El culebrón nació en los museos

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Historia sobreactuada
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Historia sobreactuada

Las hazañas y la épica era la tarea más noble a la que podía dedicarse un pintor academicista, porque traía ejemplos del pasado para reflexionar sobre las actitudes políticas y morales de sus contemporáneos. Junto a la desmesurada obsesión por los detalles, los pintores historicistas tenían el don del arte dramático sobreactuado. Sus personajes se conmueven como actores de cine mudo, con aspavientos exagerados y retorciendo el gesto hasta la contractura. La historia pasada por manos de estos pintores se convertía en leyenda, en novela, en culebrón, en busca del único refugio posible contra una sociedad a la que no querían entender. Hector Leroux pintó esta visión de ‘Herculano’ (1881) en la cima de su carrera.
El corsé del dibujo
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El corsé del dibujo

‘La pelea de gallos’ fue considerada como la primera obra maestra de Jean-Léon Gérôme, premiada en el Salón de 1848. El comisario advierte que este cuadro abandona la representación edificante de las acciones virtuosas inspiradas en la historia griega y romana. “Elimina todo discurso político o filosófico y lo sustituye por los placeres sencillos de una escena en apariencia cotidiana”, dice el comisario Come Fabre. Tema vulgar con “rara elegancia y distinción exquisita”, dijeron del cuadro sus contemporáneos. Lo academicista, por definición, es algo así como una camisa de fuerza que retiene los impulsos creativos del genio y que en la pintura es representada por esa línea opresiva que lo encierra todo. En este caso, refinamiento es un eufemismo de relamido.
Sobredosis de azúcar
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Sobredosis de azúcar

A la historia le falta color. Los academicistas le ponen tanta carga humana a los asuntos que tratan que hacen de los asuntos un melodrama de serie B. A Alexander Cabanel la crítica no le perdonó haber inflado ‘La muerte de Francesca de Rímini y de Paolo Malatesta’ (1870) hasta el punto de convertirlo en un “deplorable revoltijo de telas que el miembro del Instituto pensó que sería original tirar sobre un canapé medieval”. Malatesta, el marido traicionado, se retira por la derecha tras haber cometido el crimen, descorriendo el telón de la función y dejando un cuadro escénico al que no le falta ni el abrazo entre los amantes. Al pintor le debió gustar la fórmula y, a pesar de los palos, repitió cinco años después con la historia de Tamar. Volvió a excederse con las sedas, las joyas, los accesorios y la saturación de la composición.
Mitología fuera de control
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Mitología fuera de control

El desnudo no podía faltar en este paso atrás de la historia de la pintura. La referencia es la escultura clásica, con la que entienden que la belleza es un instrumento para adorar a la perfección y del hedonismo en los salones de las casas de sus clientes. El emperador Napoleón III compró en el Salón de 1863 este ‘Nacimiento de Venus’ de Alexander Cabanel y lo colgó en el Palacio del Elíseo. Meses después también le encargaría su retrato oficial. La comunión y complacencia de estos pintores con el público es otro hito. La diosa Anadiómena se despereza de un sueño y eleva su cadera. Reanima la tradición renacentista con un filtro convencional, mientras Manet (diez años más joven) presenta ‘Olimpia’. Era el acento que desvelaba la falta de audacia de Cabanel.
Oriente, la salvación
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Oriente, la salvación

Agotada la historia, la mitología, el pasado, el éxtasis de lo exótico encontraba nuevo caladero en Oriente, un mundo tan lejano y desconocido que era fácil moldear al gusto sensacional que empleaban estos pintores en las otras materias. Los primeros síntomas del turismo quedan grabados en estas composiciones de los pintores viajeros, tan necesitados de originalidad como de producto. Llegaban a los salones portando lo desconocido y acaparando la atención, como éste espectacular lienzo de Léon Belly, ‘Peregrinos yendo a La Meca’, de casi tres metros de ancho. Lo compró el Estado en el Salón de 1861, que quizá se sintió atraído por la ridícula inverosimilitud del hombre desnudo que guía la caravana a pleno sol sangrante. La invención y el mercado no conocen límites.
Calentando motores
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Calentando motores

