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Cadáveres derretidos, escombros y hedor: lo que encuentran los palestinos al volver
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Las breves treguas sirven para que miles regresen por unas horas

Cadáveres derretidos, escombros y hedor: lo que encuentran los palestinos al volver

Los vecinos de Khuzaa regresaron a sus casas aprovechando la breves horas tregua. 'El Confidencial' viajó con ellos. Esta es la crónica de su espanto

Foto: Momento de tregua en Khuzaa. Foto: Témoris Grecko
Momento de tregua en Khuzaa. Foto: Témoris Grecko

En Khuzaa no había lugar para las alegrías ingenuas que se extendieron sobre el resto de Gaza a las 8 de la mañana del viernes, cuando empezó un cese al fuego que debería haber sido de 72 horas y no duraría ni dos. No es que se trate de un lugar donde se enseñen las doctrinas del realismo pesimista, sino que ya desde el principio, los habitantes que -como tantos aquí- quisieron aprovechar la tregua para regresar a sus hogares, confirmaban sus sospechas de que la destrucción era masiva.

No estaban preparados, sin embargo, para lo que escondía este pueblo del sur de Gaza, dependiente de la ciudad de Khan Younis, que fue tomado por el ejército de Israel el primer día del inicio de su ofensiva terrestre, el 17 de julio. Su desocupación, durante la noche del jueves al viernes, abrió una puerta ancha y alta.Pero no a la esperanza, sino al horror.

Para bloquear el acceso, los soldados habían destrozado la carretera y los vehículos no podían aproximarse a menos de un kilómetro. Era el sitio donde esperaban las ambulancias y hasta ahí, entre construcciones devastadas, grupos de jóvenes trasladaban cadáveres horriblemente quemados utilizando mantas como si fueran camillas.

Acercándose a pie, bajo un sol inhóspito, se percibía poco a poco el tamaño del espanto. No había una sola construcción que no hubiera sufrido daños. Muchas estaban en tal ruina que resultaban irreconocibles. Un árbol se mezclaba con columnas desnudas que parecían imitarlo, alzándose por encima de los montones de escombros.

Debajo, había cadáveres. No hacían falta perros entrenados para detectarlos: el hedor aullaba. El mismo que envolvió a los militares israelíes durante las dos semanas que estuvieron ahí, sin darse a la tarea de rescatar los restos humanos. Se la dejaron a los que vendrían después.

Como a quienes comprendieron que ese pequeño coche de madera, volteado y enterrado hasta la mitad en un cerro de arena, iba tirado por un hombre humilde que ahora, seguramente, yacía oculto, sepultado por la explosión. Una veintena de chavales se afanaban por escarbar, mientras otros buscaban unos metros más allá, entre las piedras de un edificio derribado. Por aquí y por allá, se podían ver trozos de personas. Algunas de ellas todavía conectadas, aparentemente, a un cuerpo escondido. Otras no. Casi todas mostraban las huellas del fuego, de lo que debe haber sido un bombardeo incesante. Tantas vidas segadas que, hasta ahora, no estaban en la cuenta del millar y medio de palestinos víctimas fatales de esta guerra.

A falta de mejor transporte, pequeños carromatos tirados por burros servían de plataforma para apilar los despojos. Largas figuras envueltas en tapetes. Los hombres hacían su trabajo con hipnótica fortaleza, como no queriendo pensar en el sentido de sus movimientos, automatizándolos para proteger el corazón. En medio de la tragedia, la urgencia de limpiar para reconstruir cancelaba el tiempo de lamentarla.

Al final del pueblo, estaba la casa maldita. El hedor que hacía estremecer a todos en las calles, se iba intensificando desde la entrada, al caminar por el jardincillo y mucho más al pasar la puerta. Hedor de muerte concentrada. Al frente, una cocina, con charcos de sangre vieja y un rocío de impactos de bala en la pared. A la derecha, un cuarto con la puerta desvencijada yla cama rota. Entre ambos, un baño. El baño más doloroso del mundo.

Acababan de llevarse los cuerpos. A los vecinos que llegaron muy temprano los abrazó la potencia de la peste y encontraron los cadáveres. Eran entre seis y ocho: no sólo eran irreconocibles como personas sino como organismos integrados, por lo que nadie estaba seguro de qué habían sacado. Ni siquiera la ropa ayudó a establecer si eran adultos, niños o mujeres: habían sido destrozados a balazos, amontonados en ese baño -donde había charcos de algo que fue sangrellena de gusanos y una 'viruela' deimpactos de proyectiles en la pared— y abandonados por días o semanas, hasta que las carnes roídas por la fauna minúscula y microscópica perdieron forma y consistencia.

“Estaban como derretidos”, explicó Naban abu Shaar, un chico de 21 años que aseguró haber sido el primero en encontrar los cuerpos. “Llegué al baño y los vi apilados en la esquina”. Ante la pregunta de cuál fue su impresión, hizo un movimiento de la mano señalando la destrucción de su pueblo. Tal vez no lo esperaba pero tampoco se sorprendió.

placeholder Foto: Témoris Gecko.
Foto: Témoris Gecko.

Algunos entre los periodistas más endurecidos salieron de ahí vomitando. En el jardincillo, esperaba Mohammad Abu al Sharif, el dueño de la casa, que había retornado a ella después de que sacó a su mujer y cuatro hijas de ahí para salvarlas de los primeros bombardeos, el 13 de julio. Dijo que no podría decir si alguno de los cadáveres correspondía a uno de los nueve miembros de su familia que dejó ahí, entre quienes no aclaró si había combatientes.

En ese lapso, las circunstancias cambiaron. Ocupados en la búsqueda de vecinos muertos, los pobladores no tenían manera de enterarse de que el alto el fuego se había roto. Lo descubrieron cuando los empezaron a matar. Se escuchaban disparos de tanque en las cercanías y los jóvenes ya no llevaban cadáveres podridos y calcinados, sino cuerpos de hombres recién heridos. Intentaron colocar a uno de ellos en un carrito de madera, pero en el último momento se arrepintieron y casi tiran a la persona al suelo. Una inspección cercana reveló el motivo: en la plataforma aún había sangre y pedazos de carne de su remesa anterior.

Donde se ha transportado a muertos podridos no se debe colocar a quienes todavía pueden vivir. Sería como exponer las alegrías ingenuas a la brutalidad. Como ocurrió este viernes cuando la esperanza de Gaza fue ahogada por los aviones de Israel y los cohetes de Hamas.

En Khuzaa no había lugar para las alegrías ingenuas que se extendieron sobre el resto de Gaza a las 8 de la mañana del viernes, cuando empezó un cese al fuego que debería haber sido de 72 horas y no duraría ni dos. No es que se trate de un lugar donde se enseñen las doctrinas del realismo pesimista, sino que ya desde el principio, los habitantes que -como tantos aquí- quisieron aprovechar la tregua para regresar a sus hogares, confirmaban sus sospechas de que la destrucción era masiva.

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