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¿Dónde quedaron los Cánovas y Sagastas del Parlamento español?
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EL BAJO NIVEL DE LOS DISCURSOS DE NUESTROS PARLAMENTARIOS

¿Dónde quedaron los Cánovas y Sagastas del Parlamento español?

“Dictatorial”, “autoritario”, “miedoso”, “demagogo” e “incoherente”. Son los últimos improperios que se han lanzado Mariano Rajoy y José Luis Rodríguez Zapatero en el Congreso, pero si

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¿Dónde quedaron los Cánovas y Sagastas del Parlamento español?

“Dictatorial”, “autoritario”, “miedoso”, “demagogo” e “incoherente”. Son los últimos improperios que se han lanzado Mariano Rajoy y José Luis Rodríguez Zapatero en el Congreso, pero si se observan las perlas que dejan para la historia, la radiografía del nivel parlamentario de nuestros representantes políticos habla por sí misma. ¿Dónde quedaron los Cánovas y Sagastas del Parlamento español?  Zapatero con su tierra, su  hija del viento o sus deslices pornográficos con los rusos, Rajoy con sus hilillos o con su niña, Pajín con sus acontecimientos interplanetarios, el titular de Fomento con su “me llamo Pepe, me apellido Blanco” o su “corruto” en vez de “corrupto” y Sáenz de Santamaría con su Zorrilla ante de la Vega  y su “en todas partes dejé memoria amarga de mí”.

No hace falta irse hasta Séneca o Cicerón para comprobar lo mucho que ha bajado el listón de la oratoria en nuestros días. Basta con hacer una sencilla comparación. Cojamos al azar un fragmento de una de las 1.737 intervenciones de Práxedes Mateo Sagasta hizo desde la tribuna: “¿Quién duda que Cataluña se ha hecho rica por España y con España? ¿Quién duda que para hacerse rica, ha habido necesidad de concederla en las leyes ciertos privilegios, que le han dado ventajas sobre sus hermanas, las demás provincias de España? (…) ¿Es esto hostilidad a Cataluña? ¡Ah, no! Ésta es la realidad de los hechos y ésta es la demostración de que Cataluña no haría bien si no estuviera ligada a España como está ligado el hijo querido a la madre amantísima y cariñosa. (Grandes aplausos -reza así en el diario de sesiones-)”.

Hagamos lo mismo con otro fragmento escogido al azar de Antonio Cánovas del Castillo: “Dadnos la prosperidad agrícola, dadnos la prosperidad industrial y la prosperidad mercantil de Inglaterra, y no temáis que nuestras naves huyan fugitivas de las suyas; no temáis que su bandera flote en parte alguna de nuestro territorio por mucho tiempo; no temáis nada de aquello que pueda herir de un modo permanente el corazón de un español que se siente digno de serlo. Por mi parte pues, al ver que las condiciones de trabajo, de laboriosidad y de industria se desarrollan en mi país; al ver que al soplo extranjero, desgraciadamente al soplo extranjero, pero ello es que de allí nos vino, se desenvuelven entre nosotros todos los gérmenes de la prosperidad, al ver que progresamos, estoy tranquilo y no temo el decaimiento moral con que se nos amenaza. Lo mismo que el romano vencido, yo no desespero de mi patria”.

