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“Ninguna mujer nace puta”
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SONIA SÁNCHEZ, ACTIVISTA Y EXPROSTITUTA

“Ninguna mujer nace puta”

Durante seis años fue prostituta en las esquinas de Buenos Aires, y traficada al Sur de Argentina. Pero rompió sus cadenas para luchar contra la prostitución

Foto: La exprostituta y activista contra la explotación sexual Sonia Sánchez.
La exprostituta y activista contra la explotación sexual Sonia Sánchez.

Durante seis añosfue prostituta en las esquinas de Buenos Aires, y traficada al sur de Argentina. Un día rompió sus cadenas y desde entonces escribe libros y da charlas en las que le devuelve a quien escucha, como un espejo, el dolor y la vergüenza que sienten las putas, relegadas al lugar más miserable de una cadena social erguida sobre la hipocresía y la violencia patriarcal.

A los 16 años, Sonia Sánchez decidió emigrar a Buenos Aires en busca de una vida mejor. La recogió una familia burguesa que la empleó como mucama (empleada doméstica) a un precio de saldo, hasta que ella descubrió leyendo el periódico que se pagaban salarios mucho más altos, y decidió salir de allí. El problema es que el dinero se le agotó rápidamente. “Dos días después estaba sin plata, ni para volver a casa ni para pagar dónde dormir. Pasé cinco meses en la calle; dormía de día, en el tren”, relata Sonia a El Confidencial.

Un día cualquiera, en la plaza Once, en pleno centro de Buenos Aires, entabló conversación con una mujer y le contó su situación. Ella le dio algo de dinero para pagarse una ducha en un hotel y le dijo que, al volver, se sentara en la plaza. “¿Y qué hago?”, preguntó, con la ingenuidad de sus 16 años y de una infancia rural. “Nada, los hombres lo van a hacer todo”, contestó la mujer. “Y me hicieron la puta de todos y todas”, concluye Sonia.

Durante seis años, fue prostituta en las esquinas de Buenos Aires. Hoy, rotas las cadenas, Sonia Sánchez sólo tiene un objetivo: llamar la atención sobre un problema enquistado

A partir de ahí, se sucedieron losaños de esquina y burdel, de “8.000 varones que pasaban por mí al año”, calcula Sonia. Hasta que un día se rebeló contra una sociedad hipócrita y rompió sus cadenas aprendiendo a decir las cosas por su nombre; a utilizar la crudeza de esas palabras como un espejo con el que enfrentar al otro con su propia hipocresía.

Hoy, a sus 49 años, Sonia Sánchez imparte charlas en escuelas y cárceles, da cursos de capacitación a policías y empleados judiciales y escribe libros (como Ninguna mujer nace para puta y La puta esquina. Campo de concentración a cielo abierto). Su discurso cumple su objetivo: llama la atención sobre un problema enquistado que, como insiste Sonia, no es de las putas, sino de toda la sociedad.

El Estado proxeneta

En una terraza del barrio porteño de San Telmo, Sonia nos cuenta su historia con diligencia, pero sus ojos siguen reflejando rebeldía cuando describe la soledad de la esquina, la hipocresía del Estado y de las ONG y la larga cadena de complicidades que sostiene el negocio de la prostitución en Argentina. “Vengo de una familia muy pobre del Chaco (una provincia al norte del país). Éramos siete hermanas; desde los cinco años trabajé cosechando algodón. A los 15, no teníamos ni para comer. Y decidí viajar a Buenos Aires en busca de un futuro mejor”, recuerda. Por eso, Soniaafirma que “la pobreza es violencia” y que el Estado “es proxeneta, porque viola los derechos económicos, sociales y culturales de mucha gente” y sostiene a las mujeres en la prostitución.

En la prostitución, cree Sonia, nunca se elige. Siempre hay coacción, aunque no lo parezca a simple vista

El hambre y la vulnerabilidad fabrican putas, y lo grave es que hoy la explotación sexual está organizada y globalizada. ¿Por qué hay planes asistencialistas pero no de restitución de derechos?”, se pregunta Sonia.

Sabe de lo que habla: esas redes globales de la trata, de las que tanto se ha escrito en Argentina en los últimos años, la llevaron a un burdel en Río Gallegos, al sur del país, en una región donde “en algunos pueblos hay dos prostíbulos por cuadra. La hipocresía es total; en Argentina los burdeles están prohibidos, pero sacan su licencia como peluquería o como licorería, y obligan a las mujeres a pasar revisiones médicas”, afirma Sonia. Ella pasó cinco meses encerrada en un prostíbulo para gente vip. “Cómo salí de aquello y volví a Buenos Aires, no lo recuerdo, debe de ser porque fue traumático. Sólo sé que volví a Flores (un barrio porteño) con 44 kilos”. Y siguió como estaba antes: “En la puta esquina, a cielo abierto”, sin fiolo(chulo), y pagando el precio de su libertad. “La policía iba antes a por las que no teníamos fiolo, y nos metían 21 días en la cárcel”.

