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En mi reino mando yo
  1. Cultura
Malos modos de la política cultural española

En mi reino mando yo

La víctima pasa desapercibida bajo la montaña de titulares y desaires que estos días han estado al borde de tirar abajo la mole granítica del Teatro

Foto: La reina Sofía, el presidente de la Cámara Baja, Jesús Posada, y el ministro José Ignacio Wert, en la inauguración de 'El último Rafael', en El Prado.
La reina Sofía, el presidente de la Cámara Baja, Jesús Posada, y el ministro José Ignacio Wert, en la inauguración de 'El último Rafael', en El Prado.

La víctima pasa desapercibida bajo la montaña de titulares y desaires que estos días han estado al borde de tirar abajo la mole granítica del Teatro Real. El sainete acaba como empezó: un director artístico nombrado a dedazo se marcha para dejar su lugar al nuevo cargo señalado con el método que encumbra a unos u otros por el algoritmo del arbitrio. Cada uno defendiendo lo propio, Gerard Mortier su orgullo, Joan Matabosch su proyecto, la presidencia del Real su exquisita actuación y el ministerio de Cultura su inocencia.

¿Y el público? El público, antiguamente llamado ciudadano, es la víctima de todo este sarao. Si alguna de las óperas se merecía un escandaloso pateado de suelo es el esperpento protagonizado por los responsables de la institución. Tras la publicación en el BOE el pasado mes de junio que desvelaba, con tres años de retraso, las cuentas siniestras de una nave a la deriva económica, llega la destitución de su director artístico.

Confirmado, España is different. Tan distinta a todo lo conocido, que ya no se parece ni a su sombra; lo de ahora se llama Ejpaña. Sin embargo, hay cosas que no cambian, como la atracción del Teatro Real sobre la elite, sobre las clases altas y los gobernantes. El eje Real-Real, hace del Teatro un reflejo simbólico del poder que se ejecuta desde el Palacio.

Para unos pocos

El Real es, posiblemente, el organismo cultural más marginal de todos los amparados por los impuestos de los españoles. Al margen del interés general, al lado del de la elite. Y en Madrid, ciudad en la que el pudiente y el poderoso, el millonario del ladrillo y de herencia, han mantenido una relación con las artes de escaparate. La cultura es el disfraz que mejor sienta. Así es como la tradición lírica nunca ha formado parte de la cadena del ADN cultural de la capital (piensen en Berlín y sus cuatro teatros de ópera).

El vodevil ha dejado al descubierto que el problema del Real no es, exclusivamente, el precio de los abonos y entradas. Sus dirigentes han transformado un espacio popular, de todos, en un coto vedado y lo han hecho con el amparo de las leyes. Sus leyes, las que legitiman a la Fundación que dirige la nave con autonomía plena, pero sin el control de unas normas éticas que regulan el comportamiento del resto de las unidades técnicas que dependen del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

La Secretaría de Estado de Cultura trabaja para que implantar en 2015 una norma para que todos los organismos que reciben subvenciones públicas utilicen el código de buenas prácticas en su gestión

Los reglamentos propios han sido creados por las mismas instituciones que los pidieron para crecer en independencia, y han conseguido implantar sus cuentas, balances y gestión lejos de sus mayores mecenas, los ciudadanos españoles. En estos momentos tres son las instituciones culturales que viven sin rendir cuentas al código de buenas prácticas y de buen gobierno establecido por orden ministerial en el resto de organismos dependientes de subvenciones: Teatro Real, Museo del Prado y Museo Reina Sofía.

Por lo que ha podido saber El Confidencial, la Secretaría de Estado de Cultura ya busca la fórmula para extender la obligación de su aplicación a estas tres entidades públicas y a todas las que reciben ayudas públicas. A pesar de que “las resistencias son mayúsculas”, explican fuentes cercanas a la Secretaría, deberán informar sobre la ejecución de los presupuestos y mantendrán su autonomía. Esta condición no se pondrá en marcha en los próximos Presupuestos Generales del Estado, la intención es que esté lista para los de 2015. A ello hay que sumar la ley de Transparencia que el Congreso aprobará en los próximos días.

