Yo eso nunca lo viví, pero mi padre me lo contaba. Eso de bajar al kiosko, cuando no había tanto coche por la calle apenas asfaltada, y gastarte una peseta, peseta y algo, en un tebeo de 'El Capitán Trueno'. Y una bolsa de pipas. Varias generaciones que crecieron con la napia enterrada entre viñetas, entre números de 'Pulgarcito' -revista longeva donde las haya-, de 'TBO' y de 'El campeón: la revista del optimismo'. En esa época en la que Gaseosas Genfis competía con Pepsi -antes de la fagocitosis-, cuando se comía regaliz de palo en vez de Pringles, cuando Hollywood no había descubierto el filón de los Batman, Superman, Antman o 'Manman', los héroes -o antihéroes, mejor dicho- de las viñetas patrias tenían un extraño gusto por la rima consonante -'Anacleto, agente secreto', 'La familia Trapisonda, un grupito que es la monda' o 'Rigoberto Picaporte, solterón de mucho porte'- y por la hipérbole de los estereotipos nacionales.
Y todo gracias a Bruguera, una pequeña editorial muy vinculada a la izquierda anarquista y republicana que enseguida olfateó las posibilidades comerciales de los tebeos infantiles en una España de Posguerra. La empresa responsable de 'La hermanas Gilda', 'Carpanta' y 'Mortadelo y Filemón' "y sus trabajadores estaban muy conectados con la izquierda -catalana sobre todo-; algunos estuvieron en campos de concentración y volvieron, o lucharon en la Guerra Civil en el bando republicano", explica Pablo Vicente (Madrid, 1988), autor de 'Auge y caída de una historieta' (Editorial Léeme), un libro en el que repasa los devenires del tebeo español desde su época de esplendor en los años 40, 50 y 60 hasta su declive, ya en los años 80.