La trata de mujeres de las provincias del norte de Argentina, la región más pobre, a Buenos Aires y al sur del país no es nada nuevo, como muestra la experiencia de Sonia de hace unos treinta años. “Nosotras muchas veces lo denunciamos, pero nunca nos hicieron caso, hasta que llegaron unas académicas, blancas y de clase media, y dijeron que existía la trata en Argentina”. El tema se volvió mediático y se ganó un lugar en la agenda política con el caso de Marita Verón, una mujer de clase media secuestrada en 2002, prostituida y asesinada. Su madre, Susana Trimarco, investigó por su cuenta todo lo que el Estado no quiso, y concluyó que, desde la policía a la clase política, pasando por la justicia, formaban parte, por acción u omisión, de la cadena de complicidades de las redes de trata, desde las rutas de transporte a los burdeles.

Los parásitos de las ONG

A partir de ahí, “comenzaron a surgir como hongos ONG de lucha contra la trata. Yo los llamo parásitos: no te matan, pero sí viven de ti. Su discurso está muy bien trabajado para dividir a las putas: están las tratadas, que son las víctimas, las buenas; y están las de plaza Once, que son las malas, porque lo eligieron”. Pero en la prostitución, cree Sonia, nunca se elige: “Siempre hay coacción, aunque no lo parezca a simple vista”.

Esa misma condición de parásitos le merecen a Sonia los sindicatos. Ella militó en la organización AMMAR (Asociación de Mujeres Meretrices en Argentina por Nuestros Derechos). Sonia recuerda cómo, hacia 1998, llegó de instituciones internacionales mucho dinero para financiar campañas de protección del sida y otras enfermedades de transmisión sexual; pero como ellas no tenían personalidad jurídica, se aliaron con la Central de Trabajadores de la Argentina (CTA). Sonia cree que los sindicalistas les robaron la voz, y que las ONG las redujeron a “boca, vagina y ano” al levantar la única bandera del sida y las ITS y del reparto de preservativos –o forros, como se les llama informalmente en Argentina–. Por eso, un día, en medio de una charla, Sonia le espetó a los conferenciantes: “¡Tomen sus forros y devuélvannos nuestros cuerpos!”

Nosotras lo denunciamos muchas veces, pero nunca nos hicieron caso, hasta que llegaron unas académicas, blancas y de clase media, y dijeron que existía la trata en Argentina

La plata de esas ONG llegó de la mano de una nueva identidad: la de la trabajadora sexual. Yo digo que es una identidad fálica, que te retiene en la esquina, que te instala en la cadena masculina de la explotación. Esas ONG que hablaban por nosotras nunca cuestionaron a los fiolos, y mucho menos al prostituyente (cliente)”. Sonia se niega a hablar de “clientes”: habla de “torturador-prostituyente”. Porque la puta “no ofrece un servicio ni hace un trabajo; el varón no compra sexo, sino que practica la violencia como sexo, compra el derecho a humillarte. El 90% de los hombres que van a putas son violentos, y han sexualizado la tortura”. Sonia terminó rompiendo con las compañeras de AMMAR, en busca de su propio lenguaje.

Hoy, realiza talleres de capacitación a agentes de la policía en el sur del país, el principal destino de mujeres traficadas por las redes de trata. “Ellos hacen los allanamientos de prostíbulos y están muy involucrados en la violencia que se ejerce contra las mujeres prostituidas. Deben entender que son parte, y decir también basta. Me costó trabajar con ellos, porque los veía como el enemigo, pero hay personas diversas, y hay mujeres que me agradecían mis intervenciones”, cuenta Sonia.

Con los policías hace ese ejercicio de llamar a las cosas por su nombre, de ir deconstruyendo y resignificando lo que significan ciertas palabras: la puta, el fiolo, el prostituyente. Lo mismo hace Sonia en las escuelas públicas, los centros de menores, las cárceles de máxima seguridad y, también, en la universidad. “Trabajo en prevención y desde la incomodidad. Muchas veces me dicen ‘No digas más puta’. Y yo respondo: ¿Cuánto del hombre violento que eres o al que encubres estás viendo ahí? Te estoy devolviendo la vergüenza y la culpa; te estoy poniendo un espejo”.


