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Garry Winogrand, el yonqui de la calle
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gran retrospectiva en mapfre

Garry Winogrand, el yonqui de la calle

En los años sesenta, los fotógrafos de calle tenían el prestigio de poseer la verdad en una época dedicada a la destrucción de la falsedad y Winogrand fue el menos dulce con aquella Norteamérica

Garry Winogrand estaba cruzado por un espasmo eléctrico que le impedía dejar pasar un día sin bajar a la calle a encontrarse con el acto reflejo de sus habitantes, a los que convertía en títeres de un teatro móvil tan espontáneo como grotesco. Obsesionado por una experiencia -en apariencia- desordenada, hizo bailar el paisaje social de la Quinta Avenida desde los años cincuenta hasta los ochenta: mujeres, hombres, niños, animales, el mundo del espectáculo, el espectáculo político. Disparos rápidos y fotos “honestas”, con encuadres sin equilibrio y visiones casuales. El azar es su estilo.

Cuentan que hubo un tiempo en que Lee Friedlander y él trabajaban en la misma avenida, pero en extremos opuestos. Literalmente: a pesar de que lo único que les importaba a ambos eran los ríos de humanidad diaria, uno se convertía en testigo de su tiempo midiendo cada escena, tirando con líneas las composiciones y enfatizando la épica del acontecimiento. El otro, Winogrand (Nueva York, 1928-Tijuana, 1984), empleaba la cámara sin limitarla, extendiendo el marco más allá de lo previsible y lo convencional, despreocupándose de la captura.

“Yo fotografío para ver qué parecerá la foto”. Y no para ver qué aparecerá. Es de las pocas explicaciones que ha dado sobre su trabajo por escrito y es la cita más concreta sobre sus intenciones. Si el azar es su estilo y la calle su escenario, la fotografía es la herramienta que agudiza nuestra visión, no la que captura y transcribe la realidad. Es el explorador –con chaleco safari repleta de rollos de películas- de la cotidianidad americana, en un lenguaje radical que se verá en la retrospectiva que la Fundación Mapfre –organizada por el San Francisco Museum of Modern Art y la National Gallery of Art de Washington- inaugura el próximo miércoles, con más de 200 fotos.

“Muchos fotógrafos pensaban que cuanto menos intervinieran en sus fotografías más genuinos demostraban ser”, cuenta Leo Rubinfien, comisario de la muestra, en alusión a la formulación azarosa de la foto de Winogrand. Pero cuando éste dijo “tienes que entender que no eres nada hasta que seas libre” hizo saltar la realidad por los aires. Nada de someterse a ella. Esa era la pregunta: ¿cómo llegar a la verdad: por la austeridad (los hechos) o por lo personal (la forma)?

Los fotógrafos de calle tenían el prestigio de poseer la verdad en una época dedicada a la destrucción de la falsedad. Winogrand entendió durante la mayor parte de su carrera que su dedicación a lo auténtico era una cuestión personal, pero “en los años setenta su trabajo empezó a mostrar un proceso de purificación” y se vinculó con aquellos que pensaban que cuanto menos intervinieran en sus fotografías más genuinos demostraban ser. “Si el fotógrafo se rendía y dejaba que la realidad le pasara por encima, entonces quizá podría acercarse a la verdad”, explica Rubinfien.

Le llamaban 'el príncipe de la calle', pero en realidad fue 'el yonqui de la calle'

Esta desfachatez fue su estigma. Walker Evans consideraba su trabajo intolerablemente sin pulir y “no reconocía su elegancia, su ambigüedad o su dolorosa sensación de fugacidad”, cuenta el comisario de la exposición. “¿Por qué quieres fotografiar gente así?”, preguntó Evans –al que Winogrand admiraba sin límites- despectivamente a un estudiante. “Son como todos esos que fotografía el Winogrand ese. ¡Resultan tan vulgares!”. La ceguera de Evans le impedía ver que Robert Frank y él mismo estaban cosidos por la misma actitud: someter a América para preguntarle quién era.

Winogrand estaba en todas las salsas, pero a las que sacaba más sabor eran las que no importaban. Como ese semáforo de 1962, abarrotado de transeúntes a punto de cruzar. Un instante intrascendente que deja abierta la interpretación a todos los puntos de vista que atraviesan la multitud. Su don fue su descaro. No robaba. Sólo alguien que no apuñala por la espalda es capaz de meterse en un ascensor, retratar a los ocupantes y sacar tanto provecho a miradas y gestos.

Su crónica era su vida y si algo hubiese fallado habría sido el final: “Yo tenía una idea de lo que las fotografías podían llegar a ser y si no hubiera funcionado creo que me habría suicidado”, dijo. Le llamaban “el príncipe de la calle”, pero en realidad fue “el yonqui de la calle”. La fotografía es una droga sin resaca. Esa es la Norteamérica de Winogrand, la de Norman Mailer, la de las fiebres de euforia y crisis.

“De hecho, es un tanto engañoso describir a Winogrand como un fotógrafo de calle. En realidad, era un fotógrafo de lo que él reconocía en la calle”, dice Rubinfien. Así lo resumió el propio fotógrafo: “Podría decir que soy un estudiante de la fotografía, es cierto. Pero, en realidad, soy un estudiante de Norteamérica”. Y descubrió, en el subidón económico de los sesenta, una en la que no brillaban las virtudes, ni las nobles aspiraciones. Un material de primera para preguntarse por el gasto y el desgaste de la libertad.

Garry Winogrand estaba cruzado por un espasmo eléctrico que le impedía dejar pasar un día sin bajar a la calle a encontrarse con el acto reflejo de sus habitantes, a los que convertía en títeres de un teatro móvil tan espontáneo como grotesco. Obsesionado por una experiencia -en apariencia- desordenada, hizo bailar el paisaje social de la Quinta Avenida desde los años cincuenta hasta los ochenta: mujeres, hombres, niños, animales, el mundo del espectáculo, el espectáculo político. Disparos rápidos y fotos “honestas”, con encuadres sin equilibrio y visiones casuales. El azar es su estilo.

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