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"Que la destrucción del relato nacional sirva para explorar otras formas de estar juntos"
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Sergio del Molino publica 'La españa vacía

"Que la destrucción del relato nacional sirva para explorar otras formas de estar juntos"

El autor de 'La hora violeta' se estrena en la no ficción con un singular y admirable ensayo sobre el misterioso país que advertimos desde la autovía, el de los pueblos

Foto: Sergio del Molino
Sergio del Molino

Los campesinos son como las patatas, por mucho que los apiles no acaban de estar juntos. No es un chiste reaccionario, lo escribió Karl Marx en 'El dieciocho de Brumario de Luis Napoleón Bonaparte' para enjuiciar el egoísmo irreductible que a él le parecía latir en el hombre del campo. Una desagradable actitud que el pater familias del comunismo creía felizmente al borde de la extinción por la pujanza de las ciudades y de los trabajadores industriales, mucho más formateables en masas prestas a ser movidas como piezas del Risk por el tablero de la revolución. La actitud de Marx no es más que otro de los numerosos ejemplos del desprecio por el mundo rural por parte de la modernidad cosmopolita, una altanería intelectual que la historia ejecutaría realmente abarrotando las urbes y despoblando las aldeas.

Pero, en la España de hoy, la geografía urbana y europea no se entiende sin la interior y despoblada, tan injustamente tratada por nuestro tiempo. El escritor Sergio del Molino (Madrid, 1979), autor de esa novela puntal de la literatura española de los últimos años que es 'La hora violeta', decidió recorrer ese país que sospechamos desde las autovías y, fruto de aquellos viajes, publica ahora su primer ensayo, 'La España vacía. Viaje por un país que nunca fue' (Turner, 2016). El resultado redibuja el mapa histórico y sentimental de una nación desconocida y aparentemente fantasmal con sabiduría y sin tópicos ni estrecheces. Y sin patatas.

Pregunta. Advierte en la introducción de su libro que lo que narra en él no es nada más, ni menos, que la historia de una desconfianza universal. ¿Ha escrito un ensayo sobre el miedo al otro?

Respuesta. La heterofobia es una constante de las sociedades complejas y modernas, aunque pueda parecer una herencia medieval. La heterofobia funciona en muchos sentidos y contextos: el nacionalismo, por ejemplo, no es más que una de sus muchas expresiones políticas, pero también se da entre razas, religiones y, por supuesto, entre clases. Es una forma de cosificación del otro, un mecanismo psicológico que permite combatirlo y, llegado el caso, exterminarlo. La heterofobia que exploro en este libro está relacionada con el desprecio secular hacia la gente del campo, que se encuentra en los lugares comunes y en los prejuicios más groseros, pero también en las ideologías y discursos más sofisticados. En ese sentido digo que es universal, porque cualquier sociedad industrializada ha sufrido ese conflicto.

El éxodo rural es un fenómeno universal ligado a las revoluciones industriales, pero el caso de España tiene unas peculiaridades que lo hacen más dramático, o incluso más trágico, por eso es más interesante. Aquí ha habido una destrucción sistemática del campo, sus pobladores han sido desposeídos de sus medios de vida de forma brutal y en muy poco tiempo, ha habido traslados forzosos de población, verdaderas salvajadas. Al mismo tiempo, hemos tenido un campo en armas durante más de cien años: el carlismo y el tradicionalismo han alentado una ideología antiurbana muy violenta que aspiraba a purificar esos nidos de pecado que eran las ciudades. Los elementos dramáticos, como suele pasar en nuestra historia, son tan hiperbólicos y desproporcionados que dan mucho juego literario.

El éxodo rural es un fenómeno universal ligado a las revoluciones industriales, pero el caso de España tiene unas peculiaridades trágicas

P. ¿Cómo fue el proceso de investigación y escritura?

R. Como todos los míos, este libro es fuertemente autobiográfico, aunque sea un ensayo. Soy un chico de provincias, vivo en Zaragoza, una ciudad de tamaño medio europeo (unos 700.000 habitantes, como Sevilla, la quinta ciudad del país) rodeada por kilómetros y kilómetros de vacío en todos los puntos cardinales. Viviendo aquí se siente la España vacía porque aparece de inmediato en cuanto te das un paseo. Siempre he viajado por lugares remotos, me ha fascinado la singularidad demográfica de España, que tiene la población concentrada en la costa y en pocos puntos, a diferencia del resto de países de Europa occidental, que están muy homogénea y densamente poblados, y llevo años leyendo y acumulando documentación sobre el tema.

