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Prohibido besar a Stalin
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Un cómic sobre miedo y totalitarismo

Prohibido besar a Stalin

Había que producir almas. Había que conducir almas. Había que engañar almas. La gran producción estalinista fue la industria del alma... escritores

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Había que producir almas. Había que conducir almas. Había que engañar almas. La gran producción estalinista fue la industria del alma, “nuestros tanques son inútiles cuando quienes los conducen tienen almas de barro”. Cuarenta escritores escuchan al dictador, que les arenga en la mansión de Gorki. La revolución necesitaba de sus letras infladas de épica y de una propaganda a la altura de las circunstancias. Eran los “ingenieros del alma” –imborrable crónica del periodista holandés Frank Westerman- y debían olvidarse de las musas burguesas cuando se sentaran a trabajar en su escritorio. Lo exigía Stalin.

Las miasmas del totalitarismo se cruzaron en la infancia de la escritora y guionista de novela gráfica Marzena Sowa, en su Polonia natal, y de ahí ha salido la serie autobiográfica Marzi, seis libros dedicados a su vida bajo el comunismo e ilustrados por su compañero Sylvain Savoia. Ella es su propio material, pero porque le interesa el mundoSin embargo, en esta ocasión abandona la seña personal –todo lo que pueda- y viaja al pasado, a 1939, para entrar en la falta de libertad, el tormento del silencio y la presión de las amenazas.

La escasez parece palidecer cuando la espontaneidad ha quedado sometida al imperio del control. El miedo duele más que el hambre, como deja claro Sowa en el excepcional No puedes besar a quien quieras (Editorial La Cúpula).

La autora, esta vez con el dibujo –mucho más sensible y frágil- de Sandrine Revel, centra la historia en la temeridad de un beso en el cine de la escuela, durante el pase de una película que cuenta la vida de un niño que ama a su patria y a Stalin. El gesto pone en marcha el mecanismo del desasosiego, alimentado por pequeñas traiciones, las delaciones y el pánico a la represión, en la escuela, la calle, la casa… la vida cotidiana envenenada por la larga sombra de la dictadura.

Sowa amplía el campo de acción más allá de las víctimas y se cuela, también, en la intimidad de los represores. El malvado director del colegio y la severa profesora que quieren saber más de la vida del pequeño que se ha atrevido a alimentar su amor,también se descubren en toda su humanidad. Tan tiernos como cualquiera, tan contradictorios y conflictivos. Tan monstruosos. En casa, civilizados; en público, bárbaros.

Y en el cetro de todo, los niños que tienen prohibido entrar en el mundo de los adultos. Que tienen prohibido besar, prohibido pensar, prohibido preguntar, prohibido leer, prohibido jugar, prohibido ser adultos, prohibido ser niños, prohibido ser. Los cuatro amigos son conscientes de los límites y del peligro, se preguntan por “la verdad”, en mayúsculas:

- “Una que, de descubrirla, nos ayudaría a comprenderlo todo.

- Pero comprenderlo todo es peligroso.

- Y no nos atrevemos a preguntar porque preguntar es querer saber. Y eso es sospechoso.

- A las autoridades no les gustan los que piensan, los que son curiosos”.

El relato se complica. Viktor pertenece a una familia que no se ha dado por vencida, que mantiene –en silencio y oculta- la esperanza de la disidencia. Desde luego no es Mijail Bulgákov (1891-1940), el ingenuo escritor que escribió al “maestro” Stalin para permitirle volar sin límites, es decir, emigrar a otro país. Opta por el ostracismo antes que el silencio. Creía en su libertad y en su autoría, estaba convencido de que no era útil para la revolución y se lo dijo por carta, en 1930: “La lucha contra la censura, cualquiera que sea, y cualquiera que sea el poder que la detente, representa mi deber de escribir, así como la exigencia de una prensa libre”. Bulgákov, el “ferviente admirador de la libertad”, se arrepiente cuando recibe una llamada del mismo Stalin.

Sospechosos habituales

En el cómic de Revel y Sowa vemos como el escritor memoriza antes de quemar. Teme que la poesía, fuente de su resistencia y su aliento, acabe con su familia. Apenas es un folio. Un maldito papel. Temer a veinte líneas escritas a vida o muerte para seguir respirando. El miedo no extraña cuando hablamos de la revolución léxica que Gorki culminó, entre los años 1938 y 1939, con la retirada de 7.806 obras “políticamente perjudiciales” de 1.860 escritores. Fueron destruidos 24.138.799 ejemplares y 4.512 títulos.

“En aquella época, todo era sospechoso. Por nada podías ser enviado al gulag, desaparecer, perder la vida. Una sonrisa que no gustaba. Un vecino al que no le gustabas y podría llegar tu hora, o la de tu vecino (a veces los más entusiastas eran también sospechosos, a veces, incluso, el fervor podía considerarse sospechoso), alguien os había visto sacar la lengua al retrato de un dignatario y eso podría tener graves consecuencias”, cuenta Sowa, que cruza los recuerdos desu propia experiencia con el pasado de su familia. “Y la censura se inmiscuía en todos los resquicios de la existencia. Hasta las etiquetas de los tarros de mermelada pasaban un control”. Ni mermelada, ni poesía.

Había que producir almas. Había que conducir almas. Había que engañar almas. La gran producción estalinista fue la industria del alma, “nuestros tanques son inútiles cuando quienes los conducen tienen almas de barro”. Cuarenta escritores escuchan al dictador, que les arenga en la mansión de Gorki. La revolución necesitaba de sus letras infladas de épica y de una propaganda a la altura de las circunstancias. Eran los “ingenieros del alma” –imborrable crónica del periodista holandés Frank Westerman- y debían olvidarse de las musas burguesas cuando se sentaran a trabajar en su escritorio. Lo exigía Stalin.

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