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El ecologista que quiere ser como Hitler
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el credo del referente del ecofascismo

El ecologista que quiere ser como Hitler

Pentti Linkola está a favor de la guerra, de abolir la democracia y de exterminar a todos los gatos. Sus mandamientos para conseguir un mundo mejor siembran el pánico

Foto: El ecologista Pentti Linkola en el bosque
El ecologista Pentti Linkola en el bosque

Después de varias décadas de serias advertencias, el movimiento ecologista ha conseguido que estemos muy inquietos por la situación en la que se encuentra nuestro planeta. Parece haber, sin embargo, una enorme desproporción entre lo mucho que sabemos de la catástrofe que se avecina y lo poco que podemos hacer para remediarla. Salvo por un puñado de tímidos consejos -casi todos ellos relacionados con la abstinencia (no usar aerosoles, no viajar en coche, no comprar productos transgénicos) o con un párvulo panteísmo (ama a los animales, aliméntate del sol, ¡respeta el poder de la Semilla!)- carecemos de un programa de acción concreto y de un referente político de envergadura.

Para Pentti Linkola el hombre debe pagar con su vida por los irreparables daños que ha causado al planeta, y por ello repudia los derechos humanos y se posiciona a favor del uso de la violencia

Como siempre que la prisa se da de bruces con la carencia, no han tardado en surgir dentro del ecologismo una serie de grupos descontrolados que exigen el fin de la tibieza reformista y la inmediata aplicación de un duro programa de choque. Para los ecofascistas, la más peligrosa de estas facciones, el hombre debe pagar con su vida por los irreparables daños que ha causado al planeta. Entre las diversas medidas que propugnan para alcanzar su pavorosa utopía, destacan cosas como el repudio de los derechos humanos, el uso de la violencia para reprimir la natalidad y la creación de campos de trabajo para reeducar a los cabecillas de la barbarie industrial.

placeholder Pentti Linkola en 2011 (CC)

El apóstol más elocuente de este decálogo de fuego es, sin duda, el ecópata finlandés Pentti Linkola (Helsinki, 1932). Al terminar sus estudios universitarios, el joven Pentti decidió dar la espalda a toda comodidad burguesa para perderse en la taiga y llevar una vida de completa fusión con la naturaleza. Allí aprendió las duras lecciones de estoicismo que lo transformaron en el anciano elástico y despiadado que es hoy. A sus ochenta y tres años sigue viviendo en armonía con las criaturas del bosque, en una cabaña sin agua corriente ni aparatos eléctricos (la reciente adquisición de un teléfono móvil ha causado una ola de indignación entre sus seguidores), y cada mañana se sube a su bicicleta o a su trineo para ganarse el jornal vendiendo pescado por las aldeas cercanas.

Además de un conservacionista hiperactivo, Linkola es también un modesto intelectual. La única de sus obras que ha recibido hasta la fecha cierta atención fuera de Finlandia ha sido una compilación de artículos periodísticos titulada ¿Podrá la vida vencer? Este volumen −en cuyo índice figuran capítulos como 'Las autopistas: un crimen contra la humanidad', 'La democracia, ¿un culto a la muerte?' o 'La herejía de la no violencia'− constituye un alucinante viaje al interior de la locura. Al leerlo, el lector no puede evitar preguntarse en qué estado de despreocupada indulgencia debían de encontrarse los editores fineses para permitir la difusión de un material tan venenoso. Con todo, hay que admitir que Linkola es un maestro contemporáneo de la misantropía, el exceso y el horror. Es capaz de sembrar el pánico hasta cuando abre unas comillas.

Adicto al moho y odio a los gatos

Además de terrorífico, pronto nos damos cuenta de que su ideario es sobre todo muy poco convencional. Los primeros motivos de inquietud nos los proporcionan sus violentas diatribas contra la higiene alimentaria. Gracias a ellas descubrimos que el viejo Pentti es un fanático del moho y la comida en mal estado. “A veces, cuando vuelvo de un viaje” –nos confiesa— “me encuentro una rebanada de pan que se ha puesto verde. Pues bien: ¡yo no malgasto el grano del Señor!”. Al “ecologista verdadero” le recomienda llevar una dieta rica en bacterias en la que, además del pan rancio, debe estar presente la fruta podrida, el pescado en descomposición y el agua cenagosa de los pantanos. Estos singulares hábitos le han llevado a desarrollar una intensa fobia hacia los inspectores de sanidad. Si alguna vez logra imponer su pavoroso régimen ecocrático, promete “deportarlos a todos a los vertederos en los que se han deshecho de tantos alimentos en buen estado”.

También resulta bastante sospechoso el trato que nuestro sanguinario cascarrabias pretende dispensar a los gatos. A estos “ángeles de la muerte importados de Egipto” les acusa de perpetrar innumerables matanzas de pájaros –la única especie animal por la que siente alguna simpatía– y exige que paguen por ello con su total extinción. No contento con eso, pretende que las ejecuciones se lleven a cabo mediante un plan de ahogamientos masivos de cachorrillos. Un método que describe como “la forma más sencilla y placentera de morir incluso para los humanos”. ¿Qué tipo de monstruo –nos preguntamos− puede odiar tanto a los gatitos y a los inspectores de sanidad?

placeholder El líder ecofascista Pentti Linkola recoge su pensamiento en el ensayo '¿Podrá la vida vencer?'
El líder ecofascista Pentti Linkola recoge su pensamiento en el ensayo '¿Podrá la vida vencer?'

