intentábamos acercarnos a un olivo nos tiraban piedras o cargaban contra nosotros en caballos, al galope. Han herido a varios de mis nietos. Mi hijo tiene una bala en una pierna…”, dice antes de sollozar. Sólo en las dos últimas semanas se han producido diez ataques físicos contra palestinos, que han dejado una mujer y tres niños heridos. Porque la aceituna es cosa de familias completas, que se unen en estos días para la recolección y llenan los caminos y las laderas de las pedregosas montañas cisjordanas.

Elias B., un voluntario de la ONG israelí Rabinos por los Derechos Humanos, recuerda que hay incluso una prohibición bíblica que impide hacer daño a un árbol, y menos destruirlo. Lo explica mientras hace de escudo humano para los agricultores de la zona de Nokdim, el asentamiento a la vera de Belén donde vive el ultraderechista ministro de Exteriores de Israel, Avigdor Lieberman. Su presencia es esencial para evitar ataques, ya que también en este caso hacía diez años que no podían entrar en el campo. La tensión es diaria, con cuadrillas de colonos que tiran piedras y cócteles molotov contra los trabajadores árabes. “Los soldados miran para otro lado”, denuncia el voluntario, universitario de Jerusalén. Sabe que se juega el tipo y su carrera, señalado por izquierdista y propalestino. Pero no cede. Sonríe y se encoje de hombros. “Estoy aquí porque es injusto lo que hacen a esta gente. Ayer conocí a un señor de 80 años de Hebrón al que han permitido que coja aceituna en seis de sus casi 200 olivos. ¿Eso no es una burla? Estamos pisoteando la dignidad de los palestinos y nos va a estallar en la cara”, reflexiona.

El deterioro de la convivencia en Jerusalén es casi total

La situación en los olivares no es nueva. Los choques y las pérdidas son constantes sobre todo desde la Segunda Intifada, 2007 aproximadamente. La violencia en el medio rural se complementa estos meses con la fiebre generalizada que sufre Jerusalén, donde el deterioro de la convivencia es casi total. La ciudad triplemente santa, partida en dos, el lado israelí y el lado palestino ocupado, estalla cada noche desde que, el 12 de junio, fueron secuestrados tres estudiantes judíos en el sur de Cisjordania y el Ejército comenzó a realizar redadas masivas que acabaron con más de 600 detenidos, de muchos de los cuales hoy se desconoce su estado y los cargos que se les imputan.

‘Cuando en 2012 entramos por primera vez nos encontramos con 60 troncos de olivo. Nada más. Los habían talado. La tierra de alrededor estaba quemada, habían dejado las raíces al aire’, cuenta Hashem

Luego vino el asesinato en venganza del adolescente Mohamed Abu Khadir, más los 51 días de ofensiva en Gaza, las visitas reiteradas de judíos radicales a la Explanada de las Mezquitas -expediciones que antes eran insólitas, un par al año, y hoy son rutina gracias a Moshe Fleigin, un extremista del Likud, el partido del primer ministro Benjamín Netanyahu- y la ampliación de colonias, desde nuevas urbanizaciones en el este de Jerusalén a bloques sueltos –un agujero tras otro y tras otro– en pleno corazón de Silwan, uno de los barrios más contestatarios del oeste palestino.

El resultado son cargas policiales diarias, detenciones por decenas, heridos entre los jóvenes palestinos y los policías israelíes y ataques mayores, como el atropello masivo del pasado miércoles, “atentado” según el Gobierno, que dejó un bebé y una chica de 22 años muertas en la plataforma del tranvía jerosolimitano. Mahmoud Zaher, portavoz de Hamás, no reivindicó el atropello como un atentado, pero avisó de que estas son “las cosas que pasan cuando actúa la resistencia; la escalada en la ciudad es la solución a la agresión israelí”. Netanyahu ha desplegado casi 2.000 agentes más en la ciudad para vigilar cada esquina y promete “restaurar la calma”, lo que hace temer más mano dura.
“Los elementos islámicos extremistas tratan de incendiar la capital de Israel”, repite el primer ministro. El guiño islamista busca el apoyo de Occidente, pero, aunque el extremismo esté al alza en los territorios palestinos tras el asedio de Gaza, el fondo es más hondo, más viejo, más extenso, nace de la rabia, de la urbana y del campo. El otoño caliente, este año, va más allá de los campos de aceitunas.

Aiman Sheij Ibrahim señala al frente con furia. Su dedo marca las hermosas casas de tres plantas, con tejado a dos aguas, rodeadas de viñedos, del vecino asentamiento de Talmon. “Ellos tomaron mi tierra. Me quitaron mi medio de vida y mi dignidad. Y a nadie le duele este robo”, explica, a ratos hundido, a ratos histérico.

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