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"Las humanidades tienen que molestar o se convierten en un adorno elitista"
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'la imaginación hipotecada'

"Las humanidades tienen que molestar o se convierten en un adorno elitista"

Un libro colectivo, 'La imaginación hipotecada', analiza los conflictos derivados de la precariedad económica

Foto: 'La imaginación hipotecada'
'La imaginación hipotecada'

Pocos asuntos tan centrales en nuestra época como la precariedad. ¿Por qué el siglo XXI no se comprende sin este concepto? “Como escribió Norberto Bobbio, vivimos en “el tiempo de los derechos”, pero esos derechos se encuentran hoy envueltos en la más absoluta precariedad, que es la antítesis de lo que el concepto “derecho” significa. Un derecho es algo que se debe garantizar a quien lo detenta, algo que aporta seguridad y no incertidumbre, ni sensación de inseguridad”, explica Victoria Camps, catedrática de Filosofía de la Universidad Autónoma de Barcelona. Cuesta quitarle la razón con los datos que aporta, por ejemplo el 24% de paro que se ha llegado a registrar en España o el hecho de que las veinte personas más ricas del país acumulen tanto dinero como los catorce millones más pobres. Su texto pertenece a ‘La imaginación hipotecada’, un libro colectivo que explica cómo la precariedad sirve como herramienta de control y corrosión de nuestras democracias.

La lista de colaboradores es sólida y variada: de Santiago Alba Rico a Javier Gómez de Liaño, pasando por Jorge Riechamnn, hasta llegar a veintiséis firmas. Estamos, además, ante el debut de un nueva editorial: A vuelta Pie, impulsada por Ecologistas en Acción, coordinadora de grupos verdes formada en 1998 (la más activa contra el delirio inmobiliario y sus efectos en el medio ambiente). Hablamos con los coordinadores del texto, Palmar Álvarez-Blanco y Antonio Gómez L-Quiñones, de las universidades de Carleton y Dartmouth, en Minnesota y New Hampshire respectivamente, Estados Unidos.

PREGUNTA. Hay un rapero español, Nega, que lo explica así: los chavales británicos de clase trabajadora se solían hacer tatuajes con la frase “orgullo obrero”, mientras que hoy nadie se haría uno que pusiera “orgullo precario”. En ese sentido, la nueva situación funciona como disolvente de lazos sociales, ¿no?

RESPUESTA. Sí, el uso y abuso de la “precariedad” como herramienta explicativa tiene un efecto disolvente. Hay categorías previas con las que la izquierda ha mantenido históricamente fuertes lazos organizativos, intelectuales y afectivos (como el de “clase social”) que, sin embargo, no caben en denominaciones como “precariedad” o “precariado”. Por otra parte, habría que preguntarse por qué otras palabras y nociones, como la de “clase obrera” o “lucha de clases”, han quedado desplazadas y quién las ha desplazado. Es evidente que las sucesivas derrotas de la izquierda en el siglo XX han puesto contra las cuerdas la propia legitimidad de su aparato analítico, de buena parte de su vocabulario y de muchos de sus símbolos.

De todas formas, de igual forma que reconocemos el efecto disolvente en el énfasis contemporáneo en la “precariedad”, también notamos un efecto aglutinador que, muy a menudo, ha hecho las veces de catalizador para mareas, movimientos ciudadanos, asociaciones de muy diverso tipo y proyectos éticos basados en la interdependencia. Nuestro volumen se ocupa de esta doble faceta, centrífuga y centrípeta, de la precariedad.

Las sucesivas derrotas de la izquierda han puesto contra las cuerdas la propia legitimidad de su aparato analítico, su vocabulario y sus símbolos

P. El libro maneja ese doble concepto de precariedad: primero, somos vulnerables frente a sistema económico competitivo y feroz, pero además somos dependientes, lo que nos obliga a establecer lazos, relaciones y vínculos solidarios para subsistir. ¿No es mucho más potente la carga negativa de la precariedad que sus ventajas potenciales?

R. Claro, el concepto “precariedad” no es neutro y es importante explicar las razones por las que ha tenido tanto éxito mediático y académico en los últimos años. Por una parte, la invocación de una precariedad antropológica ha servido para articular proyectos éticos muy relevantes y, sobre todo, para llamar la atención sobre un amplio abanico de situaciones laborales, educativas, habitacionales, médicas y de otros tipos. En este sentido, ha sido un término muy útil para muchos movimientos sociales y acercamientos intelectuales preocupados por los efectos más palpables de la crisis que se inicia en 2008. Por otra parte, sería absurdo negar que el vocablo ha sufrido cierto desgaste y un grado de domesticación.