Con empleados judiciales, abogados y jueces, Sonia ha ido un paso más allá: “Tienen libros, pero les falta calle”, explica Sonia. Así que se los lleva a plaza Once, una céntrica placita porteña donde nunca faltan mujeres ejerciendo la prostitución: jóvenes y viejas; argentinas y extranjeras. “Primero les doy una charla, después los llevo a la plaza, les doy consignas sobre cómo observar; después nos juntamos para conversar lo que han visto”.

Sonia recuerda la primera vez que hizo este ejercicio con abogados y jueces: “Cuando les pregunté qué habían sentido en la plaza, muchos repitieron la palabra miedo. Yo les dije: y si ustedes, con sus títulos universitarios, sus derechos respetados, sus camas esperándole en casas cómodas y calentitas, si ustedes con todo eso sienten miedo en la plaza Once a plena luz del día, ¿qué pueden esperar de una chica de dieciocho años que ha sido traficada y a la que en un juicio se le exige que señale a sus proxenetas y traficantes?”.

“Putas somos todas”

“En la puta esquina no piensas, no hay caricias ni abrazos en la puta esquina”. Sonia siempre buscó la puerta de salida. La encontró un día cualquiera, después de recibir una paliza de un cliente. “Eran las dos de la tarde. Una cree que la noche es peligrosa, pero a mí me golpearon a plena luz del día. La puta esquina es la mayor exposición y vulnerabilidad que nadie pueda imaginarse”, recuerda Sonia. Esa tarde se descubrió llena de magulladuras, en su casa, enfrentada al espejo sin más excusas para evitar una pregunta desgarradora: ¿quién soy? Y se contestó con la palabra más evitada: “Me dije puta, no para definirme yo, sino el lugar que ocupaba, el entorno que me rodeaba”. Y entonces descubrió que “la palabra puta no permite disfrazar, ni mentir. Si vos decís mujeres en situación de prostitución, o trabajadoras sexuales, estás maquillando la realidad. Con la palabra puta, no puedes hacerlo: queda desvelada la violencia, la humillación y la vergüenza”. Esa misma sensación de humillación y de culpa que, con la crudeza de sus palabras, Sonia Sánchez devuelve a su auditorio: “Yo me quité la máscara, ¿y ustedes?”.

Comenzaron a surgir como hongos ONG de lucha contra la trata. Yo los llamo parásitos: no te matan, pero sí viven de ti. Su discurso está muy bien trabajado para dividir a las putas: están las tratadas, que son las víctimas, las buenas; y están las de plaza Once, que son las malas, porque lo eligieron

Era el comienzo de un largo proceso. “Cuando eres puta, tu cuerpo no te pertenece; lo rechazas, como la mujer que ha sido violada. Para mí, fueron largas duchas para conocer mi cuerpo, aceptarlo, y aceptarme a mí misma”. Ayudaron los libros, el activismo, del que salió la muestra Ninguna mujer nace para puta, el origen de un libro homónimo, escrito junto a la activista boliviana María Galindo, cada una de cuyas páginas se clavan como un puñal en la conciencia.

Para Sonia, la prostitución no es cosa de putas, sino que atraviesa a toda la sociedad; por eso cree ella que debe iniciarse un difícil diálogo con la sociedad, desde la convicción de que la violencia sobre las putas no es más que un extremo de la violencia que el patriarcado ejerce sobre todas las mujeres, putas y no putas, divididas en esas dos identidades antagónicas pero complementarias. “La identidad de puta conlleva a la no puta”, advierte Sonia. “La no puta ocupa el lugar legitimado, pero eso no implica inclusión ni voz propia: también eres un objeto, también puedes caer en los lugares de no legitimación: la puta, la lesbiana, la loca”.

¿A qué mujer no le llamaron puta alguna vez? “No construyamos zonas rojas. Debemos unirnos, luchar juntas por una sexualidad más enriquecedora y menos violenta”. El mensaje es claro: el patriarcado necesita a las putas, criminalizadas o convertidas en víctimas silenciadas. Y recuerda una anécdota, cuando, durante un encuentro entre mujeres putas y no putas, una de estas últimas le dijo a una de las primeras: “Pero tú no tienes cara de puta”. La respuesta que obtuvo explica más que libros enteros: “¿Y qué cara tiene una puta, si no es la de toda mujer?”.

Durante seis añosfue prostituta en las esquinas de Buenos Aires, y traficada al sur de Argentina. Un día rompió sus cadenas y desde entonces escribe libros y da charlas en las que le devuelve a quien escucha, como un espejo, el dolor y la vergüenza que sienten las putas, relegadas al lugar más miserable de una cadena social erguida sobre la hipocresía y la violencia patriarcal.

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