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Un canto al fin de la humanidad
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Un canto al fin de la humanidad

Se publica en castellano ‘Aniara’, poema épico de ciencia ficción y obra emblemática del Premio Nobel sueco Harry Martinson

Foto: Mapa de Aniara
Mapa de Aniara

Hay un momento en Interstellar en el que el expiloto de la NASA Joseph Cooper (Matthew McConaughey) debe acudir a una reunión en el colegio de su hija de 10 años. Al parecer, la niña ha llevado a clase un antiguo libro con ilustraciones sobre el aterrizaje de naves en la Luna y se lo ha enseñado a sus compañeros. Y eso es un problema porque, tal y como le informa la profesora a Cooper, los viejos textos han sido cambiados ya por “versiones corregidas”, que explican que las misiones a la Luna “fueron simuladas para llevar a la ruina a la Unión Soviética”, una “magnífica propaganda” que hizo que los rusos “despilfarraran recursos en cohetes y otras máquinas inútiles”. Si no queremos volver a vivir “el exceso y el derroche del siglo XX”, le advierte la profesora, “hay que hablarles de este planeta, no de cómo abandonarlo”. La idea central de la película es que la humanidad ha dejado la Tierra inservible (“no nos hemos quedado sin televisores ni aviones, nos hemos quedado sin comida”) y ahora debe buscar un nuevo hogar habitable ahí afuera.

Miedo rojo, teléfono rojo y el botón rojo de autodestrucción: el sueco Harry Martinson (1904-1978) publicó Aniara en 1956, en una época en que la Guerra Fría alimentaba la literatura postapocalíptica, y no sólo el miedo al desastre (atómico o medioambiental, elige tú mismo cómo nos vamos al garete), también el devenir posterior de los hombres en caso de catástrofe. Pero Aniara no es una novela. Subtitulado “Un panorama del ser humano en el tiempo y el espacio”, es un poema épico en 103 cantos que narra la travesía de una colonia de humanos en una nave especial que, camino de Marte, se ve alejada de su destino debido al impacto de un asteroide. Solos, como un barco a la deriva, en medio de una oscuridad religiosa y mareante, la esperanza de los hombres por encontrar un nuevo planeta habitable deja paso a la resignacióny surgen entonces el recuerdo, la nostalgia, el dolor y la memoria.

Con Harry Martinson, laAcademia Suecaabría sus puertas por primera vez a los llamados “escritores proletarios”, aunque, como matiza la traductora de la edición española que estos días pone a la venta la editorialGallo Nero, quizá lo mejor sea fijarlo como “el primer autodidacta que ingresó en la Academia Sueca”.

Su infancia es dickensiana, abandonado por su madre, salta de casa en casa y de escuela en escuela, huye de la explotación y se enrola como marinero a los 17. En su madurez es un monstruoso autodidacta que se empapó de ciencia y literatura: publica en periódicos del movimiento obrero y se entregó al modernismo, aunque su visión optimista del progreso cambiaría con los añosy pasaría de escribir poemas a la energía eléctrica a cuestionar el papel de las máquinas y la tecnología en la sociedad contemporánea.

La academia le dio el Nobel en 1974 –compartido con el también sueco Eyvind Johnson–, “por una obra poética capaz de abarcar desde una gota de rocío a todo el universo”, que es lo mismo que decir que Martinson tenía telescopios en los ojos y sabía cómo utilizarlos para capturar los detalles del tamaño de un electrón. La academia también colocó a Martinson en la tradición de Esopo, lo que debería darnos una pista de por dónde van los tiros: Aniara es un aviso para generaciones futuras que trata, en palabras del escritor, “de la esperanza universal, del dolor y la decepción que son propiedad común de todos nosotros, pero también de nuestros intentos de concedernos plazos o de retrasar o diferir procesos implacables con la ayuda de la imaginación”. Como Tolkien o C. S. Lewis, es un fabulador moderno aplastado por un sentimiento de culpa extensible a toda la humanidad.

La rosa de la sepultura

La visión de futuro de Martinson en Aniara es tristísima. La Tierra, “radiocontaminada, se dispone a entrar en un tiempo de reposo, calma y cuarentena”. Hileras de gente aguardan su turno y un infierno administrativo para conseguir un viaje a Marte: “Migrantes en masa saltan cuando oyen resonar la sirena de un cohete espacial”, escribe. Porque “podemos protegernos de casi todo lo que hay, del fuego y las lesiones de la tormenta y el frío, ¡ay!, de cualquier golpe que se pueda imaginar. Pero no hay forma de protegerse del hombre”.

