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El día que Hollywood inventó la máquina de censurar películas
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80 años del CÓDIGO HAYS

El día que Hollywood inventó la máquina de censurar películas

La censura cinematográfica estadounidense consiguió el poder de vetar estrenos hace ocho décadas

Foto: 'Las uvas de la ira', de John Ford
'Las uvas de la ira', de John Ford

El Hollywood clásico tiene algo de realidad paralela donde los matrimonios raramente comparten cama, donde no existe la homosexualidad ni tampoco el amor interracial. La fábrica de los sueños dibujaba un mundo en el que las instituciones (casi) siempre funcionaban y los malvados recibían su castigo. Entre otros motivos, porque la del cine estadounidense también es una historia de censura. Eso sí, a la manera americana: en forma de autorregulación.

Las primeras películas sonoras habían recrudecido las quejas del puritanismo. La multiplicación de comités estatales o municipales provocaron la inquietud de los productores. El camino estaba marcado: para evitar enfrentarse a decenas de censores con criterios cambiantes (incluida una bizarra prohibición de que en los filmes apareciesen mujeres embarazadas), la industria impulsó un código propio. Este enumeraba temas prohibidos, desde la ridiculización del clero a las enfermedades venéreas. Otros asuntos debían tratarse “cuidadosamente”, como la violación, el uso de drogas o la prostitución.

En 1930comenzó a aplicarse el denominado Código Hays, llamado así en recuerdo de uno de sus creadores. Pero fue en verano de 1934 cuando se creó una autoridad con potestad para prohibir aquellas películas que no obedeciesen sus directrices. El retroceso fue extremo, al no haber demasiado margen para la negociación: los estudios debían practicar cuantos cambios se les exigiesen, y comenzaron a desestimar proyectos que se anticipasen conflictivos. Todo ello también tenía dimensión política: el izquierdismo debía ser silenciado o condenado, y la corrupción debía mostrarse siempre en forma de casos puntuales.

Emigrantes europeos como Fritz Lang u Otto Preminger (que, como productor, destacó por ser especialmente desafiante) no salían de su asombro. En América no había un cine dirigido gubernamentalmente, pero sí depuraciones clandestinas durante la escritura de guión. Adaptar Anna Karenina se convirtió en una pesadilla. La humorista Mae West debía dejar de provocar y ser moralista. Algunos realizadores agudizaron su ingenio, intentando transgredir mediante sobreentendidos e insinuaciones. La convivencia fue larga: la censura reinaría en Hollywood hasta 1968, ya debilitada por la televisión y por los estudios independientes. Entonces, se reiventó como sistema de calificación por edades.

Uno de los objetivos del Código Hays fue dificultar la relación entre el cine y la literatura adulta. Hollywood quería ganar legitimidad adaptando novelas de prestigio que, además, llegaban envueltas de escándalo y publicidad gratuita. Pero organismos como la Liga de la Decencia no querían que una audiencia popular tuviese acceso a las historias realistas de Theodore Dreiser, a las duras visiones del Sur concebidas por William Faulkner y Erskine Caldwell, a la indignación ética de John Steinbeck o la prosa cruda de Ernest Hemingway.

Varias obras de estos escritores llegaron a las pantallas, especialmente tras el crack del 29. En los primeros años de la Oficina Hays, supusieron algunos de los más intensos focos de tensión entre productores y censores. Ann Vickers, basada en un libro de Sinclair Lewis, llegó a las salas cinematográficas después de una verdadera batalla que alargó el tiempo (y el coste) de producción. Una vez la Oficina Hays consiguió el poder para vetar estrenos, los estudios tomaron nota: ante los riesgos económicos que comportaban, este tipo de adaptaciones resultaron mucho menos frecuentes.

Adiós a las armas (1932)

La primera novela de Ernest Hemingway, nacida de sus experiencias en la I Guerra Mundial, criticaba al ejército italiano. Así que su primera versión cinematográfica nació enfrentada a los grupos puritanos (representaba con naturalidad un amor fuera del matrimonio)... y a la diplomacia de Mussolini. El original literario se sometió a un cepillado: el romance de los protagonistas se legitimaba mediante una extraña pseudoaprobación eclesiástica, y se blanqueaba el hundimiento italiano en la batalla de Caporetto.

El héroe ya no desertaba para salvarse de las purgas internas del ejército, sino por preocupaciones románticas. El antibelicismo se diluyó. Hemingway se mostró indignado por estos cambios. La posterior versión de 1957 no mejoraría las cosas: era más fiel a la letra del libro, pero en lugar de moldear a los protagonistas para hacerlos más aceptables, condenaba abiertamente su conducta.

