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Familias de acogida: "Por casa han pasado 50 niños. Buscan cariño, no que gastes"
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VOLCARSE CON LA infancia

Familias de acogida: "Por casa han pasado 50 niños. Buscan cariño, no que gastes"

Marta y Jesús se han acostumbrado a tenerles desde pequeños, a verles llegar con miedos y observar paso a paso cómo los superan hasta que finalmente se van

Foto: Marta y Jesús, familia de acogida
Marta y Jesús, familia de acogida

Marta y Jesús se han acostumbrado a tenerlos desde pequeños, a verlos llegar con sus miedos y observar paso a paso cómo los superan hasta que finalmente se van. “En el momento en que dejen de afectarnos las despedidas dejaremos de ser familia acogedora; hoy por hoy nos cuesta ver la vida de otra manera”.

Marta Vázquez, presidenta de la Asociación Familias Acogedoras de Aragón, tiene una voz suave y expresiva, de quien ha vivido experiencias capaces de hacer llorar al más frío de los corazones. Al otro lado del teléfono se escuchan unos gorgoritos de bebé. Marta, entre risas, explica que es su nuevo bebé de acogida, lleva con ellos seis meses. Marta Vázquez y Jesús Fernández pertenecen al programa de acogida familiar y desde hace doce años tienen las puertas de su hogar abiertas. Por su casa han pasado más de cincuenta niños y todos ellos se han llevado un pedacito de su corazón.

Marta y Jesús tienen tres hijos. Los dos primeros son biológicos y la última es adoptada. Cuando empezaron a tramitar la adopción de su hija les comentaron la existencia del programa. A Marta siempre le gustó la idea de ser madre de acogida. En cambio, Jesús decía que él no podía tener a un niño en casa, quererlo durante un tiempo y luego entregarlo para no saber ya nada de él.

Cinco años más tarde, Alberto* aparecía en sus vidas, un niño tímido de 14 años, con un flequillo negro que le tapaba los ojos y una cicatriz que le atravesaba el brazo. La madre de Alberto viajaba a Ecuador, y nadie podía hacerse cargo de su hijo. Marta y Jesús se ofrecieron a cuidarle. “Fue nuestro primer acogimiento”, recuerda Marta.

La madre de Alberto vino a España a buscar trabajo y dejó a su hijo de seis años en Ecuador con los abuelos. Cuando más tarde volvió a buscarlo, se encontró con un adolescente de ojos duros que para sobrevivir se había introducido en un mundo de bandas.

Tres semanas después de llegar a casa de Marta y Jesús, Alberto les pidió que le cortaran el flequillo, empezó a poner la mesa, a quitar los platos y se esforzaba por sacar buenas notas. “Era como digo yo, ‘un niño quiéreme’, señala Marta. Al principio, Alberto rehuía el contacto físico pero después lo buscaba, porque le encantaba que le abrazaran. “Era un chaval”,dice Jesús, “al que le había faltado tanto el cariño que luego lo vio como si se le hubiese abierto el cielo. Que había otra manera de vivir en familia, completamente diferente a la que él había vivido en su país y a la que había estado viviendo aquí con su madre”.

La dura historia de Alberto

Marta no sabía que la madre de Alberto le había dicho que si se gustaban mutuamente podía quedarse con ella. “No es que su madre no le quisiera, sino que pensaba que era lo mejor para el crío”, continúa Marta. “El momento en que le dijimos que venía su madre y que tenía que irse con ella fue horrible. Le dije: ‘Alberto, tu madre vuelve el miércoles, y volverás con ella’. Se puso a llorar, histérico, y repetía una y otra vez: ‘Me merezco una familia feliz. Me decía que volvería a las calles, y que volvería a ser lo que había sido antes”.

Después de vivir dos meses con la familia de Marta y Jesús, Alberto se marchaba con una mochila a sus espaldas llena de recuerdos, y lágrimas enquistadas en el corazón. El chico acabó cumpliendo lo que había pronosticado y volvió a las calles. “Le sacamos durante un fin de semana del reformatorio, y antes de que regresara le llevamos a conocer a su hija al hospital. Alberto se convirtió en padre a los 17 años”, cuenta Jesús.

Marta recuerda que Alberto “no quería que gastáramos, lo que quería era una familia feliz, que es lo que él creía que se merecía. Alberto no había tenido una familia, nunca conoció a su padre, y de repente se encontró con unos padres, unos hermanos y un ambiente tranquilo, relajado y feliz”.

En el reformatorio Alberto les contaba que en toda su vida sólo recordaba como buenos esos dos meses que pasó a su lado. “En dos meses no puedes cambiar una vida”, dice Marta. “De hecho, cuando se fue no nos sentimos fracasados porque habíamos cumplido con nuestro papel, pero sí tristes. Le dejamos tocar el cielo y luego se lo quitamos”.

Para la familia de Marta y Jesús esa experiencia los dejó profundamente marcados. Después de Alberto vinieron otros niños, pero no fue lo mismo. Marta se acuerda de Pedrito, un niño de 8 años, que le decía que no entendía por qué sus padres discutían. El niño le contaba cómo su papá le pegaba, juntando sus puñitos, o que cuando su mamá tenía “pupa” en la boca, le iba a curar.