Pero mi reflexión es literaria. He vuelto al paisaje, me he peleado con los noventayochistas, he vuelto a todos los que han escrito algo sobre los dolores de España. Juro que Unamuno se me aparecía en sueños, era muy desagradable, como pelearte con tu propio bachillerato. Así ha sido el proceso, una discusión con una parte de la tradición española. Una discusión a grandes voces, no calmada, sino a la española. Creo que los vecinos estaban preocupados de oír tanto grito, pero es que con Buñuel, con Delibes y con algunos otros sólo se puede hablar chillando.

P. ¿Y qué ideas preconcebidas se le cayeron cuando recorría la España vacía?

R. El mito de la Arcadia. He conocido a mucha gente de ciudad que se ha instalado en pueblos minúsculos, prácticamente abandonados. Buscaban una vida más "auténtica", póngale todas las comillas que quieras a lo auténtico, y se encontraron con una vida asfixiante, aburridísima y amenazante. Me creí lo de 'Perros de paja' y la violencia que se desencadena en los lugares aislados. Pero la estadística es terca y dice que la violencia y el crimen son anecdóticos. O, al menos, tan anecdóticos en el campo como en la ciudad. Hay cientos de pueblos como Fago en toda España, pero sólo un crimen de Fago. Si son las condiciones de aislamiento las que generan la violencia, ¿por qué no hay cientos de crímenes de Fago?

P. La ciudad parece el espacio máximo de la libertad, el lugar dónde nadie se conoce ni se vigila, a diferencia del coto cerrado de maledicencias que es el pueblo...

R. Bueno, China es una sociedad hiperurbana y sus ciudadanos parecen bastante controlados, como lo estamos nosotros. Bajo el franquismo, porteros, taxistas y camareros fueron unos controladores sociales y chivatos de la policía muy eficaces. Lo que hay en las comunidades pequeñas es una mayor presión social por encajar en el estándar. Todo llama más la atención y se valora la homogeneidad: cualquier disidencia o salida de tono se percibe como una amenaza para la paz. En ese sentido, es cierto que se es más libre en la ciudad. O, al menos, se tiene más sensación de libertad porque, además, hay más posibilidades de cruzar afinidades electivas y reconocerse en la propia tribu, por minoritaria o rara que sea. Pero a menudo se sobredimensiona esa presión del pueblo. Conozco a muchos raros, artistas y excéntricos, que viven vidas felices en pueblitos cuyos habitantes ni entienden ni comparten lo que hacen.

A menudo se sobredimensiona la presión del pueblo. Conozco a muchos raros, artistas y excéntricos, que viven vidas felices en pueblitos

P. Todo arrancó con lo que llama "el gran trauma".

R. Aunque el éxodo rural español empieza a mediados del siglo XIX y se constata sobre todo a partir de 1876, es entre 1950 y 1970 cuando se registran los mayores picos. En veinte años, las grandes ciudades duplican y triplican sus habitantes, y miles de pueblos se abandonan. Es un período muy corto, una urbanización en un instante, que colapsa las ciudades, donde aparecen cinturones de chabolas, y mata el campo. El mapa de España se da la vuelta, se abre una brecha gigantesca e insalvable entre el campo y la ciudad. Todo sucede muy rápido y estamos aún asimilando las consecuencias de ese trauma.

P. ¿Cuáles son los contornos de la España vacía? ¿Es un país homogéneo o esconde más complejidad de la que parece?

R. Hay dos Españas vacías, una real, que se puede cartografiar y describir, y otra imaginaria, que está en la conciencia y en las mitologías familiares de los hijos y los nietos de ese éxodo. La real se correspondería, a grandes rasgos, con lo que entendemos por la España interior, exceptuando Madrid: las dos Castillas, Extremadura, Aragón, la Rioja y partes limítrofes de Galicia, Andalucía, Cataluña y Valencia. Allí la densidad de población es muy baja. En algunas partes, como Teruel, Cuenca y Soria, por debajo de diez habitantes por kilómetro cuadrado. Es decir, que no hay nadie, está tan despoblado como el polo norte. Esto no pasa en Francia, en Alemania ni en Italia. Los pocos españoles que habitan esas regiones viven con un sentimiento de agravio permanente que ha tenido muchas expresiones políticas, pero, en general, se sienten despreciados, ignorados y maltratados. Tienen un resentimiento agudo contra el estado.