Y asómense, también, durante unos segundos al discurso de la velada de Benicarló que pronunció en 1938 Manuel Azaña, el hombre que en un momento determinado de la historia supo anteponer el amor por España y por la libertad: “A pesar de todo lo que se hace para destruirla, España subsiste. En mi propósito y para fines mucho más importantes, España no está dividida en dos zonas delimitadas por la línea de fuego. Donde haya un español o un puñado de españoles que se angustian pensando en la salvación del país, ahí hay un ánimo y una voluntad que entran en cuenta. Hablo para todos, incluso para los que no quieren oír lo que se les dice, incluso para los que por distintos motivos contrapuestos lo aborrecen (…) Al cabo de los años en que todos mis pensamientos político, como los vuestros, todos mis sentimientos de republicano, como los vuestros, y en que mis ilusiones de patriotas, también como las vuestras, se han visto pisoteados y destrozados por una obra atroz, no voy a convertirme en lo que nunca he  sido: un banderizo obtuso, fanático y cerril”. La lista de ejemplos es innumerable, porque hubo un siglo dorado del que ya nada queda en la política española: Emilio Castelar, Salustiano Olózaga, Francisco Pi y Margall, José Canalejas, Nicolás Salmerón, José Echegaray…

¿Se comprenderían hoy estas palabras? ¿Las entendería hoy el pueblo? Los expertos son pesimistas. Hace ya cincuenta años George Orwell en su ensayo Politics and the English Language apuntaba dos de los síntomas la decadencia del lenguaje: las expresiones vagas y los textos vacíos. Sus autores se limitan a hacer frases prefabricadas en lugar de elegir las palabras con significado, las estructuras son enrevesadas aparentemente y escriben sin intención de comunicar. Rellenan un vacío.

La fidelidad al partido

Antonio Alonso, profesor de Política Exterior y analista de discursos políticos en la Universidad San Pablo CEU, apunta que hay tres motivos fundamentales que han influido en la decadencia de los discursos políticos “el primero la educación, antes con el voto censitario eran elegidos los mejores de la sociedad, las élites. Con la entrada de los partidos de masas puede ser parlamentario cualquiera, ahora basta con saber leer y escribir. Ahí tienen casos como el presidente del parlamento de Cataluña, José Montilla, que ha sido barrendero y no tiene formación académica alguna. Lo importante hoy es ser un fiel seguidor de la doctrina del partido.

Otro ejemplo es el de Leire Pajín, si se compara su currículum con las ministras de Sanidad de otros países no hay parangón. Han ocupado altísimos puestos técnicos, algunos son médicos, investigadores, tienen una importante trayectoria política, el de Leire Pajín se resume en una línea: Secretaria de Organización del PSOE”. El segundo elemento se debe al tipo de audiencia al que se dirigen; “hay menos conocimientos culturales, históricos, artísticos y se ven obligados a bajar el nivel”. Y el tercero forma parte del funcionamiento interno del Congreso “ahora mismo los discursos en el Parlamento no valen para nada. Antes, hablamos ya desde la antigua Grecia al siglo XIX, esos discursos servían para ganarse la voluntad y el voto de los diputados o los senadores que uno tenía enfrente, pero en la actualidad, saben que no tiene sentido ni esforzarse, ni convencer a nadie. Como mucho lo que pueden meter son eslóganes para que quede constancia en los informativos o los medios de comunicación. Se limitan a dar mensajes eficaces ante la opinión pública”.

“Sus palabras les delatan”

David Pérez, autor de Técnicas de comunicación política, apunta cuál debería de ser el modelo de comunicación política en el siglo XXI y entre los elementos que debería cumplir está “la vigencia de la verdad, evitar el peligro de caer en la demagogia y respetar al otro”. Repasen ahora estas frases de José Luis Rodríguez Zapatero, julio de 2007: "Lo enunciaré de forma sencilla pero ambiciosa: la próxima legislatura lograremos el pleno empleo en España. No lo quiero con carácter coyuntural, lo quiero definitivo"; enero de 2008: "Crear un alarmismo injustificado en torno a la economía de un país puede dañar las expectativas. Permítanme que diga que es lo menos patriótico que conozco". Marzo de 2008: “Prometo crear 2 millones de nuevos empleos”; julio de 2008 “en esta crisis, como ustedes quieren que diga, hay gente que no va a pasar ninguna dificultad”; Diciembre de 2008: "Nadie quedará a su suerte ante el drama del desempleo. Mi prioridad, es que no haya una sola familia en este país que pueda tener una situación de grave angustia o preocupación por la pérdida del puesto de trabajo". Lean también estas otras de Mariano Rajoy, diciembre de 2005: “Para España es mucho más peligroso un bobo solemne que un patriota de hojalata”; enero de 2006: “El señor Zapatero parece que tiene de adorno la cabeza”; enero de 2007 “Para ser presidente del Gobierno deberían exigir algo más que ser mayor de 18 años y ser español”. Sus propias palabras evidencian la conclusión, en pleno siglo XXI no cumple ninguno de los tres requisitos.  