“Una de las funciones de la familia es la de cuidar a sus hijos menores de edad de la mejor forma”, explica Emilia Mejías Cárdenas, psicóloga y Jefa del Área de Acogimientos del Instituto Madrileño del Menor y la Familia. “Cuando esa función, no la cumple o la cumple mal, los niños no tienen garantizados sus derechos, ni tampoco satisfechas sus necesidades. Esta situación produce el desamparo o el alto riesgo social en el que viven los niños. La Administración suspende la tutela a los padres biológicos hasta que se den las circunstancias necesarias para que puedan volver con su familia”.

Miles de casos en España

En España, según datos del II Plan Estratégico Nacional de la Infancia y la Adolescencia (2013 -2016) que recoge la Estadística Básica de Protección a la Infancia del Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad del año 2010, 35.569 menores están tutelados o guardados por Administración. 4.955 menores están bajo medidas de guarda y 30.614 están en situación de tutela asignada por las Entidades Públicas a miembros de su familia extensa, familias de acogida o recursos residenciales.

El programa de Acogimiento Familiar, que abarca a 15.100 menores en toda España, “en gran medida, lo que va a hacer es curar sus heridasy hacerles entender que se puede confiar, que hay gente que les va a querer, y no les va decepcionar”, sostiene Mejías Cárdenas.

Jesús recuerda ahora su motivación para convertirse en padre de acogida: “Ver que esos niños están sufriendo una situación que no han buscado ni provocado, ver que necesitan el cariño y el amor que nosotros podemos darles, en lugar de dejarles en una residencia que luego les resulta muy difícil de superar. Eso fue lo que me animó a cambiar de opinión y ser un puente durante ese tiempo que necesitan”.

Desde la Asociación de Acogedores de Menores de la Comunidad de Madrid Elvira Perona afirma que, en las residencias de menores, los niños tienen cubiertas sus necesidades básicas. Marta considera que viven bien pero que les falta el cariño. “En los centros hay turnos, hay distancia profesional, quien está hoy tal vez libre mañana. Y los humanos, en nuestra infancia, estamos hechos de un material que necesita otro tipo de relación caracterizada por la estabilidad, el compromiso, y la incondicionalidad”, aclara Jesús Palacios, catedrático de Psicología Evolutiva y Educación en la Universidad de Sevilla

Si los menores viven mucho tiempo en residencias pueden desarrollar los siguientes traumas: “Rendimiento intelectual inferior al potencial, retraso en el desarrollo cognitivo, problemas de aprendizaje, fracaso escolar, desapego o excesiva dependencia, aplanamiento emocional, baja autoestima, posibilidad aumentada de actuaciones agresivas, relaciones superficiales y utilitarias, mayor marginalidad en el curso de la vida de los internos que de los acogidos o adoptados”, informa Jesús Rubio, Director de la Unidad de Acogimientos Familiares del Instituto madrileño del Menor.

En su libro Yo no podría Marta cuenta: “Es muy duro ver a un niño hambriento, preocupado por saber si hoy va a tener algo para comer, observar cómo arrima la silla a la mesa diciendo ‘Voy a ver si hay comida’, y al no encontrar ningún plato preparado, bajarse murmurando ‘No, no hay comida’. Es triste ver el miedo en sus ojos, verle agachar la cabeza al pasar por su lado y cerrar los ojitos al ver una mano cerca de su rostro”.

Desde Cáritas Madrid, María Izquierdo considera que las familias con problemas se pueden cambiar. “Si no, no sería trabajadora social. No es fácil y es doloroso. El trabajo que tenemos que hacer es una fotografía de la situación de la familia, ver qué fortalezas y qué carencias tiene. A partir de esas fortalezas es como vamos a contraatacar y a trabajar las debilidades”.

Una de esas fotografías era la de la familia de Ana, una mujer adicta a las drogas. Durante el embarazo, Lucas recibía de su madre la misma dosis que ésta tomaba. Nueve meses más tarde, Lucas llegó al mundo, pero Ana no se encontraba preparada para ser madre. Marta y Jesús fueron al hospital a recoger a Lucas, que sufría el síndrome de abstinencia. Cuando su cuerpecito se convulsionaba en la cuna por la necesidad de drogas, Marta le abrazaba y le susurraba que todo iría bien. Lucas superó el síndrome y meses después Marta y Jesús contemplaban con lágrimas en los ojos como reía en brazos de su nueva mamá. Una mamá que le adoptó y le dio un nombre y apellidos nuevos.

*Ninguno de los niños de este artículo aparece con su nombre real.

Marta y Jesús se han acostumbrado a tenerlos desde pequeños, a verlos llegar con sus miedos y observar paso a paso cómo los superan hasta que finalmente se van. “En el momento en que dejen de afectarnos las despedidas dejaremos de ser familia acogedora; hoy por hoy nos cuesta ver la vida de otra manera”.

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