Secuestrada (1933)

Traducir en imágenes Santuario, de William Faulkner, parecía un proyecto abocado al fracaso. Más aún en plena ofensiva conservadora: narraba el acoso a una joven que acaba siendo violada, y posteriormente alojada en un burdel, por un traficante de alcohol. Marcados estrechamente por la Oficina Hays, los responsables perpetraron una adaptación extremadamente libre y muy breve, de resultados más bien deformes, que eliminó personajes y tramas enteras.

Se eliminó el voyeurismo y la impotencia del violador, pero las modificaciones no sólo se centraron en lo sexual. Secuestrada podía haber sido una obra crítica con los linchamientos pero, como sucedería con Furia, se escogió un final tranquilizador. De paso, se redime al personaje femenino con un mensaje muy cristiano (la verdad os hará libres) cuando esta confiesa su turbio via crucis ante un tribunal. En la novela, en cambio, comete perjurio provocando la muerte de un inocente.

Ann Vickers (1933)

Escandalizado por dramas románticos extremos y comedias provocativas, el Hollywood censurado deseaba que sus heroínas volviesen a una feminidad con vocación matrimonial y reproductiva. Llevar a la pantalla Cárceles de mujeres, de Sinclair Lewis, tenia todos los ingredientes para incomodar. Para empezar, el libro atacaba duramente a la institución penitenciaria. Además, su protagonista era una socióloga que destaca profesionalmente, aborta tras ser engañada por un amante y es infiel a su marido.

En el filme, las escenas de vida penitenciaria se limitan a unos pocos minutos, la protagonista nunca llega a casarse (con lo que no comete adulterio), es castigada por un amor ilícito... y se redescubre como madre de familia. Su romance con un juez corrupto ha provocado su caída profesional, pero también la ha salvado de “la ambición, de la prisión del deseo de alabanzas y éxito para mí misma”. Aun con las modificaciones, el trayecto era conflictivo (incluía un aborto y un amor furtivo). Apenas un año después, proyectos de este tipo difícilmente llegarían a rodarse.

Las uvas de la ira (1940)

Tras un tiempo de aclimatación, los mismos cineastas convivían con la censura de manera más normalizada. En ese contexto, John Ford (Centauros del desierto) consiguió filmar una novela social sin dejar muchas cicatrices en el celuloide, a través de manipulaciones sutiles (como alterar el orden de los acontecimientos) y la eliminación de detalles escabrosos. En cambio, conservaba material controvertido como el asesinato patronal de un predicador socialista.

El libro alternaba las vivencias de los Joad, despojados de sus tierras en plena Gran Depresión, con criticas generales del capitalismo sin ética y los abusos bancarios. En la película, se impone la historia familiar y la personalidad de su matriarca: resistente pero resignada, digna paciente, decidida a mantener unido al grupo. El resultado es creativamente excelente, aunque diluye la dimensión política del original literario. Ford se atrevió después con otra obra controvertida, La ruta del tabaco... y fracasó en el intento.

La pequeña tierra de Dios (1958)

Con el macartismo, la Oficina Hays volvió a reforzarse. Eran tiempos de listas negras y pensamiento único. En este contexto, Anthony Mann (Cimarrón) llevó a las pantallas un bestseller, La parcela de Dios, que había sido sido denunciado judicialmente por resultar pornográfico. Su autor, Erskine Caldwell, describía una familia sureña destruída por la codicia y la lascivia.

El filme edulcora de manera sistemática multitud de situaciones: elimina escenas de voyeurismo o de sexo rayano en la violación, y viste situaciones lujuriosas con ropas de melodrama pasional. También hay alteraciones en clave política: una huelga se convierte en un cierre de fábrica por falta de beneficios, y un asesinato policial se transforma en muerte accidental a manos de un vigilante asustadizo. Como en tantas otras ocasiones, el final sufre grandes cambios: desaparece un fratricidio, la familia permanece unida y se recupera el tono cómico inicial. La crítica quedó por el camino, sustituida por un pintoresquismo amable.

El Hollywood clásico tiene algo de realidad paralela donde los matrimonios raramente comparten cama, donde no existe la homosexualidad ni tampoco el amor interracial. La fábrica de los sueños dibujaba un mundo en el que las instituciones (casi) siempre funcionaban y los malvados recibían su castigo. Entre otros motivos, porque la del cine estadounidense también es una historia de censura. Eso sí, a la manera americana: en forma de autorregulación.

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