José Manuel Mendoza, sociólogo, entiende que “los políticos son al fin y al cabo un reflejo tan fiel a la sociedad que ya ni si quiera para llegar a serlo se establecen unos mínimos. Miren, hasta insultándose han perdido el arte de la ironía y la finura con la que lo hacían algunos de los históricos. Dónde va a parar -con todos los respetos- el tonto de los cojones” del alcalde Pedro Castro o la comparación de los labios de Leire Pajín del alcalde de Valladolid con algunas disputas políticas que han pasado a formar parte del anecdotario de la historia. Seguro que recuerdan la anécdota cuando Lady Astor le dijo a Churchill: “Si yo fuera su esposa le pondría veneno en el  café”, y él le contestó: “Y si yo fuera su marido, me lo bebería. Es tremendo pero no hay arte ya ni para la ironía en el hemiciclo”.

“Los mejores y los peores parlamentarios son…”

Contados con los dedos de una mano, cinco son los nombres en los que coinciden nuestros expertos a la hora de destacar su habilidad y su oratoria en el Congreso y el Senado: Durán i Lleida, Gustavo de Arístegui, Pío García Escudero, Alfonso Guerra y Rosa Díez.

Para Antonio Alonso, profesor de Política Exterior en la Universidad San Pablo CEU, tanto Rajoy como Zapatero se quedan justo en la mitad. A Rajoy habría que recomendarle “evitar sus tics nerviosos”. Cuando habla parece que lo hace deglutiendo y saca de vez en cuando la lengua y a Zapatero se le nota “que ha pasado por algún curso de oratoria. Antes cuando decía algo en afirmativo, movía la cabeza en negativo y eso lo ha logrado evitarlo aunque, de vez en cuando, se le escapa. Al presidente le traicionan los gestos y se contiene. Mueve excesivamente las manos como intentando parar al otro. Cuando está nervioso y quiere transmitir algo importante al fallarle la palabra sobreactúa. Por ejemplo, el otro día cuando estaba  hablando con el Papa, a Benedicto XVI se le veía completamente sosegado mientras que él movía exageradamente las manos”.

En pleno siglo de la información y las comunicaciones la oratoria camina hacia atrás en el Parlamento. El Siglo de Oro de la política española es historia y la frase de Wiston Churchill nos ofrece una clara idea de lo que más abunda en nuestro país, mucho político y poco estadista: “El político se convierte en estadista cuando comienza a pensar en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones”.

“Dictatorial”, “autoritario”, “miedoso”, “demagogo” e “incoherente”. Son los últimos improperios que se han lanzado Mariano Rajoy y José Luis Rodríguez Zapatero en el Congreso, pero si se observan las perlas que dejan para la historia, la radiografía del nivel parlamentario de nuestros representantes políticos habla por sí misma. ¿Dónde quedaron los Cánovas y Sagastas del Parlamento español?  Zapatero con su tierra, su  hija del viento o sus deslices pornográficos con los rusos, Rajoy con sus hilillos o con su niña, Pajín con sus acontecimientos interplanetarios, el titular de Fomento con su “me llamo Pepe, me apellido Blanco” o su “corruto” en vez de “corrupto” y Sáenz de Santamaría con su Zorrilla ante de la Vega  y su “en todas partes dejé memoria amarga de mí”.

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