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"La Iglesia tiene ahora más miedo a la prensa que al infierno"
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"La Iglesia tiene ahora más miedo a la prensa que al infierno"

El director analiza las claves de 'El club', premiado filme sobre las ovejas negras del catolicismo chileno

Foto: El director chileno Pablo Larraín en el rodaje del filme
El director chileno Pablo Larraín en el rodaje del filme

El director chileno Pablo Larraín (Santiago, 1976) tiene una historia familiar paradójica: hijo de dos altos cargos históricos de la derecha chilena, Larraín se ha convertido en cineasta latinoamericano de referencia con sus incómodas películas sobre el oscuro pasado de su país: las demoledoras Tony Manero (2008) y Post Morten (2010), que atizaron los fantasmas de la era pinochetista, o la luminosa No (2012), sobre el plebiscito que jubiló a Augusto Pinochet. Películas tan políticas como ambivalentes. Visiones originales y sin maniqueismos del turbio transito de la sociedad chilena. “Mis películas generan un debate interno interesante en mi familia; con mucho respeto, pero con muchas diferencias también”, explicó Larraín a este periódico a su paso por el Festival de San Sebastián.

Larraín vuelve ahora a la carga con otra pedrada, El club, que se estrena mañana tras ganar el Gran Premio del Jurado en la Berlinale. El filme disecciona otro asunto turbio: las remotas casas refugio en las que la Iglesia chilena ocultaba a sacerdotes implicados en delitos no juzgados (pedofilia, secuestro de bebés, etc).

Todo empezó el día que Larraín vio la fotografía de una casa de una congregación en Alemania. “Una casa muy linda, en una pradera verde, parecía sacada de un anuncio de chocolate”, cuenta el director. En esa casa vivía un sacerdote chileno acusado (pero no juzgado) por abusos sexuales. “Me llamó la atención que viviera en esas condiciones después de haber hecho lo que había hecho. Luego supe que ese tipo de casas también existían en Chile... y en Italia, y en España, y en todo el mundo...”.

“Yo tuve una formación católica. Conocí curas que siguen siendo muy respetables y muy honorables. Pero también conocí curas que están presos o con problemas judiciales. Y curas que nunca más vi; esta película es sobre ellos, sobre los curas perdidos. El club de los curas perdidos. La Iglesia opera en cónclave: para tomar sus decisiones, para elegir al Papa, etc. 'Cónclave' en latín significa cerrado 'con llave'. Lo que intento en la película es abrir la puerta de esas casas y mirar lo que podría haber dentro... La Iglesia católica en Chile está vinculada a ciertos grupos de poder. Élites que solían servirle de manto protector, pero ahora se ve enfrentada a una sociedad que quiere defenderse. Las personas han perdido el miedo a ser vistas como víctimas de abusos. La Iglesia tiene ahora más miedo a la prensa que al infierno. En ese sentido, parece más una corporación que otra cosa”, cuenta Larraín.

Lo que busco es generarle resaca al espectador


Merodeando lo político

Dicho lo cual, el director chileno quiere aclarar un par de cosas:

1) El club es "una ficción": “Ni soy periodista ni me dedico a la denuncia, me muevo desde otro lado”.

2) "Entiendo las preguntas y el debate, pero yo no hago películas para hablar sobre mi familia o sobre temas políticos concretos. Me interesa la compasión humana, entender cómo nos vinculamos con el perdón, observar cómo se relaciona un grupo de sacerdotes en un lugar de purga y oración, ver cómo las víctimas se enfrentan a un victimario. Eso es lo que me interesa desde el punto de vista narrativo, cinematográfico y teológico. Hay una cita al principio del filme: 'Y vio Dios que la luz era buena y separó la luz de las tinieblas'. Creo que es una de las claves de la conciencia humana: lo que Dios hizo fue plantear la existencia de un lugar luminoso y otro más oscuro”.

Y a Larraín no le falta razón: uno de los puntos fuertes de su cine es su modo de tocar temas políticos de alto voltaje sin caer en los viejos tics del cine militante. Larraín no hace exactamente cine político, hace otra cosa, algo que se parece mucho a golpear la cabeza del espectador con un martillo. Quien vea El club como un ataque frontal a la Iglesia chilena, quizá se está equivocando de película.

“En Latinoamérica se hizo un cine militante muy interesante en los años sesenta y setenta. Era un cine que quería provocar un cambio en la conciencia del espectador. Un cine con un objetivo. A mí no me interesa volver a hacer eso, me interesa más merodear el tema, darle un toque filosófico que genere resaca en el espectador. Si hay algo que atraviesa mi filmografía es la impunidad y sus estructuras, allá donde hay gente más poderosa que otra, pero lo complicado es que eso no se coma la historia, y que la película tenga interés estético y cinematográfico por sí misma”, zanja.

El director chileno Pablo Larraín (Santiago, 1976) tiene una historia familiar paradójica: hijo de dos altos cargos históricos de la derecha chilena, Larraín se ha convertido en cineasta latinoamericano de referencia con sus incómodas películas sobre el oscuro pasado de su país: las demoledoras Tony Manero (2008) y Post Morten (2010), que atizaron los fantasmas de la era pinochetista, o la luminosa No (2012), sobre el plebiscito que jubiló a Augusto Pinochet. Películas tan políticas como ambivalentes. Visiones originales y sin maniqueismos del turbio transito de la sociedad chilena. “Mis películas generan un debate interno interesante en mi familia; con mucho respeto, pero con muchas diferencias también”, explicó Larraín a este periódico a su paso por el Festival de San Sebastián.

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