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Esperanza entre escombros: crónica del primer día después de la guerra de Gaza
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LA FRANJA COMIENZA A VER LA LUZ

Esperanza entre escombros: crónica del primer día después de la guerra de Gaza

El desastre hace parecer que la felicidad, por inesperada, sea más intensa. En Gaza sonríen porque, pese al sufrimiento, la guerra ha terminado

Foto: Palestinos sentados entre los escombros en Gaza. (Reuters)
Palestinos sentados entre los escombros en Gaza. (Reuters)

El desastre hace parecer que la felicidad, por inesperada, sea más intensa. La gente en las calles de Gaza sonríe porque, a pesar del sufrimiento, sienten que no sólo están viendo la luz al final del túnel, sino que ya están saliendo de él: “¡Se acabó la guerra, se acabó la guerra!”, cantan los niños que llevan tres semanas viviendo en un parque frente al hospital Al Shifa.

Tal vez no sean conscientes de lo que va a enfrentar Gaza en el camino a la reconstrucción. Todo depende de las negociaciones que palestinos e israelíes, con mediación de egipcios y estadounidenses, están llevando a cabo en El Cairo. Pero si ya las cosas serían complicadas en circunstancias normales, Gaza padece un bloqueo que dura ya siete años y que el gobierno de Netanyahu se niega a levantar. Ahora la Franja necesita enormes cantidades de materiales de construcción y los israelíes temen que el cemento y las barras de metal destinadas a recomponer casas y hospitales acaben siendo utilizados en los temidos túneles del grupo islamista. Su modernísimo Ejército todavía está consternado por las 64 bajas sufridas a manos de la rudimentaria guerrilla de Hamas y ejercerá presión para bloquear los envíos.

Gaza es una región que ha pasado por muchas guerras pero, aún con todo, los daños provocados en las últimas cuatro semanas son extraordinarios: todavía hay muchos cuerpos atrapados entre los escombros pero, hasta ahora, se cuentan 1.868 muertos (de los que 426 son niños y 246, mujeres), 9.653 heridos (incluidos 2.877 niños y 1.853 mujeres), 5.510 casas demolidas y 30.920 dañadas, 188 escuelas y 24 instalaciones médicas afectadas, la única planta de energía eléctrica quedó casi inutilizada (el servicio quedó limitado a dos horas de luz al día), dos de cada tres habitantes se quedaron sin agua y nada menos que 490 mil personas están desplazadas: más de uno de cada cuatro gazatíes.

Los adultos sí pronostican lo que viene. Ya han pasado por periodos posguerra y saben que, después del enfrentamiento más prolongado, sangriento y desgastante, las cosas serán más difíciles todavía, y el trato con los israelíes, más complicado. “Tenemos miedo de ir a casa”, admite Osama Rayan, de 50 años, instalado como señor en medio de los adolescentes de su familia de 35 miembros, en el mismo parque del hospital Al Shifa. “Creíamos que el alto el fuego del lunes no iba a ser respetado por el Ejército. Y no lo fue: algunas personas de aquí fueron a Beit Hanoun y los hirieron. Pero ahora sí se callaron todas las armas y creo podríamos ir. Yo pregunto: ¿a encontrar qué? Los vecinos me han dicho que los jets F-16 hicieron cenizas todo mi barrio de Shojaiya. Yo estoy contento porque terminó la guerra y ahora no quiero ir ahí a llorar”.

Los empleados públicos salen de la invisibilidad

La policía ha regresado a los cruces, en su esfuerzo por ordenar un tráfico que, si bien es dinámico por la audacia típica de los conductores árabes, resulta bastante menos caótico que los de ciudades cercanas como Ammán o El Cairo. Hasta ahora, ellos, como cualquier otro representante del gobierno local, estaban escondidos o camuflados con ropas civiles. Para las cámaras de los drones, que siguen volando sin pausa sobre sus cabezas, constituyen un objetivo tan apetecible como los combatientes de la resistencia palestina. Así que todos, uniformados y enmascarados, se especializaron en trucos de invisibilidad.

