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El séquito empresarial de Juan Carlos I, la misma quinta y... ¿el mismo destino?
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la mayor parte supera o frisa los 70 años

El séquito empresarial de Juan Carlos I, la misma quinta y... ¿el mismo destino?

La clase empresarial que ha arropado al Rey deberá enfrentarse ahora al el cambio generacional invocado por el Jefe del Estado en su discurso de abdicación

Foto: El rey Juan Carlos posa junto a los miembros del Consejo Empresarial para la Competitividad. (EFE)
El rey Juan Carlos posa junto a los miembros del Consejo Empresarial para la Competitividad. (EFE)

A raíz de los grandes escándalos financieros acaecidos a principios de siglo al otro lado del Atlántico, empezando por la mítica Enron y siguiendo con la emblemática WorldCom, algunos jurisperitos e integrantes de la comisión de codificación que asesora al Ministerio de Justicia trataron de renovar en España los principios más elementales de lo que se ha dado en llamar buen gobierno corporativo. La transparencia como valor que se supone a toda sociedad cotizada fue la piedra angular de una reforma silenciosa que los más atrevidos intentaron consagrar con el establecimiento de límites de edad, destinados a favorecer un proceso de sucesión al frente de los principales bancos y empresas del país.

Los textos preliminares de lo que luego sería la Ley de Sociedades de Capital llegaron a precisar en 70 años el máximo legal para poder presidir una empresa en bolsa. Algunos de los grandes prebostes que todavía coronan el Ibex 35 se sintieron rápidamente concernidos y no tardaron en movilizarse contra un proyecto que a fecha de hoy se considera casi tan peregrino como hasta el día de ayer resultaba para muchos la abdicación del Rey.

Ha sido precisamente el jefe del Estado, con su renuncia al trono y su expresa invocación a un cambio generacional, quien ha puesto el dedo en la llaga de todos los atavismos y aversiones al cambio que caracterizan los movimientos seculares de la clase dirigente empresarial. La renovación de la más alta magistratura de la Nación es algo más que un aviso a navegantes para la exquisita sociedad cortesana que regenta las grandes empresas del país, y aunque nadie vaya a sentirse esclavo de sus pecados lo que está muy claro es que ha sido el propio Rey quien ha tirado la primera piedra.

De Botín a Fainé

El paso atrás del monarca pone el foco sobre la generación de empresarios que ha compartido la más altas instancias del poder. La edad de muchos de ellos ha provocado que en algunas de sus últimas intervenciones se les haya preguntado por su idea de seguir en sus funciones o de facilitar un relevo que hasta ahora, con la excepción de Inditex, ha sido ficticio. “Estaré al frente del Santander el tiempo que haga falta”, dijo Emilio Botín el pasado mes de enero, al borde de los ochenta.

Al contrario, todos han tomado medidas para perpetuarse en compañías a las que, en determinados supuestos, llegaron por recomendación o amistad con el jefe de Gobierno de turno y en las que su relativa participación accionarial tampoco acredita mayores garantías patrimoniales. El caso más llamativo es el del propio Banco Santander, la primera institución financiera del país, que en 2002 eliminó la edad de jubilación de su presidente, establecida en 72 años.

Años después, en 2007, y aprovechando las fiestas navideñas, Telefónica y BBVA hicieron lo propio. César Alierta suprimió la fecha de caducidad (65 años) para ejercer como máximo ejecutivo de la operadora, mientras que Francisco González la amplió desde los 65 hasta los 70 años. Más tarde, en 2011, el hombre al que Aznar colocó en Argentaria, al ver que se le aproximaba el momento de marcharse, volvió a modificar los estatutos para quedarse como máximo mandatario del banco hasta los 75; o lo que es igual, hasta 2019. De forma equivalente, Isidro Fainé, a los 72 años, ha conseguido otros tres más con la transición de La Caixa a una Fundación que tiene muy poco de ONG pero mucho poder financiero.

Consejeros delegados de andar por casa

En este periodo, todos ellos han puesto y quitado a consejeros delegados que más bien hacían funciones de responsables de operaciones. Alguno, como José Ignacio Goirigolzarri, cansado de esperar su turno, optó por marcharse. Otros fueron nombrados procedentes de terceros escalones, como Ángel Cano (BBVA), Javier Marín (Banco Santander) o el más reciente Josu Jon Imaz, con discreta experiencia en la primera línea de batalla. Hombres dóciles que no osarían pretender el reino ni generar movilizaciones intestinas.

Cualquier foto del Consejo Empresarial de la Competitividad muestra que en la primera fila siempre han acompañado a Su Majestad presidentes que sobrepasan la edad oficial de jubilación, como el sempiterno Isidoro Álvarez, que el pasado año dio el primer paso a su sucesión al confiar su mano derecha a su sobrino, Dimas Gimeno. Pero ninguno de ellos ha diseñado un plan de sucesión efectivo. Quizás ahora, sin el Rey en el centro del retrato, empiece un cambio generacional que bendigan los accionistas.

Los grandes fondos de inversión, agrupados en torno a los más flamantes proxy advisors que se encargan de orientar el sentido del voto institucional en las juntas generales, vienen clamando y reclamando por un nuevo gobierno corporativo en España que satisfaga la estabilidad de los proyectos empresariales al margen de la personalísima dirección de sus omnipotentes líderes. La CNMV, en su papel de organismo regulador, ha recogido el guante apelando a una división de poderes efectiva en las cúpulas ejecutivas de las empresas cotizadas que equipare los cargos de los primeros espadas a las prácticas comunes en el mercado anglosajón.

Anacronismo insostenible

El planteamiento pasa por definir una clara frontera entre las funciones del presidente en su papel de chairman al servicio de una representación institucional de las que competen al consejero delegado como primer ejecutivo de verdad al frente del desarrollo estratégico y la gestión del día a día. La medida entraña una verdadera revolución para todas aquellas sensibilidades carpetovetónicas que consideran que una empresa es lo menos parecido a una democracia parlamentaria.

Es probable que las decisiones corporativas exijan un grado de participación más reservado, pero el cesarismo imperante en la Bolsa española empieza a resultar un anacronismo difícilmente sostenible en los tiempos que corren. Algo así como el rey desnudo del cuento al que nadie quería señalar con el dedo. Hasta ayer, fecha y hora en la que nuestro Rey ha decidido vestirse por los pies. O, al menos, eso es lo que ahora se proclama desde el séquito empresarial. Ya sólo falta que pregonen con el ejemplo.

A raíz de los grandes escándalos financieros acaecidos a principios de siglo al otro lado del Atlántico, empezando por la mítica Enron y siguiendo con la emblemática WorldCom, algunos jurisperitos e integrantes de la comisión de codificación que asesora al Ministerio de Justicia trataron de renovar en España los principios más elementales de lo que se ha dado en llamar buen gobierno corporativo. La transparencia como valor que se supone a toda sociedad cotizada fue la piedra angular de una reforma silenciosa que los más atrevidos intentaron consagrar con el establecimiento de límites de edad, destinados a favorecer un proceso de sucesión al frente de los principales bancos y empresas del país.

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