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Pynchon, padre de la paranoia 'pedrojotesca'
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publica 'al límite', novela sobre el 11 s

Pynchon, padre de la paranoia 'pedrojotesca'

March le pasa un billete de dólar a Maxine, en cuyo anverso alguien ha escrito con bolígrafo: “El World Trade Center fue destruido por la CIA"

Foto: Atentado contra las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001 (CC)
Atentado contra las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001 (CC)

March le pasa un billete de dólar a Maxine, en cuyo anverso alguien ha escrito con bolígrafo: “El World Trade Center fue destruido por la CIA; la CIA de Bush padre está convirtiendo a Bush hijo en presidente de por vida y en un héroe”. “Me lo dieron con el cambio en el colmado esta mañana. Y todavía no hace ni una semana del ataque”, dice March para legitimar ese “documento histórico” que prueba que fueron “los nazis de Washington” quienes tumbaron las torres gemelas. La maquinaria de la paranoia y la conspiración empieza en un billete magreado. “Esos putos nazis de Washington necesitaban un pretexto para un golpe de Estado, ahora ya lo tienen. Este país se encamina a la puta mierda, y no son los moros volando en sus alfombras los que deben preocuparnos, sino Bush y su pandilla”.

March es el personaje de contrapunto a Maxine (protagonista, investigadora de fraudes en crisis matrimonial, tras las huellas de Gabriel Ice, joven CEO de la startup "hashslingrz". Thomas Pynchon (EEUU, 1937) ha creado dos mundos que chocan, el de la información objetiva y el de los rumores, pruebas contra paranoias.

“Tanto da cuál sea la versión oficial que acabe imponiéndose, éstos son los sitios en los que deberíamos mirar, no en los periódicos ni en la televisión, sino en los márgenes, en los grafitis, en las expresiones involuntarias, a la gente que tiene pesadillas y grita en sueños cuando duerme en espacios públicos”. Ahí es donde March encuentra el más puro rastro de la verdad y donde el lector de Al límite -la nueva novela del padre de la posmodernidad, que Tusquets publicará en los próximos días- entiende que todo es mentira, que la verdad es una construcción.

Libertad bajo fianza

“En esta ciudad hay mil cosas de las que asustarse, puede que hasta dos mil, y muchas más historias que seguramente él ni imaginaría”, hace pensar Pynchon a Maxine de su marido Horst. Traza la confusión de sus personajes con laberintos de pistas y conjeturas que, en la mayoría de los casos, quedan sin resolver, fantasías dementes, conspiraciones interminables, que ajustan cuentas con el gran sueño americano. Nada nuevo, la ceremonia de la confusión habitual de Pynchon pone en evidencia que los relatos históricos basados en hechos verídicos, no son más que ficciones verbales cuyo contenido se transforma cada vez que se cuenta. Reescribir la Historia es narrar la Historia.

Contar Nueva York antes, durante y después del 11 de septiembre de 2001 y la burbuja puntocom en 500 páginas es presentar –mientras repasa un zoo polifónico de personajes ambiciosos, frustrados, ingenuos, idealistas, cínicos- la deshumanización impuesta por el control totalitario instaurado en las democracias. Ya lo hizo en V (1963), El arcoíris de gravedad (1973) o Contraluz (2006), pero nunca hasta ahora con esa ansiedad por descubrir el valor del mundo virtual, por esa urgencia de hacer una obra condenadamente contemporánea, producto de la era que inauguraron las desclasificaciones de Edward Snowden. Por eso a Pynchon le interesa nuestro instinto paranoico: a más información, menos claridad. Y sí, es la novela que deberían leer todos los que votaron bochornosamente la Ley de Propiedad Intelectual.

Lo barroco se dice de muchas maneras, pero llámelo Pynchon. Los barrocos son sospechosos habituales, porque conceden al oído y a la imaginación literaria un estado al que no se había llegado. Al escurridizo autor norteamericano debe responsabilizarse de haber hecho de la prosa narrativa la destreza verbal como justificación de un párrafo o de un personaje. La mente acaba en el límite de lo que podemos decir, la realidad termina allá donde sabemos cómo continuar. Eso, que tradicionalmente apunta hacia autores incuestionables como Góngora, Quevedo o Gracián, se ha llegado a criticar calificándola de “narrativa débil”. Sus libros suelen verse con mucha orquesta y leerse con poca melodía.