Una herida profunda

Mientras tanto, los malos modos de la política de gestión cultural en España siguen sin curarse y las naves de referencia se erigen como pequeños reinos opacos y amurallados, en los que impera una voz y las injerencias políticas castigan su rumbo. Podríamos definirlo como paternalismo benevolente, es el mayor defecto de nuestras estructuras culturales públicas, y los políticos lo usan para interferir en las decisiones sin respetar la legítima autonomía de los órganos de gobierno.

Es una fórmula que se alimenta por círculo vicioso: cuanto más débiles los gobiernos, más injerencias. Forman parte de los patronatos que deciden la marcha del organismo. Y se sientan en la gran mesa de patronos, formada por otros miembros que han ocupado cargos políticos en su anterior vida. El Prado no es el único lugar en el que sucede, pero de 37 vocales que componen el patronato, 16 lo son por razón del cargo (desde funcionarios de ayuntamientos a comunidades autónomas) y siete fueron importantes cargos políticos. Sólo seis han sido nombrados por su contribución económica al museo. ¿Cuántos políticos hay en el patronato del British Museum, la National Gallery o del Tate Modern? Exacto, ninguno. Por eso aquí la función de estos patronos queda limitada a la decoración.

Vamos a por la segunda grieta por la que se escapa la cultura de la democracia en nuestras entidades: la falta de códigos éticos y de buen gobierno, mencionada anteriormente. No hay una sola que cuente con uno que le ayude a gestionar los posibles conflictos de intereses. En el Reino Unido la Charity Commission proporciona orientación y criterio sobre el buen gobierno.

Entre 2009 y 2012 estaba prevista la inauguración de cerca de 200 museos nuevos: una planificación sostenible a la española

La Asociación de Museos Canadiense exige en su código que todos los patronos declaren los intereses de sus colecciones privadas y prohíbe a los patronos que sean artistas exponer su colección en el museo e incluso donarla a la exposición permanente. En Canadá la donación y exhibición de la colección Patricia Phelps de Cisneros, en el Museo Reina Sofía, no habría pasado el filtro.

La falta de planificación, proyección y ambición en el calado cultural. María Fernández Sabau, consultora de Lordcultura, especialista en la planificación cultural, llamaba la atención sobre cómo en plena crisis económica los políticos españoles seguían comprometiendo recursos públicos en la gestación de nuevos proyectos sin -aquí viene lo grave- preocuparse por consolidar los existentes. Según Fernández Sabau, entre 2009 y 2012 estaba prevista la inauguración de cerca de 200 museos nuevos: una planificación sostenible a la española. El 84% de esos proyectos eran de iniciativa pública (en su mayoría de ayuntamientos).

El dedo manda

Y la confirmación de que España sigue siendo la misma vieja máquina roñosa, apañada con parches y tuercas bizcas que chirrían cada vez que se le fuerzan las válvulas: los nombramientos de altos cargos. Es una de las decisiones de gobierno más importantes, pero la relevancia de esta, que en el resto de Europa recae en una comisión especial de nombramientos, aquí se hace de puertas adentro.

La selección del futuro presidente se resuelve por capricho y apetencia, sin una propuesta ni una búsqueda, ni selección de los candidatos en un proceso transparente, objetivo y riguroso. En España esta comisión no existe en ninguna institución cultural, pero de los tres centros mencionados sólo el Reina Sofía cumplió con esos parámetros al designar a Manuel Borja-Villel como nuevo director, mandato que agotará en tres años.

Baltasar de Castiglione, el erudito diplomático renacentista, amigo de Rafael Sanzio, nos interpela desde el cuadro para llamar nuestra atención. Delante de sus narices pasan los gestores de nuestro patrimonio, y su gesto se convierte en la mirada irónica de un viejo sabio que hace cinco siglos definió al perfecto caballero –tan experto en las armas como en las letras y en la oratoria-, ¿dónde está hoy?

La víctima pasa desapercibida bajo la montaña de titulares y desaires que estos días han estado al borde de tirar abajo la mole granítica del Teatro Real. El sainete acaba como empezó: un director artístico nombrado a dedazo se marcha para dejar su lugar al nuevo cargo señalado con el método que encumbra a unos u otros por el algoritmo del arbitrio. Cada uno defendiendo lo propio, Gerard Mortier su orgullo, Joan Matabosch su proyecto, la presidencia del Real su exquisita actuación y el ministerio de Cultura su inocencia.

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