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Auschwitz no pudo con la hermanastra de Ana Frank
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Eva Schloss publica sus memorias

Auschwitz no pudo con la hermanastra de Ana Frank

Eva Schloss publica 'Después de Auschwitz', un libro en el que recoge las memorias de su vida, su ingreso en el campo de concentración y su posterior liberación

Foto: Una foto de archivo de Ana Frank, hermanastra de Eva Schloss.
Una foto de archivo de Ana Frank, hermanastra de Eva Schloss.

Cuando Hitler llegó al poder en Alemania, la familia de Eva Schloss se trasladó a Bruselas, desde donde partieron a Ámsterdam. Allí pasaron dos años “muy felices” donde entabló contacto con nuevas amistades. Entre ellas, la de Ana Frank. “El día que conocí a Ana me topé cara a cara, no ya con mi propia imagen reflejada en un espejo, sino con mi contrario especular. Yo era una machorra de pelo rubio, curtida por el sol de las horas que pasaba en la calle […]. Ana era un mes más joven, pero parecía oscura y misteriosa, asomada tras su pelo primorosamente peinado”, describe Eva.

La autora de Después de Auschwitz (Planeta) recuerda que el padre de “doña cotorra” (mote que le pusieron a Ana porque hablaba mucho) era un hombre alto y delgado, con un pequeño bigote y mirada cordial. Lo que Eva no sabía en el momento de conocerle era que Otto se convertiría en su padre cuando, años más tarde, la soledad de Mutti tras quedarse viuda le acercara irremediablemente a los brazos de este amigo de la familia. De este modo, Ana y Eva estrecharon más sus lazos convirtiéndose en hermanastras. Para entonces, la joven morena de pelo ondulado ya sólo vivía en los recuerdos de Eva.

Schloss. "Castillo" en alemán. Un apellido casi descriptivo que Eva Geiringers adoptó cuando se casó. Una palabra que engloba la rigidez y templanza de una personalidad forjada entre el dolor, la tortura y la muerte sembrados por los yermos campos de Auschwitz. Eva, hermanastra de Ana Frank, consiguió sobrevivir a un infierno del que nunca creyó salir con vida. Tras más de 70 años desde que fuera capturada junto a su familia, esta mujer casi nonagenaria relata su historia en el libro.

Su exposición de objetivos es clara: “Dentro de 30 años no quedará ningún superviviente del Holocausto, así que esta es mi carta para la posteridad. Mi sueño es que alguien lo recupere mucho después de mi muerte y se escandalice y se asombre al descubrir que el mundo fue así una vez”. Una misión que lleva desempeñando desde hace años cuando, en Londres, rompió su silencio en una charla durante la inauguración de una exposición sobre su hermanastra. Hasta entonces, su testimonio había permanecido oculto. Ni siquiera sus hijas sabían nada del Holocausto por boca de su madre.

La emoción contenida durante tantos años explotó delante de aquellos desconocidos que escuchaban con lágrimas en los ojos las vivencias de esta mujer. Liberada al fin de un yugo que nunca eligió llevar, Eva comenzó a impartir charlas y conferencias en los cinco continentes en un desesperado intento por repartir conciencia sobre el horror que jamás debió contemplarse.

Su tortura, regalo de cumpleaños

Eva Geiringer nació en 1929 rodeada del bohemio ambiente que se respiraba por las calles de la capital austriaca. “Hitler odiaba el internacionalismo de Viena, sus artes y sus músicas modernas, su sexualidad liberal y su ocasional política caótica, lo cual le excluía a todos los niveles. Hitler era como un niño pobre con la cara pegada al escaparate de una bombonería mientras, en el interior, la selecta sociedad e intelectualidad de Viena le ignoraba”, escribe Eva. Todo esto cambió cuando aquel hombre, hijo de un oficial de aduanas y una criada, llegó al poder. Su familia fue separada a la fuerza: su padre y su hermano, por un lado; Mutti y ella, por otro.

El 11 de mayo de 1944 fue la última vez que vio a Pappy y a Heinz. La fecha la tiene grabada a fuego: el mismo día de su cumpleaños fue capturada junto a su madre por los nazis. “Nunca olvidaré el miedo y el presentimiento que sentí la noche en que los nazis entraron en Viena. Tañidos de campanas y multitudes enfervorecidas dieron la bienvenida a los soldados alemanes, al tiempo que de todas las ventanas y edificios se desplegaban gigantescas banderas rojas con esvásticas que eclosionaron por toda la ciudad como un manto de flores venenosas”, recuerda.