Tradición paranoica global

La melodía de Al límite recuerda a la de Libra (1988, Seix Barral) de Don DeLillo. La corrupción irremediable del sistema, la violencia y el escepticismo político. Ambos mamaron el nacimiento de la paranoia estadounidense con el asesinato de Kennedy, que alimentó los setenta y ochenta. Ninguno de los dos podría haber escrito su ficción sin pasar por la muerte de Kennedy. Tanto en Al límite como en Libra, la paranoia ha madurado y se ha movido a internet. Ya no es un asunto de cultura norteamericana. Es un virus global. Pero la paranoia no es sólo ciudadana, sino la excusa perfecta para el control social de las autoridades.

Si sólo lee el Diario de Referencia, puede llegar a creer que la ciudad de Nueva York, como la nación entera, unida en el dolor y la conmoción, se ha alzado frente al desafío del yihadismo global, implicándose en una cruzada de rectitud moral que la gente de Bush denomina ahora la Guerra contra el Terror. Si recurre a otras fuentes –internet, por ejemplo- puede que se haga una imagen distinta. Ahí fuera, en la inmensidad e indeterminación del anarquismo del ciberespacio, entre los miles de millones de ecos de fantasías reverberantes, empiezan a emerger oscuras posibilidades”.

Pynchon maneja a los personajes entre la conspiración y la confusión, en una trama de género negro que ya empleó en Vicio propio (2009, Tusquets). Cuestiona la objetividad del periodismo tradicional, tomado por la voz del poder, convertido en una prensa fácil. Enfrente, las otras fuentes -las anárquicas-, entre las que campan la paranoia, lo paranoico y los paranoicos, como origen de los descubrimientos y las conspiraciones más aterradoras. Ya hemos visto que la anarquía paranoide también puede llegar a conjugarse en medios tradicionales.

Tan amante de la contracultura como de su caducidad, el escritor –dios de la oscuridad secular- crea una banda oscura en la red, para ahondar en la caótica posibilidad de informarse y desinformarse. Arriba, la red artificial; abajo, un país subterráneo que se extiende a la sombra de los robots de búsqueda. “Aventureros, peregrinos, rentistas, amantes fugados, ocupas prófugos, evasores y un gran número de inquisitivos empreNERDores”. Ya conocen la habilidad pynchoniana para crear su propio diccionario (irónico). La web profunda es un reducto contracultural, sobre el que planea ya el ansia del negocio, la amenaza de la “urbanización pija”: “Entonces será como allí arriba, en las guas superficiales. Enlace tras enlace, se harán con el control de todo, y todo será tranquilo y respetable. Iglesias en cada esquina”.

Pynchon es el aguafiestas que avisa del final de la libertad. Quien quiera conservarla tendrá que ensillar y cabalgar a otra parte. El capitalismo siempre llega tarde, pero siempre llega. Las historias de Pynchon son historias de una colonización irremediable, la de la conquista de la espontaneidad. “Llámalo libertad, pero está basada en el control. Todo el mundo conectado y todos juntos, ya es imposible que nadie se pierda, jamás. Da el paso siguiente, conéctala a los teléfonos móviles, y tienes una red de vigilancia total, ineludible”, el sueño del Pentágono, una ley marcial universal. No, en Al límite tampoco deja colarse al rayito de esperanza. Qué quieres, es la marca de la casa: entropía a niveles apocalípticos, poder absoluto del Estado, derroche de caos vital, libertades bajo mínimos, tecnología en máximos históricos.

La cordura por los suelos, la codicia por las nubes en la Ciudad Que Nunca Duerme. Una metrópolis sagrada, de píxeles, que espera ser reconstruida, “como si los desastres pudieran reproducirse a la inversa, las torres alzarse desde las ruinas negras”. Eric, un hacker, es el encargado de aclarar que no hay opción a la redención. Esperaba que el hundimiento de las torres sería como pulsar un botón de reinicio para la ciudad. “Una oportunidad para que todo empezara de nuevo, limpio. Pero míralos, pero que antes”.

March le pasa un billete de dólar a Maxine, en cuyo anverso alguien ha escrito con bolígrafo: “El World Trade Center fue destruido por la CIA; la CIA de Bush padre está convirtiendo a Bush hijo en presidente de por vida y en un héroe”. “Me lo dieron con el cambio en el colmado esta mañana. Y todavía no hace ni una semana del ataque”, dice March para legitimar ese “documento histórico” que prueba que fueron “los nazis de Washington” quienes tumbaron las torres gemelas. La maquinaria de la paranoia y la conspiración empieza en un billete magreado. “Esos putos nazis de Washington necesitaban un pretexto para un golpe de Estado, ahora ya lo tienen. Este país se encamina a la puta mierda, y no son los moros volando en sus alfombras los que deben preocuparnos, sino Bush y su pandilla”.

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