P. Describe una nación de mitos. ¿A qué intereses responden?

R. Hablo del mito de la España negra; del mito de la España miserable, encarnada en Las Hurdes; del mito de la España inculta que ha intentado ser redimida por métodos apostólicos, como las misiones pedagógicas, y del mito de la España reaccionaria, expresada en la cultura política del carlismo, que es también una rareza hispánica a la que se presta muy poca atención o una atención demasiado folclórica. Todos son simplificaciones y caricaturas de un país mucho más complejo. No creo que respondan a un interés concreto, eso sería casi tanto como aceptar una teoría de la conspiración. Simplemente, surgen desde el miedo al otro del que hablábamos, de la percepción urbana del campo como un territorio hostil y despreciable.

P. ¿Y qué reflejo ha tenido la España vacía en la literatura, el cine, el arte actual? ¿Cuáles son sus referencias?

R. Desde los años ochenta se ha explotado la nostalgia de los españoles que vivieron el éxodo, no siempre con elegancia ni con hondura. En el libro hablo de Julio Llamazares y 'La lluvia amarilla', que marcó un hito generacional, pero también de Muñoz Molina, José Luis Cuerda o Labordeta. Muy reciente es el caso de Jesús Carrasco e 'Intemperie', quizá el libro más importante de los últimos años en ese sentido. Pero, si me tengo que quedar con un solo nombre, y esto es preferencia personal, me quedo con Miguel Delibes. Es sin duda el gran narrador de la España vacía, el gran testigo del éxodo y quien más finamente exploró las implicaciones sociales y sentimentales de la extinción rural.

Desde los años ochenta se ha explotado la nostalgia de los españoles que vivieron el éxodo, no siempre con elegancia ni con hondura

P. Al final del libro confiesa que su ensayo trata del silencio, "como casi todos mis libros". Y destaca las virtudes de ese silencio que llega del pueblo para la convivencia futura de todos los españoles en tiempos en que florecen las tensiones identitarias. ¿Cómo?

R. Las patrias se arman con mitos belicosos. Creo que el relato de la patria española hace décadas que se desmontó, apenas unos pocos españoles siguen creyendo en él, y un país sin relato no es un país. Es cuestión de tiempo que una nación que ha perdido el relato pierda la condición misma de nación. Sin embargo, esa conexión con el país perdido es a la vez íntima y compartida por millones de personas. No es algo que se aprenda en la escuela, sino en el salón de casa. Quizá, y solo quizá, esa construcción de la identidad basada en el sentido de pertenencia a un lugar que no es tal, en unos tiempos en los que ni la religión ni la clase social parecen tener fuerza para amalgamar ni para formar identidades fuertes, puede cohesionarnos. O puede ser un elemento de cohesión que, al no estar cimentado en la heterofobia, permita la convivencia entre diferentes. En lugar de lamentar la destrucción del relato nacional, como haría un nacionalista, se puede aprovechar esa ruptura del relato para explorar otras formas de estar juntos que no tengan que ver con cristianos que mataban moros o conquistadores del Perú. Pero no sé articularlo políticamente, es tan sólo una sugerencia, una aportación a un debate en el que tendría que participar mucha gente.

Los campesinos son como las patatas, por mucho que los apiles no acaban de estar juntos. No es un chiste reaccionario, lo escribió Karl Marx en 'El dieciocho de Brumario de Luis Napoleón Bonaparte' para enjuiciar el egoísmo irreductible que a él le parecía latir en el hombre del campo. Una desagradable actitud que el pater familias del comunismo creía felizmente al borde de la extinción por la pujanza de las ciudades y de los trabajadores industriales, mucho más formateables en masas prestas a ser movidas como piezas del Risk por el tablero de la revolución. La actitud de Marx no es más que otro de los numerosos ejemplos del desprecio por el mundo rural por parte de la modernidad cosmopolita, una altanería intelectual que la historia ejecutaría realmente abarrotando las urbes y despoblando las aldeas.

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