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El placer (momentáneo) de comerse un Big Mac
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Estreno de 'El libro de la selva'

El placer (momentáneo) de comerse un Big Mac

La readaptación del clásico animado lo convierte en un producto sin alma que parece calculado milimétricamente para vender cientos de nuevos juguetitos a los niños de hoy

Foto: 'El libro de la selva'.
'El libro de la selva'.

Actualizar un clásico para cumplir un viejo sueño. Eso es lo que hizo Peter Jackson cuando en 2005 rodó su propio 'King Kong' con la intención de reavivar la que había sido su película de la infancia. La crítica más sesuda destacó que, en lugar de acomodarse en la vieja fórmula, en calcar la historia del gorila que trepaba hasta el Empire State, el director había rendido pleitesía al original a la vez que ampliaba sus posibilidades y lo amoldaba a la corrección política de nuestros días. Sin embargo, el neozelandés erraba a la hora de dramatizar enfáticamente lo que ya era pura poesía en la película de 1933. Algo similar se podría decir de la nueva 'El libro de la selva', que mezcla pasajes de los cuentos originales de Rudyard Kipling pero que se basa, fundamentalmente, en la última película que supervisó el propio Walt Disney antes de morir.

Desde los créditos iniciales sobreimpresos en una impresionante floresta a la inclusión con calzador de las viejas canciones de personajes inolvidables como Baloo (la jazzística y genial 'Lo más vital') o el Rey Louie ('Quiero ser como tú'), este 'remake' emula e idolatra al original de 1967, consciente de la imposibilidad de superarlo. Como hizo Jackson con su mono digital, Jon Favreau explota y amplía lo que en la película animada eran meros apuntes. Para que quede claro: tras ganarse el odio eterno de aquellos que crecieron con 'Alicia en el país de las maravillas' o 'La bella durmiente' y después las vieron convertidas en deleznables productos de consumo rápido como 'Maléfica', los gerifaltes de Disney apuntan aquí a la copia inteligente, a la imitación que también es capaz de aportar su grano de reinvención en estos tiempos ávidos de espectáculo fácil. Esta vez, parece que el directivo de turno ha hecho algo más que fumar puros y firmar cheques mientras tomaba la que hasta ahora parecía una de las peores decisiones del estudio del ratón Mickey, la de readaptar sus clásicos animados y convertirlos en productos sin alma que parecen calculados milimétricamente para vender cientos de nuevos juguetitos a los niños de hoy.

Tráiler de la película animada de 1967

Esa premisa cambia con la nueva versión, que no tiene el descaro de sentirse superior y hace guiños continuos para el adepto al original. La relación de Mowgli con los lobos, el aprendizaje vital que lo lleva a madurar, o la integración (o no) del hombre en el mundo animal da para varios momentos dramatizados ausentes en la película de dibujos y muy bien llevados por su minúsculo protagonista, Neel Sethi. Un ejemplo del destello de ingenio del director: la serpiente Kaa, a la que pone voz una susurrante Scarlett Johansson, vuelve a hipnotizar a Mowgli en una secuencia que calca la conocida por todos pero, a la vez, introduce un 'flashback' que explica los orígenes del protagonista. El cambio más llamativo de esta nueva versión está en la técnica, en un fotorrealismo que hace que todos los animales parlanchines parezcan salidos del zoo de la esquina y que la flora y la fauna de esta selva nos absorba a través de una maestría técnica que recuerda e incluso supera la de 'La vida de Pi'.

 

Sin embargo, las bondades digitales también son las responsables del principal talón de Aquiles de la cinta. Si algo nos gustaba a los que crecimos con Baloo y Bagheera, era su imprevisibilidad caricaturizada, la libertad del trazo animado que les confería una viveza natural y humorística. Aquí, como en gran parte del cine comercial actual, se produce un exhibicionismo digital que convierte a la gruñona pantera y al holgazán oso en animales perfectamente reales sin la emotividad que poseían los de aquella mentira animada. Maldita realidad y maldito realismo, que diría la embustera Blanche Dubois de 'Un tranvía llamado deseo'. La película también comete el pecado capital de todo 'blockbuster' contemporáneo: intentar epatar los sentidos del espectador a toda costa. Así, cualquier acción dramática es susceptible de convertirse en espectáculo, desde una estampida a la destrucción de un viejo templo indio, para saciar nuestra glotonería de sensaciones fuertes.

Tráiler de la nueva versión de 'El libro de la selva'

Pese a todas sus virtudes (y no son pocas), la película nunca pierde su sentido de 'montaña rusa' o de atracción de feria, y es entonces cuando recordamos que, efectivamente, esta también se ha cocinado en los despachos de un productor con un puro en la boca y los ojos centelleantes ante el dineral que puede ganar volviendo a hacer lo que ya se hizo décadas atrás. El propio Disney, como Peter Jackson, también rehízo una versión muda de 'Blancanieves' para cumplir el sueño de rodar su primera película animada, pionera en la historia del cine. Sin embargo, el avance técnico producido entre la cinta silente y la de Disney justificaba una nueva versión con nuevos enanitos y una princesa remozada. Aunque espectaculares, las aportaciones del nuevo 'El libro de la selva' no acreditan su razón de ser ni logran maquillar la verdadera pretensión de la película: ser un negocio redondo.

Walt Disney dijo que rodaba películas para ganar el dinero con el que hacer otras. Ahí están obras tan arriesgadas como 'Fantasía' o 'Pinocho' para los que se muestren escépticos ante tal afirmación. Por eso siempre duele un poco que sus herederos de multinacional rehagan sus viejos sueños animados, conviertan en Big Macs de fácil digestión lo que una vez fueron grandes platos de cocina.

Actualizar un clásico para cumplir un viejo sueño. Eso es lo que hizo Peter Jackson cuando en 2005 rodó su propio 'King Kong' con la intención de reavivar la que había sido su película de la infancia. La crítica más sesuda destacó que, en lugar de acomodarse en la vieja fórmula, en calcar la historia del gorila que trepaba hasta el Empire State, el director había rendido pleitesía al original a la vez que ampliaba sus posibilidades y lo amoldaba a la corrección política de nuestros días. Sin embargo, el neozelandés erraba a la hora de dramatizar enfáticamente lo que ya era pura poesía en la película de 1933. Algo similar se podría decir de la nueva 'El libro de la selva', que mezcla pasajes de los cuentos originales de Rudyard Kipling pero que se basa, fundamentalmente, en la última película que supervisó el propio Walt Disney antes de morir.

The Walt Disney Company