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Luis XIV muere de nuevo en Versalles
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La gangrena que acabó con el rey Sol

Luis XIV muere de nuevo en Versalles

La muerte del soberano que marcó la historia de Francia fue un espectáculo barroco que siguió en directo todo un país acongojado. Ahora se recuerda en la gran exposición del año en Versalles

Foto: 'La mort de Louis XIV au palais de Versailles', Thomas Henry Baker
'La mort de Louis XIV au palais de Versailles', Thomas Henry Baker

El dolor comenzó en la pierna izquierda el 10 de agosto. Fue súbito, un dolor intenso durante una visita al palacio de Marly. Sería su última estancia en esta residencia, el capricho más personal de Luis XIV, el palacio en el que se refugiaba con amigos íntimos cuando quería huir del tumulto de la corte de Versalles. Guy Crescent Fagon, el jefe de los médicos del rey, considera que es un mal menor, probablemente ligado a una ciática, y le prescribe un sirope de opio para aliviarlo. El cirujano del rey, Georges Mareschal, no está de acuerdo, y afirma que el dolor oculta una enfermedad más grave.

Pero Fagon, por encima en la jerarquía médica y testarudo como él solo, desprecia la opinión del cirujano y le prescribe aguardiente con alcanfor, leche de burra antes de dormir y baños de plantas aromáticas infusionadas en vino de Borgoña. El 21 de agosto Mareschal descubre una mancha negra en el pie del rey, y tres días después llega el diagnóstico: gangrena. Es el siglo XVIII, Francia es el centro del mundo y el Rey Sol el soberano más poderoso. Pero la medicina se encuentra en un estado tan calamitoso que mata más que cura, también dentro de las más poderosas casas reales.

La agonía de Luis XIV durará 23 días. Tres largas semanas en las que la muerte del rey se convierte en un espectáculo de gran sufrimiento, pero también de gran coraje, como relatan los cronistas de la corte, que detallaron minuto a minuto los últimos días del más grande de los monarcas franceses, hoy objeto de una exposición en el palacio de Versalles para celebrar el 300 aniversario de su muerte.

¡El Rey ha muerto!

“El rey vive en público y muere en público”, explica a “El Confidencial” el historiador Gerard Sabatier, comisario de la gran muestra “¡El rey ha muerto!” que podrá visitarse hasta el 24 de febrero de 2016 en el Palacio de Versalles. Las dos caras del soberano, que ha reinado durante 72 años, la del hombre mortal, que sufre, cuyo cuerpo se corrompe, se pudre -la pestilencia de su pierna necrosada hedía como si llevara seis meses muerto, relatan sus próximos-, condenado a la finitud; y la del hombre eterno que ha encarnado la dignidad real, que él espera que no muera jamás. “Yo me marcho, pero el Estado vivirá siempre” fueron algunas de sus últimas palabras, un resumen de la esencia misma de la monarquía del Antiguo Régimen francés.

Desde ese primer dolor en la pierna hasta los fastuosos funerales que se celebraron en la basílica de Saint Denis en su honor, la agonía y la muerte de Luis XIV se vivió en directo, públicamente, con la corte a los pies de la cama de un monarca moribundo que no olvidó en ningún momento que él encarnaba el poder y el Estado: “He vivido entre las personas de mi corte y quiero morir entre ellos. Han seguido todo el trascurso de mi vida, es justo que me vean acabar”.

El rey sufrió. Mucho. Hoy se conoce que la gangrena probablemente fue causada por una diabetes, y en tres vertiginosas semanas fue pudriéndose en vida. Pero Luis XIV estaba acostumbrado a sufrir con gran estoicismo. A lo largo de su vida padeció viruela, blenorragia, fiebre tifoidea (que le hizo perder gran parte de su pelo y le obligó a llevar la peluca), un ántrax que le dejó dolores de cabeza y mareos de por vida, cálculos, tenia, sudores nocturnos, fiebres palúdicas, gota, cólicos nefríticos y pesadillas. El rey, que murió rozando los 77 años, no tenía dientes. Durante la extracción de uno de ellos le perforaron el paladar, por lo que cada vez que bebía, el líquido le salía de la nariz como una fuente, relatan sus cronistas.

El elixir del charlatán de Marsella

Habituado al dolor, Luis XIV confesó a Madame de Maintenon, su segunda esposa, que “había oído decir que era más difícil morirse”. Pero hasta los últimos momentos, el monarca se aferró a la vida. Incluso cuando por Versalles apareció un charlatán de Marsella asegurando que tenía un brebaje que podía salvar al rey. El tal Brun le administra un elixir, que debe ser disuelto en tres cucharadas de vino de Alicante, y el rey parece, durante algunas horas, experimentar cierta mejoría. Pero la esperanza se apaga pronto, por la noche la pierna está más gangrenada que nunca. “El efecto del elixir es como un poco de aceite que se vierte en una lámpara que se apaga”, escribe el marqués de Dangueau, diplomático, militar y cronista de los últimos días del rey.