Ariana es el nombre de una de las naves, una más de las destinada a trasladar a 8.000 personas fuera de la Tierra. En su interior hay un jardín y un planetario, también una Sala de Memoria para recordar a los caídos y el fichero del Pensar, “que contiene ideas dignas de pensarse mucho aún […], un puñado de ideas que habrían podido salvarnos si, a tiempo, hubiéramos recurrido a ellas para cultivar el espíritu; pero como el espíritu no estaba muy de moda, lo dejaron colgado en el ropero del olvido”. El protagonista es responsable del mantenimiento de una máquina fabulosa, llamada la Mima, pero por sus páginas se cuentan las historias de funcionarios, poetas, filósofos, científicos y marinos espaciales.

Aniara es un canto a la erosión. Hay en sus episodios el eco de traumas como Hiroshima, ciudades enteras borradas del mapa y las imágenes insoportables de un hongo nuclear que ocupan su lugar en el recuerdo. En este espejo del siglo XX, Martinson habla también de trabajo esclavo, de persecuciones y encarcelamientos propios de los estados totalitarios, del auge de cultos y otros tipos de muletas intelectuales antes de asumir que este es un viaje “que aboca a su pueblo a la destrucción y la nada”. Y hay también precisas reflexiones en torno al lenguaje (“nos vemos forzados a buscar otras palabras que minimicen y reduzcan todo para consolarnos”) y a la incapacidad de la ciencia y la religión para responder a las grandes cuestiones (“el conocimiento es una candidez ingenua”).

Una nave que es una golondrina que es un ataúd

Como escribió Olaf Stapledon en el prefacio a La última y la primera humanidad (1930), en la actualidad, “deberíamos aplaudir, e incluso estudiar, todo intento serio de imaginar el futuro de nuestra raza; no sólo con el fin de comprender las muy diversas y a menudos trágicas posibilidades que se nos presentan, sino también para que nos familiaricemos con la certeza de que muchos de nuestros más preciados ideales podrían parecer pueriles a mentes más evolucionadas. Fabular acerca del futuro, pues, es intentar ver a la raza humana en su marco cósmico, moldear nuestros corazones para dar lugar a valores nuevos”. Para Stapledon, “la actividad que emprendemos no es ciencia, sino arte, y el efecto que debería causar en el lector es el efecto propio del arte”.

Martinson piensa en algo parecido cuando escribe en el prólogo que en Aniara “la forma está servicio del relato”. El simbolismo crece a sus anchas como un jardín descontrolado. Ariana, la nave, también es una golondrina en plena migración y un ataúd que “se aleja de una era infame” y “en el que celebramos este entierro en vida hasta que nuestra soberbia baje el cetro”. La Mima, una máquina capaz de morir de pena ante el destino de la humanidad, está a medio camino entre la televisión y una ceremonia religiosa, es decir, es un instrumento pensado “para el arte y el consuelo” durante este descenso a los infiernos, aunque que termina siendo mucho más: según Martinson, “representa la Memoria, la nostalgia incurable, la elegía del mundo, pero también la Historia, la culpa”.

La traducción de una obra así no podía ser tarea fácil. Según explica en las primeras páginas Carmen Montes Cano, su traductora, hablamos de un trabajo que requiere “un plan, un método que permita dar cuenta tanto de los pasajes más líricos como de los netamente épicos del poema. Sarcasmo y tragedia, ternura y horror”. Martinson compuso un viaje en verso que, además de las particularidades del sueco, se valía de lenguaje científico y técnico así como de neologismos y fragmentos en dorisburgués. Tras varios intentos fallidos, entre los que hubo una primera versión con rima asonante, la traductora optó por poner Aniara en prosa. Un método por el cual el poema “no pierde belleza, sentido, profundidad, ritmo y gana eficacia desde el punto de vista de la lectura”. Montes Cano ganó en 2013 el Premio Nacional a la Mejor Traducción por su versión de la novela Kallocaína, de la autora sueca Karin Boye.

Hay un momento en Interstellar en el que el expiloto de la NASA Joseph Cooper (Matthew McConaughey) debe acudir a una reunión en el colegio de su hija de 10 años. Al parecer, la niña ha llevado a clase un antiguo libro con ilustraciones sobre el aterrizaje de naves en la Luna y se lo ha enseñado a sus compañeros. Y eso es un problema porque, tal y como le informa la profesora a Cooper, los viejos textos han sido cambiados ya por “versiones corregidas”, que explican que las misiones a la Luna “fueron simuladas para llevar a la ruina a la Unión Soviética”, una “magnífica propaganda” que hizo que los rusos “despilfarraran recursos en cohetes y otras máquinas inútiles”. Si no queremos volver a vivir “el exceso y el derroche del siglo XX”, le advierte la profesora, “hay que hablarles de este planeta, no de cómo abandonarlo”. La idea central de la película es que la humanidad ha dejado la Tierra inservible (“no nos hemos quedado sin televisores ni aviones, nos hemos quedado sin comida”) y ahora debe buscar un nuevo hogar habitable ahí afuera.

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