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El Nobel contra EEUU
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Sin premio para la mejor cantera de la narrativa

El Nobel contra EEUU

Desde que en 1993 Toni Morrison fuera reconocida como una novelista Nobel, el galardón a ninguneado a los autores más importantes de nuestro tiempo

Foto: Paul Auster, el escritor norteamericano más famoso en España y con menos posibilidades al Nobel. (Efe)
Paul Auster, el escritor norteamericano más famoso en España y con menos posibilidades al Nobel. (Efe)

Semana grande para las letras internacionales: llega el anuncio del nuevo Nobel de Literatura, con el que se dará a conocer al sucesor del escritor chino Mo Yan. Sí, ya han pasado tres años desde lo de Mario Vargas Llosa. Las apuestas corren como siempre, en un baile estresante entre nuevos apellidos de poetas impronunciables y Murakami. La lluvia de aspirantes y el capricho del jurado, cada vez menos literario, oculta una situación escandalosa que el santísimo tribunal del canon retórico mantiene con rigor desde hace 20 años: el veto a los autores estadounidenses. La novelista Toni Morrison tiene el honor de ser la última galardonada y desde entonces la nada. Como si no hubiera motivos, como si no fuera EEUU el país con el caldo de novela más nutritivo de la actualidad, como si no supieran que de la media docena de escritores vivos más importantes en lengua inglesa sólo uno no es norteamericano y ya sabe de las mieles del Nobel (J. M. Coetzee). El resto, Don DeLillo, Cormac McCarthy, Thomas Pynchon, E. L. Doctorow y Philip Roth esperan que este año se les caiga la cara de “vergogna”, recapaciten y señalen a alguno de estos novelistas perfectos:

Don DeLillo. Una novela como Submundo(Seix Barral) es merecedora de cualquier premio, el que sea. Y desde luego, el Nobel. El primer motivo para que EEUU escale un puesto en la lista de los países más premiados en Estocolmo (Francia a la cabeza con 14; le siguen Alemania y EEUU, con 11) es este neoyorquino del Bronx. Conciso hasta la desnudez, preciso y potente. A veces mítico y otras histórico, desborda el marco de su relato. Sus personajes tienen alma, ya, parece sencillo. A sus 76 años ha puesto en contacto a sus lectores con las fuerzas que están abocadas a destruirlos. ¿Posmodernidad? Una adolescente hispana que se escapa de casa, es violada, arrojada al vacío desde una azotea y su cuerpo queda enganchado en un anuncio gigantesco, que se ilumina cada diez minutos, cuando el metro pasa por la curva. Hablamos de lirismo magistralmente sostenido, de pasajes hipnóticos, de la belleza del lenguaje, de falsos ensayos lúcidos e imaginativos. Hablamos de la novela total. Si eso existe.

Thomas Pynchon. El delirio también se lo merece. El proyecto más acelerado y desatado de todos los novelistas norteamericanos se compone de una narración sin orden lineal ni un hilo conductor, parodia a raudales, puro exhibicionismo erudito y libertinaje formal. La narrativa errante de Pynchon tiene su culminación enVicio propio (Tusquets). Tramas laberínticas saturadas de subtramas, la mayor parte de las veces truncadas o sin resolución. Por si no ha quedado claro, el estilo -por llamarlo de alguna manera- de este autor tan esquivo y mítico como J. D. Salinger (motivo suficiente por el que la Academia se hará la sueca con él), es un cóctel de Joyce y Nabokov, marcado por la oralidad, la parodia, la obscenidad y la broma lingüística. Su fórmula contra una sociedad desquiciada es utilizar su desgobierno y la mejor forma de leerlo, ir de aquí allá, menospreciando el orden.

Cormac McCarthy. No hace falta insistir: defensa desesperada del individuo frente a un entorno cambiante, la lucha por sobrevivir en un mundo que apesta a muerte y destrucción y existir en uno que desaparece. Demasiado crudo para sus señorías del Jurado. Así fue en su mítica trilogía de la frontera (Todos los hermosos caballos, En la frontera y Ciudades de la llanura) y así también en la soberbia y archireconocidaLa carretera (Mondadori). La historia del desastre es una novela simbólica, menos futurista de lo que parece. Pero eso tranquiliza, ¿no? Porque parece como si quisiera decirnos que todo el esfuerzo sólo sirve para una cosa: la extinción. Lo único que no le perdonamos es (¡ojo! va spoiler) que crea que un padre puede morir y dejar a su hijo con vida en un mundo que agoniza. Antes que los bárbaros para uno, la muerte para ambos. Pero McCarthy tenía que elegir: o héroes, épica y mártires o el careo con la desaparición.

Alice Munro. Sí, es canadiense y escribe cuentos. Pero no podemos dejar de leer Demasiada felicidad (Lumen) como una consecuencia americana del norte. Nadie puede dudar de su Nobel (es una orden) ni de que su minimalismo es una cota superada y compartida por menos de los que lo proclaman. Las experiencias que cuenta esa elegante señora de pelo blanco y ochenta y dos, no son grandes. Parecen que se terminarán convirtiendo en novelas, pero siempre acaban en relatos más o menos cortos. A veces, vinculados entre sí. Piezas separadas que no terminan de encajar… pues eso, la vida. Desde el rincón apartado de Ontario -esto suele gustar mucho al cónclave del Nobel, papeletas a su favor-, con un paisaje de mujeres bravas y justas, no ha fallado al primer mandamiento de las Tablas de la literatura: el interés por lo humano está en la solidez del personaje.

