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Berlanga ya mandó a los corruptos a la trena
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Berlanga ya mandó a los corruptos a la trena

Ocurre cada vez que estalla un caso de corrupción: el pueblo reclama la resurrección de Berlanga. Es lógico: el director se anticipó al futuro en 'La escopeta nacional'

Ocurre cada vez que estalla un caso de corrupción: el pueblo reclama la resurrección de Berlanga para que filme lo que está pasando. Así que en los últimos días, en pleno delirio autodestructivo del régimen del 78, las alusiones al director valenciano se han convertido ya en un clamor popular. Y tiene sentido, sobre todo si nos fijamos en la filmografía del Berlanga tardío. En efecto, tras rodar varias obras maestras neorrealistas durante el franquismo, en las que la descripción de la picaresca cañí en tiempos de carencia social jugó un papel fundamental, el Berlanga de la democracia dedicó gran parte de sus esfuerzos a retratar la corrupción política. El director tiene incluso una película temática rodada al calor del desmoronamiento del felipismo: Todos a la cárcel (1993).

Lástima que Todos a la cárcel sea una de las películas más flojas de un Berlanga preso de la escatología costumbrista. El paso del tiempo no le ha hecho ningún favor al filme, que no carbura como profecía que dialoga con el presente.

La paradoja histórica es que la película de Berlanga que funciona mejor como espejo de la actualidad es la que retrató la corrupción del tardofranquismo: La escopeta nacional (1978). Primero porque es un filme sobre la decadencia de un régimen; es decir, justo lo que estamos viviendo ahora. Segundo porque Berlanga, en plenitud de sus poderes cinematográficos, describió con gran precisión la fontanería de los negocios del poder, una estructura que no envejece porque va más allá de los cambios de régimen y de la geografía.

En efecto, no hay ningún motivo para que un francés o un alemán no encuentren puntos de identificación con La escopeta nacional, pese a tratarse de un filme 100% cañí del dúo Berlanga/Azcona. Al fin y al cabo, cuenta una historia universal: un empresario que quiere dar un pelotazo arrimándose al poder.

La escopeta nacional y sus secuelas –Patrimonio Nacional (1982) y Nacional III (1983)– funcionan bien como guía satírica de la corrupción política en España. Sus secuencias se anticipan al futuro de tal modo que cualquiera diría que la intención última del pequeño Nicolás, Francisco Correa, Pujol, las tarjetas black, los ERE andaluces, Bárcenas, Granados, Díaz Ferrán o el sindicalista Villa no sería lucrarse a costa de las arcas públicas, sino imitar a los personajes de Berlanga como sentido homenaje y graciosa performance. Cacerías incluidas.

De ahí que, en los primeros minutos de La escopeta nacional, Berlanga dedique un antológico plano secuencia al momento en el que un intermediario (Rafael Alonso) presenta al empresario catalán Jaume Canivell (Saza) a la crema y la nata del régimen. ¿Objetivo? Montar un negocio que beneficie a todos ellos: la implantación de porteros automáticos en todas las casas del país.

La demostración de que saludar al ministro de turno es la piedra angular del futuro negocio, como bien sabe el pequeño Nicolás, es que Canivell ha tenido que desembolsar un pastón para ganarse el derecho a estar allí estrechando manos: la cacería la paga él, aunque oficialmente todo corra a cargo del clan de los marqueses de Leguineche (Luis Escobar y José Luis López Vázquez).

He aquí el primero de una serie de favores/regalos a los círculos del poder, imprescindibles para fortalecer el clima de confianza/negocio, como bien sabían los chicos de la trama Gürtel, maestros del agasajo, el detallito navideño y la lisonja.

Lo acabamos de ver esta semana otra vez gracias a la Operación Púnica: el gran clásico de la corrupción política es el concurso público amañado con su soborno a la autoridad y su comisionista.

Aunque el pelotazo de Canivell no se consuma debido a factores tan realistas como un cambio de poder dentro del régimen durante la cacería (el ascenso de los tecnócratas del Opus Dei) y a la crisis política de un tardofranquismo en decadencia (demasiadas personas medrando para hacerse con un botín menos jugoso que antaño), lo importante aquí son los detalles del negocio. Recuerden la conversación entre Canivell, que quiere que todas las casas de España vengan de serie con su portero automático vía decretazo del BOE, y el ministro (Antonio Ferrandis), que le explica que la música suena bien, pero que todo tiene que ser un poco más sutil.

Tratar con Hacienda

Los actuales trapicheos de corrupción siempre tienen dos patas: comisión y blanqueo. El problema de hacerse de oro como comisionista es que luego hay que legalizar ese dinero de algún modo. Todo esto se puede hacer a las bravas (sobornando a los inspectores de Hacienda) o en plan sofisticado (llevándose el dinero fuera de España). Las secuelas de La escopeta nacional, de hecho, se dedican casi en exclusividad a explicar cómo el clan de los Leguineche trata de burlar al fisco español.

El caso Hacienda, que está a punto de llevar a la cárcel al constructor y expresidente del F.B. Barcelona Josep Lluís Núñez, estalló en 1999 tras descubrirse que dos inspectores de Hacienda tenían cuentas en Suiza gracias a los sobornos de Javier de la Rosa. Los Leguineche, por su parte, intentan resolver sus problemas con Hacienda (llevan sin hacer la declaración desde 1931 y estamos ya en democracia) contando una serie de delirantes excusas y mentirijillas al inspector que les quiere embargar.

Conversación entre el marqués de Leguineche y el inspector:

–¿Por qué vamos a pagar ahora si el país ha funcionado perfectamente sin nuestro oro?

–Ustedes no han pagado, pero la pobre gente, sí.

Pero han pagado muy poquito, y muy poco a poco, y no se dan ni cuenta…

Andorra y Suiza

La traca final llega en Nacional III cuando los Leguineche deciden llevar su dinero fuera de España. Tras una serie de aparatosos incidentes y ante su incapacidad de dar con un método más refinado, el dinero viajará al extranjero escayolado al cuerpo de José Luis López Vázquez. Máximo astracán pues.

Aunque ahora estemos en plena era de los trucos financieros sofisticados y ya no sea necesario escayolarse un dineral al tórax para evadir impuestos, hay cosas que nunca cambian: recuerden al hijo de Jordi Pujol atravesando los montes andorranos con una mochila repleta de billetes de cincuenta euros. O al menos eso ha denunciado su examante; material vodevilesco y 100% berlanguiano, por tanto.

Todo esto, sin duda, es muy gracioso. El problema surge cuando empieza a haber más dinero español en Suiza que en España. Entonces lo que uno necesita no es que venga Berlanga al rescate, sino quizás el Séptimo de Caballería

Ocurre cada vez que estalla un caso de corrupción: el pueblo reclama la resurrección de Berlanga para que filme lo que está pasando. Así que en los últimos días, en pleno delirio autodestructivo del régimen del 78, las alusiones al director valenciano se han convertido ya en un clamor popular. Y tiene sentido, sobre todo si nos fijamos en la filmografía del Berlanga tardío. En efecto, tras rodar varias obras maestras neorrealistas durante el franquismo, en las que la descripción de la picaresca cañí en tiempos de carencia social jugó un papel fundamental, el Berlanga de la democracia dedicó gran parte de sus esfuerzos a retratar la corrupción política. El director tiene incluso una película temática rodada al calor del desmoronamiento del felipismo: Todos a la cárcel (1993).

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