“Precariedad” parece referirse a veces a una suerte de nuevo contrato social (aceptado a regañadientes, pero aceptado al fin y al cabo) en el que han saltado por los aires derechos y libertades que se pensaban como permanentes. Hablar de “precariedad laboral”, ¿hace más digerible y asumible el problema de la “explotación del trabajo” o sirve para alejar el debate público del núcleo central de dicha problemática? ¿Por qué “explotación del trabajo” se percibe como una expresión excesiva o demodé?

P. En uno de los artículos, Eduardo Maura (diputado de Podemos) critica la forma en que los medios presentan la precariedad. El País lleva una década publicando reportajes sobre “mileuristas” o “nimileuristas”, pero con unas fotos tan atractivas (jóvenes guapos, sonrientes) que neutralizan el efecto del texto. ¿Qué iconografía puede ayudarnos a tomar conciencia?

R. Es una pregunta difícil de responder. En el fondo de este debate sobre la representación más adecuada de la precariedad, hay un problema de mayor calado. La propia crisis económica, como también lo fue la ‘memoria histórica’ en los lustros anteriores, puede convertirse (si es que no se ha convertido ya) en una moda cultural, una especie de membrete o marca comercial en la que se cuelgan novelas, filmes, exposiciones, reportajes, fotografías, programas televisivos y libros para arrogarse algún tipo de capital simbólico o ético. Quizá podemos apuntar tres breves ideas.

En primer lugar, sería un error dejar de hablar, pensar, filmar y escribir sobre la crisis a la espera de un código puro e incólume, en el que nos sintamos ideológicamente satisfechos. Este código no va a llegar como una epifanía milagrosa: hay que ir creándolo como en un proceso de ensayo y error. En segundo lugar, tan importante como el tipo de iconografía que elaboremos sobre la crisis son los medios y contextos en los que esta sea recibida y asimilada. Las imágenes nunca aparecen en el vacío, sino en un marco institucional (un periódico, una exposición) y en un contexto social. Son estos los que pueden darle o restarle eficacia estética y política a nuestros discursos. Es por lo tanto imprescindible poder ejercer algún tipo de control sobre esos marcos y contextos. Finalmente, hay que desconfiar de esos relatos que toman aspectos aislados de la crisis para promover un tipo de empatía un tanto epidérmica sin tocar, sin embargo, sus causas últimas. Este modelo de relatos suele ser política e intelectualmente conformista.

Hay que desconfiar de esos relatos que toman aspectos aislados de la crisis para promover empatía sin tocar, sin embargo, sus causas últimas

P. En el libro, la ensayista literaria Sultana Wahnón denuncia que vivimos en sociedades del conocimiento, pero de un tipo muy concreto de conocimiento, que podemos describir como técnico y orientado a los beneficios empresariales. ¿Qué pueden aportar las humanidades para resolver los problemas políticos actuales?

R. Desde Estados Unidos, en donde nosotros vivimos desde hace casi veinte años, el giro que están sufriendo las universidades españolas, así como la jerga de la productividad, la eficiencia, la financiación privada y los emprendedores, tiene algo de déjà vu. La intensificación de la lógica del mercado en el ámbito del conocimiento, de casi cualquier tipo de conocimiento, es un proceso muy potente, transnacional, que ya se encuentra muy consolidado en algunas zonas geográficas y al que es altamente difícil substraerse. La exigencia de un saber económicamente provechoso, que justifique sin excepciones su propia existencia en términos de rentabilidad, está transformando (incluso si no lo notamos) el tipo de alumnos, profesores, clases, materias, escuelas, universidades, contenidos, revistas, congresos, medios de comunicación y diálogos públicos que producimos.

En este contexto, las humanidades se encuentran (a nadie sorprenderá) en una tesitura muy difícil. Es imposible predecir lo que va a ocurrir, pero nos atrevemos a proponer dos hipótesis de trabajo. Primera, hay que tener cuidado con los “falsos amigos”, esas alianzas tramposas entre las humanidades y otras ramas o disciplinas con el objetivo quimérico de alcanzar mayor relevancia ante administradores, gestores y responsables políticos. Cada vez que oigamos la conjunción “para” entre “humanidades” y otros sustantivos (“humanidades para la carrera médica”, “humanidades para los estudios de ingeniería”, “humanidades para la tecnología”), hay que sospechar. Segunda, las humanidades serán radicalmente críticas con los problemas que los seres humanos afrontamos (comenzando por el capitalismo neoliberal) o no serán nada, un simple adorno elitista para aquellos que puedan permitírselo. Las humanidades (e incluimos disciplinas como la historia, la antropología y el pensamiento político) tienen que molestar y servir de acicate.