Sin embargo, la verdadera obsesión de Linkola, el asunto en el que tiene empeñada toda su sañuda malicia, es la superpoblación. Los escasos días en los que se levanta de buen ánimo, se asoma a la ventana de su cabaña y se queda mirando fijamente la helada inmensidad de la tundra. Después de varias horas así, se llena de un intenso asco por la vida y empiezan a ocurrírsele cientos de nuevas ideas para diezmar la población. El desprecio que siente por sus congéneres (“un amasijo de carne que pesa ya treinta billones de kilos”) es de unas proporciones olímpicas. Incluso hacer una simple llamada telefónica despierta en él “unas grandes ansias de matar”.

Los ancianos dominarán el planeta

La sociedad ideal con la que sueña es una escalofriante pesadilla orientada hacia una única meta: la progresiva desaparición de la humanidad. Su sistema de gobierno preferido es la gerontocracia. En él sólo los eruditos mayores de ochenta años podrán ocupar cargos de responsabilidad pública. La arquitectura institucional de su régimen está libremente inspirada en los preceptos del feudalismo y de ella se ha abolido cualquier vestigio democrático, en especial la prensa (“esos monos que caminan en pos de la última tendencia”) y los sistemas asistenciales gratuitos.

La máxima autoridad mundial de este eco-estado residirá en un Consejo de Ancianos cuya principal atribución será controlar la natalidad. Además de promover medidas de anticoncepción voluntarias, el Consejo tendrá potestad para imponer programas forzosos de aborto y esterilización a escala planetaria. La policía demográfica vigilará el estricto cumplimiento de estar normas para que pueda evitarse “la ejecución de niños ya nacidos”. Entre tanto salvajismo, esta repentina nota de piedad resulta desconcertante. ¿Se está ablandando nuestro naturópata? Para disipar cualquier duda a este respecto se apresura a recordarnos que “el infanticidio ha sido una práctica común hasta fecha muy reciente”.

placeholder La cantante Charlotte Church durante una protesta en defensa del medio ambiente en Londres (Reuters)
La cantante Charlotte Church durante una protesta en defensa del medio ambiente en Londres (Reuters)

En este repertorio de atrocidades no podía faltar la eugenesia. Linkola cree que principios tales como la inviolabilidad de la vida y la igualdad entre los hombres no son más que el producto de la histeria colectiva. Su mundo es salvajemente jerárquico y en él sólo tienen cabida los ejemplares intelectual y moralmente más valiosos. El resto no es más que un revoltijo prescindible que debe ceder su espacio al reino animal. Sin embargo, nos encontramos ante un eugenista muy poco riguroso. El sistema que propone es el único conocido hasta la fecha en el que los octogenarios recibirían un trato más amable que los bebés, lo cual no resulta del todo sorprendente teniendo en cuenta que su autor era ya un anciano cuando lo pergeñó. Al parecer, Linkola se siente a veces tan aterrorizado por sus ocurrencias como nosotros.

Esta excéntrica variedad de ecologismo está tan lastrada por su misantropía y su sed de violencia, que en ella tiene también cabida el culto a la guerra. Cualquier carnicería o matanza debe ser celebrada por el verdadero ecofascista como una “prórroga que se le concede a la naturaleza”. Sin embargo, Linkola nos advierte de que solamente serán verdaderamente útiles aquellas contiendas bélicas que tengan por objetivo a la población civil y, más específicamente, a los niños y a las madres en edad fértil.

El mundo de Linkola es salvajemente jerárquico y en él sólo tienen cabida los ejemplares intelectual y moralmente más valiosos

El placer que este hombre siente ante el sufrimiento parece no tener límites. Pero, a pesar de todos sus crueles disparates, ha de reconocérsele un mérito. Suyo es el único argumento contra el vegetarianismo capaz de hacer tartamudear hasta al más beligerante de los animalistas: si la inminente catástrofe ecológica pronto nos reducirá a todos a un estado de babeante canibalismo, ¿qué más da si llegamos ahí después una fase intermedia de abstinencia carnívora o manteniendo nuestra dieta habitual?

Linkola comparte con otros anacoretas chiflados como el terrorista Unabomber, con quien a menudo se le compara, un universo ideológico similar (el primitivismo macabro, la tecnofobia y un gusto similar para la decoración de interiores). Sin embargo, el finlandés es un teórico mucho más mediocre y caprichoso que sus compañeros de cabaña. ¿Es aplicable su programa político, o se limita a presentarnos con irreprimible sadismo un catálogo de bestialidades? Sea como fuere, el ecofascismo es sólo el síntoma más espectacular de un fenómeno mucho más preocupante: la progresiva suplantación del ecologismo por una serie de derivaciones estrafalarias que haríamos bien en someter a un severo juicio. De ello depende que no se instale entre nosotros una distopía en la que tendremos que hacer frente a cosas mucho peores que Pentti Linkola.

Después de varias décadas de serias advertencias, el movimiento ecologista ha conseguido que estemos muy inquietos por la situación en la que se encuentra nuestro planeta. Parece haber, sin embargo, una enorme desproporción entre lo mucho que sabemos de la catástrofe que se avecina y lo poco que podemos hacer para remediarla. Salvo por un puñado de tímidos consejos -casi todos ellos relacionados con la abstinencia (no usar aerosoles, no viajar en coche, no comprar productos transgénicos) o con un párvulo panteísmo (ama a los animales, aliméntate del sol, ¡respeta el poder de la Semilla!)- carecemos de un programa de acción concreto y de un referente político de envergadura.

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