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'La chica del tren': vodka, celos y crímenes sin resolver
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'La chica del tren': vodka, celos y crímenes sin resolver

El retrato psicológico de una mujer, Rachel (Emily Blunt), que ha ahogado todas sus penas en el vodka y como consecuencia se ha convertido en un ser patético y autodestructivo

Foto: 'La chica del tren'.
'La chica del tren'.

Es lógico que, desde su publicación, 'La chica del tren' se convirtiera en un fenómeno literario planetario: quienes la han leído —la mitad de la población alfabetizada, más o menos— aseguran que la novela de Paula Hawkins es el tipo de libro que te agarra por la bragadura y no te suelta. Personalmente, quien esto escribe discrepa —era ponerse a leer y a los cuatro minutos, de forma infalible, siesta—, pero en todo caso admitamos que el relato ofrece el tipo de 'marmitako' de sospechas, engaños, voyerismo y cadáveres que a menudo se etiqueta como hitchcockiano. Lástima que el director de esta adaptación, Tate Taylor, tenga tanta mano para el suspense como Donald Trump para la diplomacia.

Tráiler de 'La chica del tren'

Inicialmente, 'La chica del tren' se presenta como el retrato psicológico de una mujer, Rachel (Emily Blunt), que ha ahogado todas sus penas en el vodka y como consecuencia se ha convertido en un ser patético y autodestructivo, el tipo de persona que llevas a una fiesta solo para ver qué va a romper. Y lo sabemos más que nada porque en la primera escena de la película ella misma, a través de una solemne voz en 'off', nos explica quién es y cómo se siente: como un guiñapo, básicamente.

Rachel tiene una obsesión enfermiza con su exmarido, Tom (Justin Theroux); la esposa de este, Anna (Rebecca Ferguson), y el bebé de ambos. Dos veces al día, una por la mañana y otra por la tarde, pasa con el tren enfrente del hogar familiar —la misma casa que ella escogió y amuebló en su día— para olisquear con desesperación masoquista el tipo de felicidad que ella nunca tendrá. En la misma calle viven Megan Hipwell (Haley Bennett) y su marido Scott (Luke Evans), que al menos desde la distancia beoda —Rachel se pasa el trayecto trasegando vodka en pajita— parecen tener lo otro que a ella le falta: sexo, y pasión, y ropa limpia.

Foto: Paula Hawkins posa en el Museo del Ferrocarril de Madrid (EFE)

El beso misterioso

Un día, desde el vagón, Rachel ve o cree ver a Megan —aunque podría ser Anna— besando a un hombre que podría ser Scott, o Tom, o un terapeuta que a ratos se asoma por la pantalla (Edgar Ramírez, dejando que todo el trabajo interpretativo recaiga sobre su barba), o el butanero, y pierde los papeles. Poco después alguien desaparece; posiblemente sea un crimen. Rachel empieza a jugar a detectives, a sabiendas de que es posible que, en una de sus habituales cogorzas, sea ella misma quien la ha liado parda. ¿Quién se acuesta con quién? ¿Quién no? ¿Quién tiene las manos manchadas? ¿Por qué no puede Rachel dejar a los demás en paz? Y, sobre todo, ¿qué nos importa a nosotros? Sea como sea, a partir de ese momento, 'La chica del tren' empieza a ser más y más caótica, en buena medida porque Taylor decidió que la mejor manera de crear tensión es hacer que los personajes se comporten de forma histérica entre sí.

Rachel empieza a jugar a detectives, a sabiendas de que es posible que, en una de sus habituales cogorzas, sea ella misma quien la ha liado parda

Para otorgar cierta pretensión de envergadura a su retrato de miserabilismo suburbano y patologías ocultas tras atractivas fachadas, la película entremezcla la historia de Rachel con los dramas de las otras dos mujeres. Pasamos cierto tiempo conociendo a Anna, que no se convence ni a sí misma en su rol de esposa y madre perfecta, y a Megan, que trata de curar heridas del pasado comportándose como un putón. Las conexiones entre las tres son escenificadas a través de una enrevesada serie de perspectivas cambiantes y cronologías fracturadas, diseñadas para disimular la endeblez de la intriga. Anna y Megan pueden interpretarse como personificaciones paralelas de la desahuciada psique de Rachel —las tres luchan y se rebelan contra las mismas expectativas de monogamia y maternidad felices impuestas sobre ellas—, aunque hacerlo es una generosa manera de dotar de cierto sentido a dos personajes que esencialmente son floreros.