Agua contaminada que le provocó tifus

El cautiverio de Eva estuvo marcado por ciertas dosis de “suerte” que le salvaron la vida en más de una ocasión. Todavía no logra explicarse por qué recibió medicación contra el tifus que contrajo, ya que los judíos no eran tratados con medicamento: “Desconozco en qué se diferenció mi caso. Tal vez fuera porque Mutti estaba allí, suplicando a viva voz que alguien me ayudara, y fue más fácil suministrarme algo para quitársela de encima”.

Cuando el virus del tifus se instaló en su malogrado cuerpo después de saltarse los avisos sobre el consumo de agua, comenzó a sufrir severos dolores de estómago que la forzaban “a salir corriendo para aliviarme en el patio”.

Una práctica totalmente prohibida por los alemanes, que obligaban a los judíos a visitar las letrinas en masa sólo tres veces al día. “¡Tú, pequeño insecto de mierda! ¡No sois capaces ni de controlar vuestra propia basura aunque estéis enfermas!”, le gritó la “kapo” que regentaba su barracón. El castigo no se hizo esperar, y durante dos horas fue obligada a mantenerse de rodillas, con los brazos en cruz y un pesado banco de madera sobre su cabeza. Mientras, su madre y otras presas le enviaban las pocas fuerzas que tenían a través de la mirada.

Pasaron los días y el azar quiso que un nazi la trasladara a trabajar a Canadá, nombre con el que se conocía al almacén de objetos de los prisioneros de Auschwitz que luego se distribuían entre los soldados alemanes. “¿Puedo llevar también a mi madre?”, preguntó directamente a un guardia. Estupefacción en el rostro del resto de judías ante la mala idea de una joven: no era aconsejable dirigirse a las SS. Pero su valor fue recompensado: “Sí, ¿por qué no?”, contestó el alemán encogiéndose de hombros. Eva quería que Mutti le acompañara en su nueva tarea porque sabía que las judías empleadas en Canadá disponían de levísimas mejoras en sus condiciones de vida.

Pensaba que sus heridas se cerrarían volviendo al escenario del terror, y por eso aceptó regresar a Auschwitz. Acudía en calidad de invitada al rodaje de un documental conmemorativo sobre los diez lustros trascurridos desde la liberación del campo, grabado antes de que fuera abierto al público. Pero la intención de Eva no resultó como ella esperaba, y no consiguió suturar las gravísimas lesiones de su alma. “El Auschwitz al que regresé en enero de 1995 era tan gélido, húmedo y sombrío como lo recordaba”, escribe Eva Schloss, que para entonces ya había formado una nueva familia junto a su marido Zvi y sus tres hijas.

“Recorrimos el campo a lo largo, siguiendo la línea de la vía férrea que al final acabó llegando casi hasta las mismísimas cámaras de gas. Al fondo quedaban los edificios derruidos de ladrillo que habían albergado las cámaras y los crematorios. Con la esperanza de ocultar sus crímenes, los nazis los habían volado antes de marcharse”, recoge Eva en sus memorias. No derramó ni una lágrima durante todo el trayecto.

Schloss siguió por televisión la ceremonia de conmemoración, con su correspondiente procesión de líderes mundiales depositando flores tras declarar que hechos como los que se habían vivido allí no podían volver a ocurrir. “Quién sabe qué recordará la gente sobre ese lugar dentro de cien años”, se pregunta Eva. Un interrogante que sólo tendrá respuesta con el paso de los años, pero cuya memoria se preservará a través de testimonios tan dolorosos como el suyo.

Cuando Hitler llegó al poder en Alemania, la familia de Eva Schloss se trasladó a Bruselas, desde donde partieron a Ámsterdam. Allí pasaron dos años “muy felices” donde entabló contacto con nuevas amistades. Entre ellas, la de Ana Frank. “El día que conocí a Ana me topé cara a cara, no ya con mi propia imagen reflejada en un espejo, sino con mi contrario especular. Yo era una machorra de pelo rubio, curtida por el sol de las horas que pasaba en la calle […]. Ana era un mes más joven, pero parecía oscura y misteriosa, asomada tras su pelo primorosamente peinado”, describe Eva.

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