Hay que tener cuidado con los “falsos amigos”, esas alianzas tramposas entre las humanidades y otras ramas o disciplinas

P. Hay que señalar que no estamos ante un debate de ideas, sino de problemas materiales. En ese sentido, es impresionante el dato que resalta Santiago Alba Rico: “El noventa por ciento de las mercancías que se producen hoy terminan en la basura a los seis meses”. ¿Qué dice esto de nuestra sociedad?

R. La frase de Alba Rico pone sobre la mesa varios asuntos que otros ensayos en el volumen recuperan y expanden. Por ejemplo, los ritmos del consumo son cada vez más cortos, se agotan antes y exigen un modelo de gasto compulsivo. Esta forma de conformar consumidores, y no tanto ciudadanos, o de hacer del consumo la vía de participación e integración por antonomasia, tiene un evidente reflejo en el endeudamiento privado. Esta ya es una tendencia muy desarrollada en los Estados Unidos y comienza a estarlo en España. La deuda es una forma de reimpulsar el consumo y, al mismo tiempo, de imponer un nuevo producto muy nocivo, de alto riesgo, que hipoteca el desarrollo de grandes colectivos demográficos.

Evidentemente, la frase de Santiago también tiene que ver con la hiperproducción de mercancías que realmente no necesitamos, que ecológicamente tienen un coste irreversible y que, de manera muy rápida, engrosan el vertedero. Nuestras sociedades son máquinas de producir grandes sobrantes, excedentes, desperdicios y basura, cosas que se usan y tiran muy rápidamente. Esta “orgía de la opulencia” acontece al mismo tiempo que, en otros lugares, falta lo más básico para la subsistencia. Este tipo de desequilibrios nos recuerdan que hay un mapa geopolítico de la precariedad y que esta se distribuye de forma desigual dentro los países, los continentes y a escala global.

P. El libro apunta que, desde la revolución neoliberal de Reagan, la democracia se ha ido batiendo en retirada frente a conceptos presuntamente positivos como “eficacia”, “gestión”, “racionalidad” y “competencia”. ¿Cómo funciona este proceso? ¿Qué ejemplos actuales podéis darnos?

R. Una de las ideas subyacentes en buena parte de los ensayos de nuestro volumen es que el capitalismo neoliberal permite el tipo de democracia que permite, ni más ni menos. Sería una irresponsabilidad, además de intelectualmente infructuoso, banalizar el tipo de libertades y derechos que disfrutamos en países como España y Estados Unidos. Estas libertades son reales y permiten, entre otras cosas, poder publicar libros como el nuestro y mantener entrevistas como esta. Por otra parte, sería igualmente desatinado obviar todas esas tendencias reaccionarias y corrientes autoritarias que se dan el en seno de nuestras democracias. Una forma de contener y restringir los posibles efectos de una práctica democrática más amplia, influyente y profunda es levantar y fortificar el sacrosanto parapeto de la “eficacia” y la “competitividad”.

Por ejemplo, todos sabemos que la economía es una realidad histórica y humana, pensada y realizada por seres como nosotros mismos. No es un destino divino, ni un sino oracular. Sin embargo, en el nombre de una “buena” gestión económica” (por cierto, la misma que nos ha llevado al atolladero presente), se tacha de insensata e inviable cualquier propuesta económica que no pase por la austeridad a rajatabla o bien por una austeridad “blanda”, aligerada, en diferido ¿No hay más opciones factibles? Este es un límite estructural de nuestras democracias: podemos votar lo que nos dé la gana, pero la economía se nos presenta como una ciencia seudo-ocultista cuyos designios, siempre dictados de antemano, nadie puede alterar. Si para que la economía capitalista funcione a escala global, millones de personas tienen que padecer, se asume que el sacrificio acabará siendo propicio. Si para que el capitalismo a escala global funcione, se pone en peligro la propia viabilidad ecológica del planeta, se denigran o ignoran los datos científicos al respecto. Votar no impide que grandes ámbitos de nuestra existencia se hayan desconectado de facto de cualquier fiscalización democrática, colectiva y verdaderamente racional.

