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Una lección a retener: qué ocurrió de verdad con Pizarro y los incas
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el fin de una civilización

Una lección a retener: qué ocurrió de verdad con Pizarro y los incas

Cuando los españoles hollaron las tierras de los Hijos del Sol, el esplendor de un mundo ahogado en sus propias contradicciones declinaba irremisiblemente

Foto: Grabado de Francisco Pizarro de 1894. (iStock)
Grabado de Francisco Pizarro de 1894. (iStock)

"No es pobre el que tiene poco, sino el que mucho desea".

–Lucio Aneo Séneca

Para cuando Cristóbal Colón arribó a América, los dos grandes imperios indígenas no estaban muy finos. Aztecas e incas, en sus correspondientes áreas de influencia, estaban sumidos en sendas y crueles guerras. Los primeros, rodeados de sometidos enemigos que a la espera del momento oportuno se la tenían jurada; los segundos, en una lucha fratricida de enormes proporciones.

Un poco más abajo, en la actual Sudamérica andina, el imperio inca en menos de doscientos años se había convertido en el hegemón indiscutible de la zona, y con su enorme extensión, abarcaba lo que actualmente constituyen Perú, Bolivia y Chile y una pequeña proporción de Ecuador y Argentina.

Cuando los españoles hollaron las tierras de los Hijos del Sol, el esplendor de un mundo ahogado en sus propias contradicciones declinaba irremisiblemente ante el juicio de la historia. La debilidad de antaño de aquella grandiosa estructura, dotada con una impecable administración que rozaba los límites de la orfebrería, el poder de un ejército incontestable y una cultura científica adelantada a su tiempo, no era un argumento que acreditara su supervivencia; es más, estaban acercándose al borde de una abismal solución.

Las cosas sencillamente sucedieron, y en su caprichoso e indiscriminado arrastre, enterraron a un pueblo brillante sorprendido en su complacencia. Aquel sofisticado entramado se vino abajo como un castillo de naipes ante el embate de una poderosa ráfaga de viento con la que nadie contaba. Algo imprevisto sucedió y se juntaron el hambre con las ganas de comer.

Por un lado, dos culturas antagónicas en su concepción –una, la Huari; la otra, la Tiahuanaco–, convivían solapadas en un territorio compartido en el que la cultura teocrática de los segundos era una referencia para los primeros, una sociedad muy similar a la espartana. Al parecer, ambas se asimilaron y crearon tras avatares intermedios lo que luego sería dado en llamar el Imperio inca encarnado en la figura de Manco Cápac. Este, perteneciente a la etnia de los tapicalas a su vez herederos de la cultura tiahuanaco, era una figura legendaria –los especialistas no se aclaran sobre su existencia real–, y fue el muñidor de aquel soberbio e increíble imperio.

La silenciosa presencia del viento

Una de sus expresiones culturales, la obra civil inca, perdurará en el tiempo como referencia del buen hacer, además de impresionar a propios y extraños aún hoy en día.

El Qhapaq Ñan o Camino Real Inca, con cerca de 50.000 km de redes principales y viales secundarios, batidos por vientos que nos transportan a mundos paralelos en medio de paisajes enigmáticos donde las estrellas del hemisferio sur abrazan la tierra con determinación y vehemencia, supera con creces el conjunto de la red viaria romana clásica. Esta obra de ingeniería de proporciones gigantescas hoy afortunadamente es Patrimonio de la Humanidad a través de la benefactora protección de la UNESCO.

Esta civilización que era capaz de anticipar eclipses con un margen de error mínimo no fue capaz de pronosticar su propio final

Pero esto no es todo, está el famoso enigma de Sacsayhuamán, una extensa muralla que protege un aparente centro ceremonial y que pudo ser usada como fortaleza contra la invasión española de aquel entonces. De 400 metros de frente, construida en forma de zigzag, esta colosal edificación aparentemente inhumana –escapa a cualquier forma de ejecución mecánica conocida–, asombra a los más avezados ingenieros y arquitectos actuales y deja atónito a cualquiera que quiera explorar verdades muy elevadas e imposibles de descifrar, o que se plantee retos solo aptos para mentes muy avanzadas. Mover esas rocas con ese increíble tamaño (pesaban una media de 100 toneladas cada una), debió de suponer un esfuerzo sobrehumano, pero el hecho de encajarlas con esa precisión abre las puertas a todo tipo de conjeturas más allá del razonamiento lógico de este bípedo soñador que somos.