Vídeo: Día 1 después de la guerra

Su presencia contribuye a dar esperanza a los gazatíes. No porque simpaticen con Hamás, sino porque el hecho de que empleados públicos y militantes hayan dejado los escondites demuestra que los líderes confían en que se llegará a un acuerdo y que, en el corto plazo al menos, los pobladores no volverán a pasar noches con un fondo sonoro de explosiones y preguntándose si despertarán.

En Maghazi, un antiguo campo de refugiados que hoy está plenamente urbanizado, cerca de la frontera este con Israel, Ismaíl Hasan Limsadr, de 40 años, y sus seis hermanos, todos granjeros, se negaron a abandonar su casa a pesar de los ataques. Sólo enviaron a las mujeres y los niños a un albergue de la ONU. “Me quedé porque es mi tierra, todo lo que tengo, ¿qué más voy a hacer?” Sus rostros, amables e incluso sonrientes, no lo demuestran, pero están bien claras las huellas del horror que deben haber vivido, con explosiones enormes a un lado. En medio de su huerta de limoneros hay un cráter inmenso, de unos cinco metros de profundidad. Muestran otro más pequeño, de tan solo tres metros… pero que está a seis pasos de la casa. Falló por un pelo.

Por un tiempo, además, los Limsadr vivirán prácticamente sin vecinos. El muro de bloques que delimita su propiedad fue derribado por el desplome del edificio de cuatro plantas que se levantaba del otro lado de una calle estrecha. Los pilares más altos cayeron lateralmente e invadieron el patio de los Limsadr. Ahí vivían los 16 miembros de la familia de Mohamed Zohir Abu Libd. Ninguno murió porque, a diferencia de los Limsadr, los Abu Libd se marcharon en cuanto empezaron a llover bombas. Tal vez por esto, Mohamed Zohir, que con sus hermanos está buscando entre los escombros para rescatar lo que se pueda, sonríe al mostrar un retrato de él mismo, unos diez años más joven.

Compartiendo los restos del desastre

El verdadero tamaño de la devastación sólo se aprecia cuando se atraviesa un pasillo, relativamente intacto, para entrar al corazón de la manzana: es una imagen que recuerda tanto a las zonas más afectadas de Alepo como a Dresde, la ciudad alemana hecha añicos por los aliados al finalizar la Segunda Guerra Mundial. En toda la manzana, ningún edificio quedó libre de daños aún mayores. Veintiséis están hundidos, desparramados sobre sí mismos. Cada uno de ellos estaba habitado por familias extensas, a la usanza palestina, pero parece que no ha habido ningún muerto. No golpea el hedor a cadáver viejo que predomina en otras zonas devastadas: por suerte, todos escaparon a los refugios, donde la mayoría seguirán viviendo por bastante tiempo.

Los Abu Libd, los Rayan, los Mansour y demás clanes, con apoyo de los Limsadr, se han puesto de acuerdo para organizar todo lo que rescaten y compartirlo: las construcciones han caído unas encimas de otras, de modo que es imposible estar seguro de a quién pertenece tal puerta o tal colchón .salvo las posesiones más personales-, y lo compartirán todo. No es mucho. Mientras los jóvenes remueven piedras y marañas de cables, los mayores colocan la ropa y otros objetos en grandes bolsas azules.

Sonríen al ver al reportero, se hacen fotografiar con los dedos en V en medio de la destrucción, traen refrescos para obsequiar, rebuscan en sus conocimientos de México para hacerle algún chiste sobre su patria a quien escribe esta crónica, ríen… Se acabó la guerra.

El desastre hace parecer que la felicidad, por inesperada, sea más intensa. La gente en las calles de Gaza sonríe porque, a pesar del sufrimiento, sienten que no sólo están viendo la luz al final del túnel, sino que ya están saliendo de él: “¡Se acabó la guerra, se acabó la guerra!”, cantan los niños que llevan tres semanas viviendo en un parque frente al hospital Al Shifa.

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