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La fiesta revolucionaria de Toulouse-Lautrec, Signac y Redon que cerró el siglo XIX
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hasta el 17 de septiembre

La fiesta revolucionaria de Toulouse-Lautrec, Signac y Redon que cerró el siglo XIX

El Museo Guggenheim de Bilbao presenta 125 obras de los neoimpresionistas, simbolistas y nabis más destacados procedentes de colecciones privadas y apenas vistas

Foto: 'Interior de Mirliton de Bruant', de Louis Anquetin (Efe)
'Interior de Mirliton de Bruant', de Louis Anquetin (Efe)

Venían del impresionismo, tan celebrado hoy como alargada es su sombra, y se reinventaron en el momento de mayor convulsión. París, finales del XIX. Crisis económica, paro, turbulencias políticas, el caso Dreyfus, el asesinato del presidente Carnot, pobreza, suicidios y agitación pública, pero también la década de la explosión de las izquierdas, de la bohemia, del cabaret y las noches de humo y alcohol entre artistas y bailarinas de cancán. En medio de esta revolución, la fiesta la montaron Toulouse-Lautrec, Signac o Redon, los tres cabezas de cartel de las nuevas vanguardias que cerraron el siglo.

Poniendo el foco en las dos últimas décadas del XIX, cuando los impresionistas ya se habían convertido en 'mainstream', aparecen los neoimpresionistas, los simbolistas y los nabis. A estos tres movimientos les dedica el Museo Guggenheim de Bilbao la exposición 'París, fin de siglo' (del 12 de mayo al 17 de septiembre), una interesante muestra que reúne 125 obras procedentes de coleccionistas privados y, por tanto, muy poco vistas por el público. "He podido conseguir la crème de la crème de lo que tenían los coleccionistas. Es destacable, especialmente, que los grabados están en un estado perfecto. Es difícil que un póster sobreviva 125 años. Son piezas muy valiosas", explica Vivien Greene, comisaria de la exposición y curator senior de arte del siglo XIX y comienzos del XX del Guggenheim neoyoroquino

"La de 1890 es una de las décadas más interesantes en la historia del arte. Lo que sucedió después en el siglo XX es el legado de esta década y, en particular, de estos tres movimientos. Son claves para lo que consideramos la modernidad", añade. En medio de una sociedad marcada por el tumulto y polarizada, estos artistas defienden "una esperanza de cambio y el arte como forma de mejorar la vida". En apariencia la ruptura es ligera porque los paisajes, las escenas cotidianas y nocturnas siguen presentes en sus obras, pero realmente van contracorriente y rompen con esa mirada cómplice introduciendo la crítica, la introspección, la psicología y la emoción.

Hola, política. Hola, utopía

Octava y última Exposición Impresionista de París. Año 1886. El escándalo llega en una de las galerías donde se atrinchera la obra de los neoimpresionistas con Seurat a la cabeza y su 'Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte'. Los puntillistas, como son más conocidos, "representan la utopía y la armonía", asegura la comisaria. Aunque mantienen la forma, el fondo cambia radicalmente y la política se cuela en su obra con fuerza. La mayoría son de izquierdas y funden su ideología con la ciencia, en concreto con las teorías del color y la percepción para crear esos efectos ópticos a través de los puntos.

La exposición arranca con un impresionante lienzo de unos tardíos 'Nenúfares', de Monet, el héroe del movimiento. "Es la obra más moderna de la muestra", afirma Greene (de 1914). Prosiguen unos desconocidos dibujos a lápiz de Seurat de su madre para centrarse en el líder del neoimpresionista y "maestro del punto": Signac. A través de varias obras se observa cómo va perfeccionando su pincelada desde esa 'Proa del barco Opus 176' hasta 'Saint-Briac. Las balizas Opus 120' o 'Saint-Tropez. Fontaine des Lices', donde ya es más estilizada y utiliza la técnica y el color al servicio de esa representación utópica de la realidad. Lo que podría ser frente a lo que hay.

Destacan sobremanera los lienzos de Pisarro y Luce, los dos máximos exponentes del compromiso político y social de los neoimpresionistas. El primero, impresionista en sus inicios, aboga por la vuelta al campo para huir de la perversión de la ciudad, mientras que Luce, anarcocomunista criado en una familia humilde, se mete de lleno en harina política guiado por un fuerte anhelo por documentar la historia y el sufrimiento. Es el único que representa el paisaje urbano pintando tanto escenas costumbristas de las clases más bajas que preparan 'El café' de puchero en un hornillo como la vida gris del trabajador y la industrialización de 'El Sambre. Marchiennes'.