Lo más grave es que también Rachel resulta ser prescindible. Sin ella, la mayoría de los sucesos de la película ocurrirían de la misma manera aunque, eso sí, despojados de ferrocarriles metafóricos —¿qué pinta realmente el tren en todo esto?— y delirios borrachuzos que no aspiran a dar al alcoholismo relevancia dramática sino solo dar a Taylor carta blanca para pasarse la lógica de la historia por el forro: puesto que Rachel pasa media película ciega perdida, todo cuanto ve o cree haber vivido puede ser una forma facilona de confundirnos. El relato está tan lleno de agujeros que serviría para escurrir los macarrones, y muchas escenas solo sirven para crear pistas falsas. Cada personaje tiene una media de 10 secretos que ocultar, y por eso se comportan no como seres humanos sino como sospechosos que Taylor nos pone delante como un trozo de tela roja enfrente de un morlaco.

Revelaciones finales

Rachel, decimos, da tumbos por la película hasta que sus recuerdos sobre lo sucedido regresan oportunamente en el tercer acto, y entonces queda claro que los dos actos previos eran paja. Entonces todo el mundo empieza a comportarse de forma increíblemente estúpida porque, de otro modo, no habría clímax. Y cuando este llega, Taylor descarga las revelaciones finales con la gracia propia de un adolescente que regurgita en medio del andén del metro tras una noche de fiesta.

Rachel da tumbos por la película hasta que sus recuerdos sobre lo sucedido regresan oportunamente en el tercer acto

Es entonces cuando uno de los personajes masculinos dice algo así como ”las mujeres estáis locas”, explicitando así toda la crítica a la misoginia y el sexismo masculinos que la película ha ido sugiriendo hasta entonces mientras, por otra parte, se dedicaba a arrastrar mujeres por el fango. En otras palabras, 'La chica del tren' finge ser una parábola feminista al tiempo que retrata a sus personajes femeninos como amas de casa alcohólicas, guarronas y monstruosas que solo saben definirse a través de los hombres. Para ser justos, eso sí, los personajes masculinos no salen mejor parados.

En esencia, 'La chica del tren' es una historia de mujeres que tratan de liberarse de las expectativas que los hombres imponen sobre ellas y de cómo eso aniquila sus ambiciones, su autoestima e incluso su contacto con la realidad. Eso, claro, ya lo hicieron tanto la escritora Gillian Flynn y el director David Fincher en 'Perdida', a quienes tanto Hawkins el año pasado como Taylor ahora han tratado de copiar descaradamente. La principal diferencia es que Fincher era perfectamente consciente de la condición ridícula de lo que contaba y por tanto abrazaba el esperpento, y en cambio Taylor se toma el relato de Hawkins completamente en serio. Contar un chiste de Chiquito como si fuera un monólogo de Shakespeare no resultaría más risible.

Foto: 'El contable'.
Foto: 'Verano en Brooklyn'
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Eulàlia Iglesias

Es lógico que, desde su publicación, 'La chica del tren' se convirtiera en un fenómeno literario planetario: quienes la han leído —la mitad de la población alfabetizada, más o menos— aseguran que la novela de Paula Hawkins es el tipo de libro que te agarra por la bragadura y no te suelta. Personalmente, quien esto escribe discrepa —era ponerse a leer y a los cuatro minutos, de forma infalible, siesta—, pero en todo caso admitamos que el relato ofrece el tipo de 'marmitako' de sospechas, engaños, voyerismo y cadáveres que a menudo se etiqueta como hitchcockiano. Lástima que el director de esta adaptación, Tate Taylor, tenga tanta mano para el suspense como Donald Trump para la diplomacia.

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