Joyce Carol Oates. La gran dama de la novela. Por romper con la anterior, dejemos que lo aclare ella misma: “Los temas más breves requieren tratamientos más breves. No hay nada tan difícil como escribir una novela, como muy bien saben los que lo han intentado alguna vez. Escribir un relato corto es una bendición comparado con la tarea de escribir una novela, incluso una de proporciones normales”. Las suyas nunca lo han sido. Blonde (Alfaguara) -donde escarba en el interior de Norma Jeane Baker, Marilyn- apunta al millar de páginas. Cada obra de esta escritora de setenta y cinco años es una ambiciosa pieza tallada con dedicación y cuidado artesanal -punto en el que coincide con John Updike-, incuestionable muñidora del canon más riguroso (clásico) y prolífica hasta la extenuación (del lector). Oates, un prodigio delgénero gótico adaptado a la América contemporánea, es, por decirlo sin más enredos, la eterna candidata al Nobel. ¿Yrepudiada?

Philip Roth. Vamos al grano: se ha hecho con los cuatro premios literarios más importantes de su país -empezamos mal en Suecia- con cuatro novelas consecutivas: Patrimonio, ganó el National Critics Circle Award, en 1991; Operación Shylock, el PEN (1993); El teatro de Sabbath, National Book Award de 1995; y Pastoral americana, el Pulitzer en 1998. Con este currículo basta para ganarse la gloria o el infierno. También ayuda a lo último su condición dual estadounidense y semítica, a la que espolea como judío de clase media en la Norteamérica victoriosa y dominadora. Airea represiones sexuales, erotismo, la memoria asfixiante de la familia, la presencia de la muerte como sombra perenne, la parodia del mundo del trabajo y la necesidad de desaparecer, de licuarse en el anonimato. Contra la calma de la vejez, Me casé con un comunista (DeBolsillo) y su álter ego, Nathan Zuckerman, dispuesto a lo que sea.

E. L. Doctorow. Antes de avanzar la necesidad del Nobel para Doctorow, maestro de maestros de la escritura antivanguardista, hay que destacar la trascendencia generacional del Siglo de Oro Norteamericano, del que el autor de Ragtime (Miscelánea) es clave: Doctorow y Munro nacen en 1931, Roth y McCarthy en 1933, DeLillo (1936), Pynchon (1937), Oates (1938) y el más veterano, Peter Matthiessen, en 1927. Paul Auster y Richard Fordya son década de los cuarenta y Jonathan Franzen pipiolo. El anuncio del periódico diría esto: “Se busca escritor maduro, que pueda viajar a Estocolmo a leer un discurso de agradecimiento”. Doctorow sería perfecto, si no fuera porque es un autor de fuerte conciencia social, que defiende la capacidad de la literatura para cambiar el mundo, que se declara admirador de autores proletarios que no están a la moda… Déjalo, demasiado bueno para un Nobel.

Paul Auster. Hemos dejado para el final al más joven de esta selección de perdedores de Nobel precisamente por ser el más popular de todos ellos en las librerías de este país. Con Trilogía de Nueva York (Anagrama) se dio a conocer como un testigo valioso de los problemas de la clase media, con una versión novelada y sofisticada de lo que parece ser su verdadera vida. “En el proceso de escribir o pensar sobre uno mismo, uno se convierte en otro”, dice. Si no le llega el turno ahora, es probable que sus dosis sentimentales y de alta graduación emocional, su maestría con las evocaciones y enaltecimiento de lo más insignificante de la vida cotidiana, terminen por acercarle a los gélidos días del diciembre sueco.Sólo él es capaz de elevar la pestilencia de un retrete atascado a la categoría de magdalena proustiana.

Semana grande para las letras internacionales: llega el anuncio del nuevo Nobel de Literatura, con el que se dará a conocer al sucesor del escritor chino Mo Yan. Sí, ya han pasado tres años desde lo de Mario Vargas Llosa. Las apuestas corren como siempre, en un baile estresante entre nuevos apellidos de poetas impronunciables y Murakami. La lluvia de aspirantes y el capricho del jurado, cada vez menos literario, oculta una situación escandalosa que el santísimo tribunal del canon retórico mantiene con rigor desde hace 20 años: el veto a los autores estadounidenses. La novelista Toni Morrison tiene el honor de ser la última galardonada y desde entonces la nada. Como si no hubiera motivos, como si no fuera EEUU el país con el caldo de novela más nutritivo de la actualidad, como si no supieran que de la media docena de escritores vivos más importantes en lengua inglesa sólo uno no es norteamericano y ya sabe de las mieles del Nobel (J. M. Coetzee). El resto, Don DeLillo, Cormac McCarthy, Thomas Pynchon, E. L. Doctorow y Philip Roth esperan que este año se les caiga la cara de “vergogna”, recapaciten y señalen a alguno de estos novelistas perfectos:

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