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¿Enterradores o biógrafos? Cómo contar -y cómo no- la vida de un escritor
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Kennedy Toole, Cortázar y Limónov en la diana

¿Enterradores o biógrafos? Cómo contar -y cómo no- la vida de un escritor

La reciente publicación de historias de vida de famosos autores escritas por Cory Maclauchlin, Miguel Dalmau o Emmanuel Carrère reabre el debate. ¿Qué contar? ¿Y cómo hacerlo?

Foto: Portada original de 'La conjura de los necios', de John Kennedy Toole
Portada original de 'La conjura de los necios', de John Kennedy Toole

Llamamos biografía a un libro en el que un señor ha investigado a otro señor y puede darnos su dirección postal durante todos los años de su vida. Esta broma se me ocurrió leyendo cientos de páginas de 'James Joyce'. Del trabajo de Richard Ellman sólo me deslumbraba que supiera con tanta precisión a qué nuevo portal se había mudado el autor del 'Ulysses'.

La biografía de un escritor se presenta como un libro cierto, donde lo que menos importa es cómo hizo el genio para componer su obra, pues nadie puede explicarlo. En realidad, lo único que hizo ese autor fue sentarse a una mesa y escribir, de modo que una biografía que sólo tiene sentido porque alguien se sentó a una mesa y escribió algo brillante podrá hablarnos durante muchas más páginas acerca del color y la procedencia de la mesa que acerca de la inspiración del que la ocupó. El biógrafo asedia el momento mágico de la escritura, cree que lo tiene cercado por miles de datos y testimonios, pero nunca consigue superar el enunciado de una evidencia: que alguien se sentó a escribir.

"Sé más de este autor que nadie"

Leyendo estos días 'Una mariposa en la máquina de escribir' (Anagrama), la biografía de John Kennedy Toole que ha firmado Cory Maclauchlin, he descubierto que el único muerto del libro era su propio género. Hay algo aquí que ya no nos dice nada.

Las biografías al uso son como tarjetas de visita, algo plano, unidireccional, de los 90. Si una tarjeta de visita venía a decirnos: “Sé más de mí que tú”, una biografía nos dice: “Sé más de este Autor que nadie”. Ese saber más significa conocer su dirección postal y el nombre de sus primas políticas. Quizá sabe más de James Joyce aquel que se ha limitado a leer con atención sus libros.

Hay que aclarar que la biografía que ha armado Maclauchlin es particularmente infame. Al autor no le gustaron dos biografías precedentes sobre John Kennedy Toole porque zarandeaban demasiado su vida privada; afirmaban que era un homosexual reprimido y retrataban a su madre como una harpía. Maclauchlin ha conseguido el consentimiento materno para ver los archivos secretos de su hijo (convenientemente purgados por la madre) y, a cambio, ha escrito un libro donde su hijo no era gay, como estudiante y como profesor y como militar fue excelente y querido por todos y ella misma no pudo apoyarlo más.

“Thelma adoraba a su hijo. Después del parto decidió trabajar sólo tres días por semana para así poder pasar con él el mayor tiempo posible. En los días que trabajaba, una niñera llamada Beulah Mathews se ocupaba del bebé hasta que Thelma llegaba impaciente a casa.” (La cursiva es mía.)

Después de leer trescientas páginas de este jaez, el suicidio de John Kennedy Toole ya no es un misterio; es una impertinencia.

Pintar monigotes en la lápida de Cortázar

Frente al biografismo de seminario de los Cory Maclauchlin, se alza un biografismo viscoso que no sé si es todavía peor. Si una fórmula busca ensanchar el santoral y honrar madres, la otra anda ansiosa de querellas. A este último anhelo parece corresponder el reciente libro de Miguel Dalmau sobre Julio Cortázar (Edhasa).

Nada: que mantuvo relaciones sexuales con su hermana y que llegó a cometer una violación. Eso dice. ¿Pruebas? Mayormente, que le parece a Dalmau que todo apunta por ahí. Aquí el biógrafo se propone como antónimo de enterrador, lo que pasa que los enterradores se equivocan menos, y casi siempre entierran el cadáver correcto. Los biógrafos se ponen a desenterrar y, muchas veces, de un santo sale un ogro y de una bailarina, un elefante. La biografía casi nunca es del tamaño de la tumba, pero Cortázar no puede impedir ya que le pinten monigotes en la lápida.

Yo creo que, entre la catequesis y la casquería, lo mejor es dejar de leer estos libros. Aunque no todo esté perdido.

Lo que hemos aprendido con Carrère

Lo que hemos aprendido con Emmanuel Carrère y sus libros sobre Philip K. Dick y Eduard Limónov es que, en verdad, no nos interesa lo que nos está contando sobre ellos ni cómo nos lo está contando, sino el hecho mismo de que quiera contárnoslo. El lector es el protagonista de la biografía de todo escritor, y es desde la lectura desde donde deben diseñarse estos acercamientos.

Carrère escribió 'Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos' sin salir de su casa. Leyó todos los libros de Philip K. Dick en orden cronológico y los enfrentó a los hechos biográficos inapelables que encontró en los ensayos sobre él. Lo único que podemos saber sobre ese momento fascinante en el que un gran escritor escribe una obra decisiva se encuentra en nuestro propio reconocimiento de su valor al leerla, incluso décadas o siglos después. Un deslumbramiento comunica con el otro; es, en cierta medida, el otro. La biografía se vuelve autobiografía, pero del lector.

Esto nos ahorra un montón de direcciones postales, de especulaciones de entrepierna y de madres que guardan en un cajón la correspondencia sesgada de sus hijos (amén de situar al género biográfico en el siglo XXI).

También nos recuerda qué hizo verdaderamente un autor para que ahora se le dediquen biografías. Se sentó y escribió. Eso hizo.

Llamamos biografía a un libro en el que un señor ha investigado a otro señor y puede darnos su dirección postal durante todos los años de su vida. Esta broma se me ocurrió leyendo cientos de páginas de 'James Joyce'. Del trabajo de Richard Ellman sólo me deslumbraba que supiera con tanta precisión a qué nuevo portal se había mudado el autor del 'Ulysses'.

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