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El genocidio en primera persona
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estreno de 'el hijo de saúl'

El genocidio en primera persona

La película cuenta el holocausto desde el primer plano de un mimebro de los sonderkommando, prisioneros que trabajaron para los nazis en los campos para vivir más tiempo

Foto: Fotograma de 'El hijo de Saúl'
Fotograma de 'El hijo de Saúl'

El holocausto judío es uno de los temas a los que el cine recurre a menudo. Steven Spielberg, Roman Polanski y un sinfín de directores han mostrado el horror del genocidio. Para ello se suele acudir al mismo punto de vista, el de los supervivientes. El espectador necesita un rayo de esperanza para poder aceptar que todo lo que ocurre en la pantalla pasó realmente. Quizás por eso todos los realizadores han tratado el tema con sobriedad y academicismo, incluso con filigranas estéticas como las que se permitió 'La lista de Schindler'.

Pero la verdad duele, y es necesario que no olvidemos lo que ocurrió y cómo ocurrió. No es que el resto de películas queden invalidadas, pero se echaba de menos alguien que tuviera el valor suficiente para mirar a los ojos al holocausto y que lo mostrara sin paños calientes. Y es precisamente mirar a los ojos lo que hace el novato László Nemes en 'El hijo de Saúl', nominada y favorita al Oscar a la Mejor película de habla no inglesa. El realizador, forjado a las órdenes de Béla Tarr, pone su cámara en torno al rostro de su protagonista y le sigue durante dos horas que se convierten en un viaje casi físico al infierno del campo de concentración.

Por si fuera poco Nemes centra su historia en un miembro de los 'sonderkommando', judíos que trabajaron en los campos ayudando a los nazis a realizar las tareas más oscuras. El Saúl que da nombre a la película es uno de los encargados de meter a los prisioneros en las cámaras de gas y de recoger después sus cuerpos asesinados. La visión de un niño agonizando le hace obsesionarse hasta el punto de convertirlo en su hijo y querer darle un entierro justo.

Su labor para esconder el cuerpo y encontrar un rabino está contado con ritmo, pero sin abandonar nunca (excepto en un par de concesiones) la arriesgada propuesta estética que elige el director. Esa cámara pegada a Saúl hace que el espectador quede sumergido como si fuera otro prisionero. Oye cada sonido, siente cada golpe y sufre como uno más, pero siempre privándonos del sentido al que el cine nos tiene acostumbrados: la vista. El director condena constantemente al espectador a la inquietud del fuera de campo.

El horror queda difuminado para los ojos. 'El hijo de Saúl' no pone cara a los nazis, nunca les vemos definidos, siempre en el cuadro que se mueve alrededor del protagonista. Son un mal informe, inhumano. Lo que sí vemos, aunque nunca con claridad, son los cuerpos arrastrados, quemados y humillados.

Paradójicamente, sin ver todo lo que ocurre, sin esa mirada de narrador omnisciente a la que Hollywood nos tenía acostumbrados, la película se convierte por momentos en una experiencia casi física. Nada de esto sería posible sin un rostro poderoso, conmovedor y a la vez fuerte, el que otorga Géza Röhrig, poeta afincado en Nueva York que entró en la historia conmovido por el guion del director. La película se sostiene sobre él, una tarea que podría haber asustado a cualquiera. Nemes consigue todo esto con un dominio del encuadre y mediante larguísimos planos secuencia impropios de un novato. Su virtuosismo hace que el artificio que propone aguante casi todo el metraje.

Precisamente por lo que tiene de truco y de ejercicio de estilo le hubiera venido bien pulir la historia, que se extiende hasta casi dos horas y que lleva al espectador hasta tal extremo que lo agota e incluso saca del filme. Justo en el momento en el que parece que todo lo construido se va a caer como un castillo de naipes László Nemes se saca de la mamga 15 minutos finales crudos, dolorosos y tristes que vuelven a dejar a uno con la sensación de que le acabaran de dar un puñetazo en el estómago. Para sentirse bien uno ya tiene a Hollywood.

El holocausto judío es uno de los temas a los que el cine recurre a menudo. Steven Spielberg, Roman Polanski y un sinfín de directores han mostrado el horror del genocidio. Para ello se suele acudir al mismo punto de vista, el de los supervivientes. El espectador necesita un rayo de esperanza para poder aceptar que todo lo que ocurre en la pantalla pasó realmente. Quizás por eso todos los realizadores han tratado el tema con sobriedad y academicismo, incluso con filigranas estéticas como las que se permitió 'La lista de Schindler'.

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