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¿Qué comen los tiranos?
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las mejores recetas totalitarias

¿Qué comen los tiranos?

Ensaladas de ajo crudo, caramelos de Quality Street, carne humana... Llega 'El banquete de los dictadores', una investigación sobre los caprichos culinarios de los grandes monstruos del siglo XX

Foto: Hitler de almuerzo al aire libre
Hitler de almuerzo al aire libre

Cuentan que Hitler era vegetariano pero se zampaba tremendos pichones rellenos de lengua e hígado. Pol Pot cenaba estofado de cobra, Mussolini devoraba ajos crudos a dos manos e Idi Amin engullía cuarenta naranjas al día, tal vez para ocultar así el sabor a carne humana, su otra debilidad culinaria. No somos capaces de asegurar que indagar en los hábitos gastronómicos de los más sanguinarios tiranos del siglo XX nos descubrirá tal vez alguna de las razones de su proceder. Probablemente no. Pero la seducción que ofrece la secuencia de sus banquetes, de sus recetas más queridas, de sus tráfagos gastrointestinales, de sus régimenes y adicciones es instantánea.

Y si incorporamos todo esto a un volumen golosamente ilustrado como ha hecho el sello Melusina en 'El banquete de los dictadores', la -inquietante- seducción se multiplica.

Los autores, Victoria Clark y Melissa Scott han reunido en estas páginas, en las que el olor de las grandes cocinas de palacio se confunde en las fosas nasales del encandilado y aterrado lector con el de la sangre, las aficciones gastronómicas de 26 tiranos de Europa, Oriente Medio, África, Asia y América. Cada semblanza incluye una breve exégesis biográfica, un memorándum de sus apetencias y maneras de mesa y una receta seleccionada de su plato preferido. La mayoría son guisos pantagruélicos a tono con las ambiciones de quienes los ingieren, pero también hay platos sobrios, postres delicados y extravagancias indescriptibles. Va una muestra de cinco de estos totalitarios menús del día de otros tantos sátrapas.

Josef Stalin. Satsivi

Estudiaba para sacerdote ortodoxo en Tiflis, la capital de Georgia, cuando cayeron en sus manos los escritos de Lenin. De ladina inteligencia y gigantesca ambición, Stalin ascendió a toda velocidad hasta la cúspide del partido bolchevique. Tras la victoriosa revolución rusa de 1917, y pese a las reservas de un Lenin que conocía bien su crueldad, logró sucederle a su muerte en 1924, purgar a todos sus rivales políticos y convertirse en el amo y señor de la URSS. En 1932 promovió en la desafecta Ucrania una de las más aterradoras hambrunas de la historia de la humanidad,el Holodomor, que despobló la región dejando más de tres millones de muertes. Logró expulsar a los nazis en la II Guerra Mundial, inventó el gulag como pudridero de disidentes e industrializó forzosamente el país con éxito convirtiéndolo en una superpotencia. Los historiadores calculan que sus acciones causaron en total unas 22 millones de víctimas.

Nikita Jruschov, su sucesor, dijo de él: "No creo que nunca haya habido un líder de iguales responsabilidades que perdiera más tiempo que Stalin comiendo y bebiendo". Aquellos interminables almuerzos a la georgiana eran auténticas carreras de fondo. El líder yugoslavo Tito acabó vomitando después de una de aquellas cenas maratonianas que podían alargarse hasta seis horas. ¿Su plato preferido? El Satsivi, un entrante frío de pollo, cebolla y nueces que le servía su chef favorito, Spiridon Putin, abuelo del actual líder ruso.

Adolf Hitler. Petits Poussins à la Hambourg

Pintor indigente, cabo austriaco devorado por el resentimiento tras la derrota de las potencias centrales en la Gran Guerra, Adolf Hitler sedujo a una Alemania humillada y en crisis y la condujo a la mayor catástrofe de su historia. Su plan para conquistar para su país el Lebensraum (espacio vital) que creía merecer a costa de los europeos de "razas inferiores" estuvo cerca de cumplirse merced a una guerra mundial que dejó más de 50 millones de muertos y el exterminio planificado de seis millones de judíos. Primero la RAF británica y luego, y definitivamente, la URSS de Stalin, le pararon los pies. En abril de 1945 se suicidió en su búnker de una Berlín asediada por el Ejército Rojo.

La fama de Hitler como el más nefasto vegetariano conocido no es del todo exacta. En los años 30 devoraba pichones rellenos de lengua, o Petits Poussins à la Hambourg, y se postraba ante la albóndigas de hígado. Pero es cierto que más adelante se pasó al vegetarianismo por influencia directa de un opúsculo del compositor Wagner y por una aguda consideración ante el dolor animal característica del régimen nazi, que llegó a prohibir el foi gras. También para cuidar su estómago delicado y evitar la flatulencia crónica y el estreñimiento. El veneno le obsesionaba y llegó a contar con un equipo de 15 catadores.