La última parte del recorrido de la exposición de Mapfre muestra un academicismo desatado. “Para amar el arte pompier hay que saber escapar de uno mismo y no tener miedo al qué dirán. Uno no hace una exposición sobre academicismo para integrarse en el mundo profesional de los museos”, explica polémico y atrevido Guy Coeval, responsable del Museo de Orsay. Es decir, hay que olvidarse de la historia de la pintura y mirar estos cuadros como si fueran la única posibilidad y creer que este ‘Dante y Virgilio’ de William Bouguereau es ejemplo de crueldad y poder. Tenía 25 años cuando presentó este lienzo de casi tres metros de alto al Salón y no consiguió venderlo... nunca. En 2010 todavía se mantenía en manos de los herederos del artista, momento en el que lo dieron en pago de impuestos al Estado…
La feria de la religión
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La feria de la religión

Nunca antes había reanimado fuera del Orsay esta parte tan peculiar del arte francés y tan alejada de la tradición española. Nuestro ojo viciado por el color de Goya, Velázquez y Ribera es el culpable de este accidente frontal contra estos cuadros gigantes que se resistieron al progreso con tanto ímpetu que cayeron en el espectáculo y el sensacionalismo más grueso. Esta veta amarillista estalló en los cuadros de temática religiosa, sin la sutileza ni la potencia del gesto contenido de los santos de Ribera. Léon Bonnat pintó este ‘Job’ (1880) y recibió halagos tan exagerados como su dramatismo: “No, la pintura como trampantojo de la decrepitud de un centenario nunca podría llegar tan lejos”. Sus cuadros no pisaron una iglesia nunca.
Fogonazo de humor
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Fogonazo de humor

Édouard Dubufe rompió con lo previsible al presentar a la pintora Rosa Bonheur con un buey. El resultado es más cercano a la caricatura que al retrato. Podría hacer referencia al evangelista Lucas, patrón de los pintores, cuyo atributo es el bóvido. Los animales eran sus motivos predilectos: “Una cosa que observaba con especial interés era la expresión de su mirada. ¿No es acaso la mirada el espejo del alma de todas las criaturas vivientes?”. El único género en el que todos los pintores academicistas coinciden es en el retrato, donde, además, demuestran sus mejores dotes aplicadas al reflejo fiel de sus clientes.
Un manifiesto del mal gusto
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Un manifiesto del mal gusto

Guy Coeval, responsable del Museo de Orsay, recuerda por qué compró este cuadro en 2012: “Me sigue impactando la brutalidad de este cuadro. Presenta una fuerza nihilista, con la violencia bruta de un gólem exterminador”. El cuadro se presentó por primera vez en la exposición ¡Masculin/masculin’, en otoño de 2013. Coeval riza el rizo y lo compara con Jeff Koons. “¡Es un manifiesto del mal gusto! El exceso del buen gusto condena al aburrimiento más absoluto: es el desierto de los tártaros de los conservadores franceses”, añade. El pintor, Henri Camille Danger, era un perfecto desconocido hasta hace nada. ‘¡Calamidad!’ (1901) es una versión apocalíptica de mermelada: nunca un coloso armado, con maza, entre escombros y cadáveres, fue tan bello y salvador.

Es la primera vez que el Museo de Orsay muestra su colección de pintura académica en el extranjero y una vez vista la exposición de la Fundación Mapfre entendemos el motivo. A Guy Cogeval, presidente de la institución francesa, también le parece “mentira” que hayan pasado treinta años “para que una institución extranjera se interese por este fondo”. A pesar de todo, ese es el tanto de esta muestra. La tradición académica quedó desfasada antes de que secase el óleo de sus lienzos y ha sido denigrada por los anales de la historia del arte por no haber pretendido más que adular y relamer las apetencias de los consumidores.  

Los pompiers han estado arrinconados en los almacenes de los museos y es una buena ocasión para saber por qué. Demostraron que el uso de la belleza por encima de sus posibilidades produce monstruos, que pintar con un pie en el museo y otro en los libros es una forma de esclerosis interpretativa, que eran la gota que colmó el vaso de la paciencia del buen gusto y que sus culebrones de cuatro metros para salones burgueses eran la vía muerta de una tradición que fuera del Salón de París carece de sentido. Un canto de cisne, como muy honestamente se ha titulado esta interesante exposición. 

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