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Todas las maneras de matar a un traductor: en la hoguera, apuñalado, de hambre...
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entrevista a javier calvo

Todas las maneras de matar a un traductor: en la hoguera, apuñalado, de hambre...

El escritor barcelonés revisa en un ensayo la historia de un oficio fantasma: la traducción

Foto: El escritor y traductor Javier Calvo (EFE)
El escritor y traductor Javier Calvo (EFE)

Año 1535: queman en la estaca al intelectual protestante William Tyndale. ¿Su delito? Una traducción. No, Tyndale no fue ajusticiado por perpetrar una traducción horrible, sino más bien por el sentido religioso de su trabajo: la autoridad competente consideró que su traducción del Nuevo Testamento era demasiado afín al luteranismo.

Homicidio que hubiera hecho las delicias de Thomas Bernhard, escritor y atizador profesional, que dijo lo siguiente sobre el oficio de traducir: “Un libro traducido es como un cadáver mutilado por un coche hasta quedar irreconocible. Se puede buscar los pedazos pero ya no sirve de nada. La verdad es que los traductores son algo horrible. Pobre gente que no recibe nada por su traducción, los honorarios más bajos, algo que clama al cielo, como suele decirse, y ellos hacen un trabajo horrible, así que en cierto modo todo se equilibra. Cuando se hace algo que no vale nada no se debe recibir nada”.

Calvo, traductor al español de Foster Wallace, Coetzee, DeLillo y Rushdie y autor de novelas como 'El jardín colgante', viaja de la edad heroica de la traducción -cuando era un oficio de príncipes y sabios en el que destacaban “traductores estrella” como Cicerón- a su actual conversión en “profesión liberal de segunda fila” afectada por los vaivenes económicos; aunque su pérdida de peso cultural no haya librado del todo a los traductores de protagonizar cruentos sucesos: Htoshi Iragashi, traductor japonés de 'Los versos satánicos' de Salman Rushdie, fue asesinado a puñaladas en 1991.

No obstante, los riesgos que corren hoy día los traductores no tienen que ver con los enviados del ayatolá Jomeini, sino con las dinámicas mercantiles de la industria editorial.

Calvo fantaseaba hace años con la posibilidad de jubilarse como traductor profesional, pero ahora ya no… “Desde que comenzó la recesión, a los traductores nos está pasando lo mismo que al resto de trabajadores del sector: que hay menos lectores, que se publican menos libros y que los libros tienen tiradas más cortas”, explica.

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Paradójicamente la crisis económica ha dado un plus extra de glamour al oficio de traducir: “Cuando yo empecé estaba mal visto que un escritor dijera que trabajaba de traductor, pero la crisis ha invertido la tendencia: hay un gran trasvase de escritores a la traducción para ganar algún dinero”, explica Calvo.

Lo que no significa precisamente que vivir de escribir fuera pan comido antes de la recesión. “No es que en España no se pueda vivir ahora de la literatura, es que nunca se pudo. De lo que se vivía era de las actividades literarias periféricas: conferencias, artículos de prensa, clases en la universidad... Lo que te daba de comer era lo que rodeaba a la literatura, y eso en la época de las vacas gordas”, razona.

No es que en España no se pueda vivir ahora de la literatura, es que nunca se pudo

Por otro lado, la creciente mercantililzación ha tendido a “homogeneizar” las traducciones por la vía del “aplanamiento” del lenguaje. Calvo analiza en el libro las consecuencias de la imposición de un “español para todos los públicos” (apto, por tanto, para todos los mercados). El “español neutro” -escribe- ha “destruido una parte importante del contenido del original, que son los elementos de oralidad o regionalidad” y ha creado “una versión neutralizada y por lo tanto empobrecida del español”.

El “español estándar” exigido por la editoriales ha acabado por obrar asombrosos milagros estilísticos. “Que dos escritores tan diferentes como Martin Amis e Ian McEwan, uno verborreico y el otro solemne, se parezcan sospechosamente entre sí. Hasta el punto de que el lector español tiene problemas para reconocer las diferencias de estilo entre uno y otro”, razona Calvo.

El escritor pone otro ejemplo concreto de las modas editoriales respecto a las traducciones. Si en la literatura británica suele jugar un papel relevante el modo en el que hablan los personajes, del pijo al lumpen, en las traducciones españolas se produce una extraña superación de la lucha de clases por la vía de la neutralidad estilística. “Se tiende al castellano neutro, pero es que nadie habla un castellano neutro”, zanja Calvo. He aquí la paradoja final: la proletarización del traductor es inversamente proporcional a la desproletarización de sus personajes. Curioso fenómeno cultural.

Año 1535: queman en la estaca al intelectual protestante William Tyndale. ¿Su delito? Una traducción. No, Tyndale no fue ajusticiado por perpetrar una traducción horrible, sino más bien por el sentido religioso de su trabajo: la autoridad competente consideró que su traducción del Nuevo Testamento era demasiado afín al luteranismo.

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