Tal vez, Huaris y Tiahuanaco, afectados por los periodos de Niño y de Niña (intensas lluvias y grandes sequías respectivamente), ya fuera barridos por potentes diluvios o abrasados por el inclemente sol, ya fuera por los tremendos terremotos que asuelan periódicamente la zona andina, o por algo tan prosaico como las guerras por el control de los acuíferos, invitaron a la silenciosa presencia del viento, que acabó cubriendo discretamente todo aquello de arena.

Y luego está Machu Picchu, una cumbre de la arquitectura en medio de las imponentes murallas naturales andinas. Y Ollantaytambo, extraordinario ejemplo de planificación urbana.

En el tiempo de entreguerras –siempre es periodo de entreguerras–, el arqueólogo y astrónomo alemán Rolf Müller, allá por 1930, fascinado por los desarrollos de los incas, dató con ayuda de expertos matemáticos de la misma nacionalidad el hipotético calendario inscrito en el friso de la Puerta del Sol del complejo religioso de Tiahuanaco en la friolera de 10.000 años a.d.C. Se sabe que para los incas –dicen que la deidad Viracocha se encarnó allá por primera vez–, era uno de los Sancta Sanctorum de sus oficios religiosos y de las grandes ceremonias de estado. Lo cierto es que el Imperio inca vivía rodeado de increíbles monumentos cuya cronología adaptada para satisfacer nuestra orgullosa ignorancia podría dejar en estado de shock la precariamente ordenada historia del ser humano.

Pero entre tanto, algo inquietante estaba ocurriendo hacia el norte, donde el mar, dicen, era de color verde cristalino. Unos enlatados guerreros, para más señas barbudos y muy desaliñados, venían arrasando toda forma de oposición inexorablemente. Eran como una turba desatada. No había nada que pudiera detenerlos, salvo las riquezas que atesoraban en abundancia estos antiguos pobladores de Sudamérica.

Y ese fue el principio del fin; otra vez, la riqueza llamando a las puertas de la ambición.

Guerra de hermanos

Sucedía que una guerra civil sustratada en unos disputados derechos sucesorios enfrentaría a dos hermanos (Huáscar y Atahualpa) a muerte a la vez que colapsaría aquel vasto y centenario imperio. En torno a las gigantescas piedras de desperdigados templos milenarios, la banalidad de la escasamente reflexiva condición humana repetía por enésima vez la misma asignatura. Cuando la guerra fratricida estaba en su apogeo, los hombres barbudos comenzaron a intervenir en aquella trifulca de enormes proporciones y a exprimir las debilidades de aquel estado en descomposición.

La obra civil inca perdurará en el tiempo como referencia del buen hacer además de impresionar a propios y extraños aún hoy en día

Atahualpa, que ya había vencido a Huáscar en una de las más grandes batallas de la antigüedad reciente, Quipaipán, fue llamado a capítulo por el jefe de los barbudos, un tal Pizarro, que con su escrutadora mirada tenía la increíble facultad de hacer precisos diagnósticos de situación ipso facto. Y no erró…

El jefe de los barbudos le echó el guante al crecido Atahualpa y no solo en el sentido simbólico, sino en el literal, al cuello. El osado inca murió estrangulado en medio de una masa enfervorizada de españoles –claro–, que había sido privada de ver al indígena chamuscado en el último momento de su vida, pues el desdichado se había arrepentido in extremis de sus creencias de toda la vida, condición 'sine qua non' para ser indultado de los beneficios purificadores de la hoguera. Previamente había sido aligerado convenientemente de una ingente cantidad de oro a cambio de salvarle la vida, pero el desmemoriado español no estaba ese día para zarandajas y le dio pasaporte.

Esta civilización que era capaz de anticipar eclipses con un margen de error mínimo no fue capaz de pronosticar su propio final. Esto ocurre cuando se tiene un día malo.

"No es pobre el que tiene poco, sino el que mucho desea".

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