Francisco Franco. Paella gallega

Hijo de un capitán de la Armada gallega y de una beata, Francisco Franco compensaba con su desmedida ambición la falta de estatura. Curtido en los combates norteafricanos en los años 20, se alzó años más tarde contra la legalidad de la II República desencadenando así una guerra civil que ganó tras dejar medio millón de muertos. El dictador gobernaría España casi cuatro décadas muy desiguales, de la autarquía y descarnada represión de la postguerra al progreso económico y la tibia apertura de los setenta.

Cuando la hambruna asolaba al país a principios de los 40 se cuenta que Franco exclamó irascible: "'¡Que coman bocadillos de delfín con pan de harina de pescado!". Él fue, a diferencia de su admirado Hitler, un carnívoro irredento y un entusiasta cazador y pescador. La propaganda del régimen ofrecía a diario la cuenta de sus hazañas: 5.000 perdices abatidas en un año, 60 salmones en un sólo verano o una ballena de 22 toneladas ya septuagenario. La leyenda cuenta que los restaurantes madrileños sirven paella en el menú del día del jueves porque tal era la jornada en que el Caudillo solía comer en la ciudad y todos los restauradores querían tener su amado plato en el menú por si las moscas.

Saddam Hussein. Samak Masgouf

Creció en la pobreza, robando pollos. En 1968 un golpe de estado le dio el poder supremo en Irak a caballo del partido nacional socialista Baath. Bañó a los kurdos con armas químicas, libró una guerra con Irán que duró ocho años y en 1990 invadió Kuwait provocando así la respuesta de EE.UU. que le expulsó de allí en la primera guerra del Golfo. En 2003 fue acusado de esconder armas de destrucción masiva y comenzó así la segunda guerra del Golfo que acabaría definitivamente con su régimen. En 2006 le ahorcaron en Bagdag.

Obsesionado por su imagen, Saddam Hussein fue siempre austero y quisquilloso en la mesa. Dejaba sin acabar los deliciosos bocados de langosta, cordero y aceitunas que le llegaban todas las semanas por avión y eran ávidamente inspeccionados por sus científicos nucleares a la caza de veneno o radiación. Cuando su hijo Uday mató a bastonazos a uno de sus mejores catadores entró en cólera y lo encarceló una temporada. El plato nacional de Iraq, el Masgouf elaborado con carpa del Tigris a la parrilla, era también su favorito.

Idi Amin. Luwombo... y carne humana poco salada

El tenebroso sátrapa de Uganda llegó al poder en 1971 gracias a un golpe militar y en apenas ocho años de espídica dictadura asesinó a medio millón de ugandeses y se declaró Capitán General, Señor de todas las Bestias de la Tierra y de los Peces del Mar. Demenciado tal vez a causa de la sífilis, Idi Amin arrojaba a sus ministros caídos en desgracia a los cocodrilos del Lago Victoria. La guerra que inició contra Tanzania acabó con su gobierno. Murió ya mayor en su exilio en Arabia Saudí.

A Idi Amín le entusiasmaba todo lo británico, enviaba cartas de amor a la reina Isabel II y los periodistas que le entrevistaron cuentan que compartieron con él sandwiches de pepino y scones. Aunque también gustaba en sus banquetes de larvas de abeja, grillos fritos, langostas, montones de naranjas, sencillas hamburguesas y el Luwombo de cabra asada, su favorito. Cuentan que tras tomar el poder detuvo y decapitó a sus principales adversarios para después sentarse sobre la pila de cabezas y mordisquear sus rostros. Aunque cuando una vez le preguntaron si era caníbal contestó: "No me gusta la carne humana, la encuentro demasiado salada".

Cuentan que Hitler era vegetariano pero se zampaba tremendos pichones rellenos de lengua e hígado. Pol Pot cenaba estofado de cobra, Mussolini devoraba ajos crudos a dos manos e Idi Amin engullía cuarenta naranjas al día, tal vez para ocultar así el sabor a carne humana, su otra debilidad culinaria. No somos capaces de asegurar que indagar en los hábitos gastronómicos de los más sanguinarios tiranos del siglo XX nos descubrirá tal vez alguna de las razones de su proceder. Probablemente no. Pero la seducción que ofrece la secuencia de sus banquetes, de sus recetas más queridas, de sus tráfagos gastrointestinales, de sus régimenes y adicciones es instantánea.

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