Comienzan los adioses. El rey se despide de los príncipes, de los oficiales de la corona, de su esposa y, especialmente, del Delfín, su bisnieto, destinado a convertirse en Luis XV a la muerte del Rey Sol. “Ni querido niño, pronto va a ser rey de un gran reino […] Yo he amado demasiado la guerra, no me imite en eso; tampoco en los grandes gastos que he hecho”. Sus bellas últimas palabras hacia él, expuestas en la muestra de Versalles, “son una suerte de confesión y de reconocimiento por parte del rey de que ha librado demasiadas guerras, y se ha arrepentido”, explica Sabatier.

El pueblo francés, que en los últimos 30 años sólo ha vivido la guerra y una presión fiscal extraordinaria, “siente un alivio con la muerte del rey, también muchos miembros de la corte, e incluso dentro del seno de la iglesia católica en Francia, ya que su política religiosa había dividido profundamente al clero”, señala el historiador. Tras el largo reinado de un hombre que controló con puño de acero todos los aspectos de la vida cotidiana y que se convirtió en la encarnación de la monarquía absolutista, el cambio político sólo podía llegar con la muerte del rey. Pero esos deseos del pueblo o incluso de la corte no les impidieron homenajear al rey en su muerte con el más fastuoso de los duelos y funerales.

Las entrañas, a Notre Dame

El uno de septiembre de 1715, a las 08:23, Luis XIV exhalaba su último suspiro. Sus lacayos le cierran los ojos, el cambian la camisa y el duque de Bouillon se asoma al balcón. “¡El rey Luis XIV ha muerto! ¡Viva el rey Luis XV!”. El cuerpo es expuesto en su propia habitación, convertida en capilla ardiente, en la que la corte se apelotona para comprobar con sus propios ojos el final del Rey Sol.

La autopsia se realiza el día siguiente, y los médicos pueden comprobar que toda la parte izquierda del cuerpo, desde el pie a la cabeza, se había gangrenado. Su cadáver se embalsama y se separan, como era costumbre en la época, sus entrañas y su corazón, que serán dispuestas en diferentes cajas. Las entrañas irán a la catedral de Notre Dame, y partirán días después en un cortejo fúnebre. El corazón será enviado a la iglesia de los jesuitas de Saint Antoine, también en una carroza vestida de negro y tirada por ocho caballos, precedida por otras dos carrozas de seis caballos y 24 antorchas.

El cortejo fúnebre del rey, que será sepultado en la basílica de Saint Denis, al norte de París, sale de Versalles a las siete de la tarde del 9 de septiembre y tarda doce horas en llegar a su destino. El espectáculo de la muerte del soberano es fabuloso, y puede ser compartido con el pueblo, que se arremolina en el camino para ver pasar a las 2.500 personas que acompañan al féretro, y a los 800 caballos con velas.

El féretro se deposita en un catafalco majestuoso -reproducido en la exposición por el escenógrafo Pier Luigi Pizzi- donde el pueblo puede rendirle honores hasta el funeral, que se celebra el 23 de octubre. Luis XIV es enterrado entonces en los sótanos de la basílica de Saint Denis con el resto de la familia real. Pero su historia no acaba allí.

La profanación

Tras la revolución, las tumbas reales fueron profanadas. Cuando se abrió su sarcófago, los testimonios de la época recogen que se podía reconocer perfectamente al rey por sus rasgos, pero que su cara “estaba negra como la tinta”. El más grande de todos los reyes franceses, que vivió como un semi-dios, acabó en una fosa común. Y la placa en cobre fijada sobre su féretro con su nombre, convertida en un caldero.

Más curioso, si cabe, fue el destino de su corazón. Los restos orgánicos embalsamados eran muy apreciados por los pintores de la época ya que, molidos y mezclados con aceites, conseguían tonalidades para las pinturas difícilmente igualables. El tráfico de momias egipcias era un secreto a voces, pero cuando se abrieron las tumbas reales, los artistas más espabilados se dieron cuenta del filón incalculable que suponían los corazones embalsamados de los monarcas, con los que se podía obtener el bermellón. Martin Drolling consigue hacerse con una decena de esos órganos, entre los que están el de Luis XII y Luis XIV. Su pintura, “Interior de una cocina”, expuesta en la muestra de Versalles, está elaborada con los restos orgánicos recogidos durante aquellos días.

Con la restauración, se recupera lo que queda de los corazones reales, que se depositan en la basílica de Saint Denis. Pero el corazón de Luis XIV, el más grande de los reyes franceses, sigue, a través de ese capricho del destino, como fue su vida y su muerte: expuesto al público.

El dolor comenzó en la pierna izquierda el 10 de agosto. Fue súbito, un dolor intenso durante una visita al palacio de Marly. Sería su última estancia en esta residencia, el capricho más personal de Luis XIV, el palacio en el que se refugiaba con amigos íntimos cuando quería huir del tumulto de la corte de Versalles. Guy Crescent Fagon, el jefe de los médicos del rey, considera que es un mal menor, probablemente ligado a una ciática, y le prescribe un sirope de opio para aliviarlo. El cirujano del rey, Georges Mareschal, no está de acuerdo, y afirma que el dolor oculta una enfermedad más grave.

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