Redon y la guarida del mito

Solapándose unos movimientos con otros, los simbolistas irrumpen en escena rechazando la ciencia y abrazando la espiritualidad, el mito y el mundo onírico, incluso el más perturbador, para enfrentar la realidad. "Dan una especie de escapatoria", apunta la comisaria. Y lo hacen con imágenes mucho más evocadoras, sugerentes y fantásticas. Los simbolistas representan el lado oscuro de la modernidad en esa búsqueda por lo trascendente.

En estas están cuando frente al cromatismo de los neoimpresionistas llega Redon, aunque no se definía a sí mismo como simbolista, con sus inquietantes figuras, muchas claramente influidas por Goya y Edgar Allan Poe. El Guggenheim le dedica una buena parte de la exposición con un conjunto de obras que van desde su célebre 'Araña' sonriente o 'El huevo' hasta otras más desconocidas como las litografías del cuento 'La casa encantada', 'Ojos cerrados' o el paso de sus enigmáticos noirs al descubrimiento del color y el pastel en obras como 'Pegaso', 'Sibila' o 'La lectora'.

De noche con Toulouse-Lautrec

Cierran 'París, fin de siglo' los nabis, absolutamente influidos por el grabado y por la estampa japonesa gracias a la exposición monográfica de París de 1890. Su principal revolución fue entender el arte como algo consumible, tanto en el sentido de la decoración como en el de crear un arte popular o efímero para las casas y la calle. Eso les permite experimentar con las técnicas pero también con el lenguaje porque la perspectiva ya no importa, las composiciones son antinaturistas, planas y bidimensionales aunque cargadas de energía y fuerza para llamar la atención. Son los más alegres y, con perspectiva, los más comprometidos con eso llamado la democratización del arte.

"Nos presentan París tal y como era", dice la comisaria. Lo hace Anquetin con su conocido 'Interior del Mirliton de Bruant', un gran óleo de la noche parisina donde (curiosidad) podemos ver dos veces a Toulouse-Lautrec. También Bonnard y sus litografías en color que representan escenas cotidianas de la ciudad; Vuillard con esas pinturas decorativas de interiores rosados donde introduce la tensión psicológica; o Vallotton, el más político y satírico. La muestra reúne una interesante colección de grabados en distintas técnicas en los que critica la vida burguesa a la par que representa el lado más oscuro del París de los suicidios y las ejecuciones.

Entre todos, destacan los carteles de Toulouse-Lautrec. Con él llega la celebración del café y del cabaret, la prostitución, las bailarinas, la noche y la bohemia. "Es la traca final de la exposición", asegura gráficamente la comisaria. Y tiene razón porque es difícil ver tantos carteles juntos del artista. Comenzó a hacer grabados inspirado en un anuncio de champagne de Bornard. De ahí salieron sus famosas y sencillas estampas entendidas como objetos efímeros que tenían que detener al viandante con colores vivos, líneas marcadas pero con poco detalle y unas letras hoy inconfundibles.

Juntos, Toulouse-Lautrec y Jan Avril construyeron el vocabulario estitístico de la modernidad. Sus carteles, protagonizados por la pelirroja más famosa de la noche parisina, pero también por la bailarina May Milton, la glotona (La Goulue), el cabaret El gato Negro o el Moulin Rouge, son el testigo de la vida animada y poco convencional con epicentro en Montmartre. Con ellos Toulouse-Lautrec no solo impulsó el desarrollo de la cartelería y las artes gráficas sino que, sobre todo, definió el audaz y anhelado París de fin de siglo.

Venían del impresionismo, tan celebrado hoy como alargada es su sombra, y se reinventaron en el momento de mayor convulsión. París, finales del XIX. Crisis económica, paro, turbulencias políticas, el caso Dreyfus, el asesinato del presidente Carnot, pobreza, suicidios y agitación pública, pero también la década de la explosión de las izquierdas, de la bohemia, del cabaret y las noches de humo y alcohol entre artistas y bailarinas de cancán. En medio de esta revolución, la fiesta la montaron Toulouse-Lautrec, Signac o Redon, los tres cabezas de cartel de las nuevas vanguardias que cerraron el siglo.

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