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Shackleton para mocosos
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la madre de todas las odiseas

Shackleton para mocosos

El libro ‘El viaje de Shackleton’ recorre con lápices de colores la expedición antártica más heroica de la historia, de cuyo inicio se cumple un siglo este año

Foto: Dibujo de la madre de todas las expediciones sobre el hielo
Dibujo de la madre de todas las expediciones sobre el hielo

Ernest Shackleton (1874–1922) no conquistó el Polo Sur, se le adelantó el noruego Roald Amundsen en 1912. Tampoco tuvo éxito en su posterior y última gran empresa: recorrer la Antártida de una punta a otra a bordo de la ambiciosa Expedición Imperial Transantártica (1914-1917), con la que pretendía asegurarse para sí mismo y para su país otra marca relevante en la loca carrera internacional de los exploradores.

Pero el viaje no puede considerarse un fracaso: después de dos años prisioneros del hielo, Shackleton y su tripulación volvieron a casa después de protagonizar un relato épico, cargado de proezas sobrehumanas y decisiones vitales; después de sobrevivir, entre otras cosas, al hundimiento de su barco, a meses flotando sobre una enorme placa de hielo, a la falta de víveres y el frío extremo, a un imposible viaje en barca por mar abierto y a un penoso sprint final entre montañas nevadas, Shackleton consiguió su objetivo, que era evitar que nadie de su tripulación muriera en el camino.

En agosto se cumplió un siglo del comienzo de aquella odisea moderna, cien años de la también llamada Expedición Endurance en honor al nombre del buque encargado de llevarlo hasta aquel blanquísimo corazón de las tinieblas. “Constituiría la última expedición de la Edad Heroica de las exploraciones antárticas (1888-1914)”, escribe William Grill en El viaje de Shackleton, que la editorial Impedimenta publica estos días. Estamos en el crepúsculo de una época que no volverá, la que terminó con la Primera Guerra Mundial y en la que aún había territorios sin explorar en el mapa, marcada por el romanticismo de los hombres hacia al héroe de la vieja escuela y la presencia solemne de los antiguos imperios.

El libro es una obra bellísima donde Grill, ilustrador emergente, pone sus lápices de colores al servicio de una historia real explicada para los más pequeños. Y quizá precisamente porque estamos ante un viaje lo suficientemente documentado como para evitar la tentación de exagerarlo, registrado en los diarios de la tripulación y las imágenes de Frank Hurley, el fotógrafo de la misión, quizá por eso mismo, digo, no hay que tener miedo a leer la travesía del Endurance como una novela de aventuras.

Una tripulación de 28 hombres y 69 perros

Entre ellos, eligió a veintiséis en función de sus conocimientos prácticos, “pero también les preguntó cosas más inusuales, como si sabían cantar bien”, escribe Grill. Había marineros, un experto en motores, un bombero, un biólogo, un meteorólogo, un pintor y el fotógrafo, que en ocasiones debía colgarse sobre el mar amarrado a un largo palo para “filmar el avance del barco a través de las placas de hielo”. Durante el viaje también se coló en el Endurance un “intrépido polizón de diecinueve años, Percy Blackborrow”, que a la postre tuvo el honor de ser el primer humano en poner sus pies (congelados) en la remota isla Elefante, en el océano Antártico.

Aislamiento: qué hacer si te quedas atrapado cerca del Polo Sur

Durante los interminables días de aislamiento, Shackleton mantuvo a sus hombres ocupados para evitar en lo posible el desgaste físico y mental. Mientras el Endurance se mantuvo atrapado entre hielo, como un gran hotel a la deriva, el barco se convirtió en el cuartel de invierno. Se introdujeron algunas comodidades, se construyó una estufa y se celebraban fiestas para mantener alta la moral. La tripulación pasó a llamarle “el Ritz”. Fuera, los hombres buscaban mantenerse ocupados, entrenaban a los perros, pescaban y cazaban, realizaban mediciones científicas. Celebraron incluso un derbi antártico de carreras de trineos.

Una vez hundido el barco, hombres y perros organizaron la vida alrededor de improvisados campamentos levantados en las enormes placas de hielo, que se desplazaban “a merced del viento”. Tenían la esperanza de que este les llevase hacia el norte y que desde allí pudieran navegar a tierra firme. Soñaban con un rescate por barco. Los campamentos también fueron adaptados en la medida de lo posible a las necesidades. Se construyeron iglús y una cocina alimentada por sebo. “El tiempo transcurría muy despacio. Todos los días salían equipos de caza en busca de focas y pingüinos, ya que las raciones empezaban a escasear […]. Mientras, los hombres pasaban el tiempo leyendo la Enciclopedia Británica y poniendo a prueba los conocimientos de los demás”, narra Grill.

Shackleton dejó allí a sus hombres a salvo, bajo un refugio que era una barca bocabajo, y volvió a ponerse en marcha, de nuevo en una de las barcas y en compañía de sólo cinco de los suyos. La meta final: la lejana isla Georgia del Sur, donde estaba la estación ballenera de Stromness. Desde allí podría organizar un rescate.

El primero iba a bordo del Endurance con el objetivo de cruzar el continente de norte a sur. El otro, cuya travesía no está tan detalladamente documentada, es el llamado grupo del mar de Ross, a bordo del Aurora y capitaneado por Aeneas Mackintosh. Partiendo de Australia, su objetivo era cruzar la Antártida de sur a norte y dejar provisiones en lugares estratégicos en el interior para que fueran recogidos por el primer grupo. Llegaron a la costa sur antártica en enero de 1914, no sin problemas debido a la desorganización de Mackintosh y al recorte de fondos para su viaje por parte de Shackleton.

Como cuenta Grill al final de su libro, este segundo grupo de “valientes” no tenía manera de saber que el Endurance estaba varado en el hielo en el extremo opuesto de la Antártida, ni que Shackleton ni siquiera había iniciado su largo recorrido terrestre. “Ajustándose al plan inicial, los hombres del Aurora decidieron seguir con su misión y estuvieron todo un año estableciendo depósitos de suministros para Shackleton y su tripulación, tal y como les habían indicado”.

Mackintosh demostró ser un líder fatal, desorganizado y con un ímpetu suicida por cumplir los objetivos. Diez de los expedicionarios, entre los que se encontraba el capitán, perdieron contacto con el Aurora y “pasaron a ser los únicos hombres vivos en todo el continente” durante meses. Mackintosh y dos de sus compañeros murieron víctimas de un entorno feroz y del escorbuto, antes de que el resto fuera rescatado. En enero de 1917.

Cinco años después, en enero de 1922, cerca de allí, de nuevo en la costa de Georgia del Sur, sir Ernest Shackleton moría de un ataque al corazón. Estaba a bordo del Quest, a punto de iniciar una expedición a la Antártida con fines científicos, cansado de ganarse la vida dando conferencias. Fue enterrado en aquella isla, en el cementerio de Grytviken, en una antigua estación ballenera que hoy es visitada cómodamente por turistas.

Ernest Shackleton (1874–1922) no conquistó el Polo Sur, se le adelantó el noruego Roald Amundsen en 1912. Tampoco tuvo éxito en su posterior y última gran empresa: recorrer la Antártida de una punta a otra a bordo de la ambiciosa Expedición Imperial Transantártica (1914-1917), con la que pretendía asegurarse para sí mismo y para su país otra marca relevante en la loca carrera internacional de los exploradores.

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