Sería una irresponsabilidad banalizar el tipo de libertades y derechos que disfrutamos en países como España y EE.UU. Estas libertades son reales

P. Hace casi cuarenta años que se publicó “La distinción”, de Pierre Bourdieu, pero seguimos confundiendo nuestro consumo cultural con nuestra personalidad. Vuestro libro ataca este malentendido. ¿Vivimos una apología del clasismo, camuflado como libertad de elección?

R. Claro, el consumo se ha convertido en un medio de integración y participación elemental, probablemente en la práctica colectiva más importante, la más intensa, frecuente y extendida. Por otra parte, la ceremonia del consumo discrimina y segrega. Todo el mundo compra, pero no todos compran lo mismo, ni en el mismo lugar, ni con el mismo aura cultural ni con el mismo prestigio social. La crisis económica no ha hecho sino subrayar esta dinámica clasista. Por otro lado, la propia diversificación del consumo, la heterogeneidad de productos y la posibilidad de elegir entre estos son consustanciales a nuestra comprensión de la libertad individual.

Esta es una versión un tanto plana de la libertad y con un recorrido bastante corto, pero tiene un efecto decisivo en cómo entendemos la configuración de nuestra identidad mediante atuendos, marcas, accesorios, peinados, modificaciones del cuerpo, aparatos electrónicos, etcétera. Lo curioso es que lo que entendemos como una expresión libre e idiosincrática de nuestra personalidad se trata, en el fondo, de una de las posibilidades preestablecidas y uniformadas que el mercado nos ofrece.

P. Describen España como un protectorado de Europa central: “Se vota en Madrid, Barcelona o Bilbao, pero se decide en Bruselas y Berlín”. ¿Qué margen de maniobra cultural cabe a escala nacional y local?

R. Probablemente, una de las recientes maniobras culturales (en un sentido amplio) que más han llamado la atención fuera de España ha sido la repolitización de grandes sectores. Esta repolitización surge, entre otros motivos, de las aflicciones y de la indignación que despierta la crisis, pero también del rechazo de una versión burocrática, elitista, tecnocrática y corrupta de la gestión de lo publico. Al calor de este nuevo ambiente de época ha surgido una tupida red de colectivos y organizaciones que, de alguna manera u otra, ensanchan los límites de la participación y la colaboración democrática y ciudadana. Muchos ensayos de nuestro volumen se refieren a este fascinante desarrollo.

Al mismo tiempo, el estatus un tanto subalterno de España en relación a las estructuras de la Unión Europea, del FMI o del Banco Mundial es un problema de geopolítica muy complicado que difícilmente se soluciona o frena a una microescala colaborativa. Se necesita acumular poder político en España y otros países del entorno para poder revertir esta situación e instaurar un sentido democrático y abierto de la soberanía popular, en el que además las instituciones sean más transparentes, inciten a la participación crítica y trabajen para la mayoría. Esta no va a ser una labor rápida ni inmediata, pasará por muchos altibajos y no tiene nada garantizado de antemano. De hecho, estamos justo al comienzo de este proceso y hay que ser tan perseverantes y ambiciosos como pacientes. Nuestro volumen tiene, en general, un tono sobrio y poco utópico porque entendemos que, para la izquierda, no va a haber victorias épicas ni logros inauditos en un futuro cercano. Se dan, sin duda, nuevas posibilidades, nuevos márgenes de maniobra, nuevas energías y nuevos actores culturales y políticos, pero el camino a recorrer va ser escarpado porque la precariedad se ha desplegado como una segunda piel social. Arrancarnos esa segunda piel es posiblemente el gran reto de la izquierda del siglo XXI.

Pocos asuntos tan centrales en nuestra época como la precariedad. ¿Por qué el siglo XXI no se comprende sin este concepto? “Como escribió Norberto Bobbio, vivimos en “el tiempo de los derechos”, pero esos derechos se encuentran hoy envueltos en la más absoluta precariedad, que es la antítesis de lo que el concepto “derecho” significa. Un derecho es algo que se debe garantizar a quien lo detenta, algo que aporta seguridad y no incertidumbre, ni sensación de inseguridad”, explica Victoria Camps, catedrática de Filosofía de la Universidad Autónoma de Barcelona. Cuesta quitarle la razón con los datos que aporta, por ejemplo el 24% de paro que se ha llegado a registrar en España o el hecho de que las veinte personas más ricas del país acumulen tanto dinero como los catorce millones más pobres. Su texto pertenece a ‘La imaginación hipotecada’, un libro colectivo que explica cómo la precariedad sirve como herramienta de control y corrosión de nuestras democracias.

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