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Cuando no hubo piedad para los españoles: la travesía del Capitán Cuéllar por Irlanda
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Cuando no hubo piedad para los españoles: la travesía del Capitán Cuéllar por Irlanda

Poco más de veinte de lápidas cerca de un acantilado, en Irlanda del Norte recuerdan a los muertos que intentaban escapar de los ingleses

Foto: La Gran Armada según Cornelis Claesz van Wieringen.
La Gran Armada según Cornelis Claesz van Wieringen.

¿Qué sentido tiene correr cuando estamos en la carretera equivocada?

Proverbio alemán

Había visto la vida y la creación, y el balance no había podido ser mejor. Había viajado en primera, pero la soledad era abrumadora y espantosa. Eso debió de pensar el capitán Cuéllar entumecido en la orilla de una playa del Condado de Sligo en Irlanda, en medio de una intensa bruma y rodeado de los cientos de cadáveres arrojados a tierra por la peor tempestad producida en años. Una enorme cantidad de marinos se habían dejado la piel a las ordenes del Duque de Medina Sidonia en su trágica singladura con la Felicísima Armada, mal llamada Invencible. Era un mes de septiembre de 1588 y la ferocidad de los elementos había hecho su cruel trabajo. Una mortaja de espuma cubría bajo una atmósfera irreal los restos de la mayor tragedia naval de España en toda su historia. Mientras tanto, los vientos huracanados se llevaban, al lugar del que nadie retorna, las almas de los miles de caídos.

Todos los años sin excepción, y desde tiempos inmemoriales, el agradecido pueblo de Irlanda va en procesión a orar a la playa de Streedagh Strand para hacer una ofrenda floral por el millar largo de soldados españoles ahogados, pasados a cuchillo por los ingleses o caídos en combate sin esperanza alguna de supervivencia. Del gobierno español no se sabe nada ni se le espera, mas allá de un fugaz acto de homenaje de S.M. el Rey emérito Juan Carlos I de España, allá por 1988 (400 aniversario) para depositar una corona frente al inmenso arenal en el que cayeron aquellos combatientes. La indiferencia se traduce en maltrato cuando la memoria y la dignidad de aquellos que cayeron por su país no merecen ni un simple recuerdo.

Nada más pacífico que la muerte tras las agresiones de la vida, y nada más acogedor que los matorrales de hierba salvaje que cubren el noroeste de Irlanda

El capitán Cuéllar en su huida hacia el norte, hacia Donegal, y con el propósito de llegar a Escocia (territorio en manos católicas), huyendo permanentemente de las represalias inglesas que no reparaban en ajusticiar a cualquier español que se encontraran, entraría en las tierras del clan O'Rourke dando, afortunadamente, con cerca de un centenar de huidos, a los que se sumaron, asombrados de su propia existencia tras las durísimas penalidades vividas.

Como Cuéllar describe en su famoso diario, observó una sociedad de gentes salvajes y asilvestradas pero amistosas y fieles seguidoras de la doctrina de la Iglesia de Roma. Los irlandeses de entonces habían sido sistemáticamente empujados hacia las duras tierras del Oeste viviendo una existencia decapitada de cualquier comodidad. Patatas y turba vegetal eran los ingredientes básicos de su modus vivendi. El hambre hacía estragos entre los desplazados y la mortandad por las carencias acumuladas creaba patologías de comorbilidad a las que era difícil escapar. En ese escenario y momento llegaron los náufragos de la Felicísima y fueron atendidos por esas castigadas gentes que compartieron todas sus escasas pertenencias. Irlanda siempre fue un pueblo de gente extremadamente generosa y de ello doy fe en estas líneas como agradecimiento hacia quienes llevan muy a gala la hospitalidad y que tratan a los españoles de manera singular.

El recorrido del 'Cuellar's Trail' o Camino de Cuéllar -si nos alejamos de la visión de los desdichados que lo padecieron en aquella madrugada de horror que precedió a su forzado desembarco en las playas de Sligo- es de una belleza serena a la par que severa. Nada más pacífico que la muerte tras las agresiones de la vida, y nada más acogedor que los matorrales de hierba salvaje que cubren el noroeste de Irlanda batidos por vientos permanentes. Las ondulaciones generadas por ese viento nos hacen trascender lo meramente telúrico.

Temerosos los ingleses de que los españoles alimentaran una rebelión, se dio órdenes tajantes de ejecutarlos sin más preámbulos

Junto a esos vientos persistentes y purificadores, hay un monumento con una placa que recuerda que en el año del Señor de 1588, allá por septiembre, tres fragatas, La Juliana, La Lavia y la Santa María de Visón naufragaron aquí. Unos 1.200 hombres iban embarcados aquella noche infernal en la que solo se salvarían trescientos, que ya es decir.

Más arriba, en el Condado de Donegal, hay señalizadas algunas estelas que honran a los muertos españoles caídos en la defensa de Irlanda. No hay que olvidar que Felipe II quiso abrir un segundo frente contra Inglaterra y ayudar así a los católicos irlandeses con el resultado por todos conocido.

No hay piedad para los españoles

Temerosos los ingleses de que los españoles alimentaran una rebelión, se dio órdenes tajantes de ejecutarlos sin más preámbulos. A lo largo de toda la costa Oeste, desde Coleraine pasando por Ballyshanon, las costas de Galway y, más al sur, en Bantry, más de siete mil soldados españoles, náufragos de la Felicísima, perecieron en aquellos infaustos meses. Un caso palmario fue el del comandante Alonso de Luzón, que se rindió para proteger a sus 560 hombres. De nada sirvió, pues fueron masacrados en cuanto estuvieron desarmados. Los venticuatro marineros a bordo del Nuestra Señora del Socorro que se rindieron en la bahía de Tralee fueron ahorcados sin más demora.

En los pagos del Condado de Mayo, un mercenario escocés a las ordenes del anglo se jactaba de haber estrangulado con sus propias manos a más de ochenta extenuados náufragos. Y así se escribió la historia de aquella expedición maldita... Finalmente un día de enero, para ser más precisos, un cuatro del ochentayocho, escaparía a pie camino del norte. Tras veinte días de trabajar elaborados camuflajes, este boina verde de otra epoca llegaría a Derry, donde el obispo Redmond Gallagher le ayudaría a embarcar hacia Escocia.

En Dunseverick hay una pequeña iglesia en ruinas al borde de un feroz acantilado. Es un lugar apacible donde los muertos se entienden mejor que los vivos

Pero la cosa no queda ahí… Otros marinos fueron menos afortunados si cabe.

Yendo hacia el noroeste, y tras recorrer un laberinto de pequeñas carreteras secundarias, se arriba a una espectacular carretera costera que despliega su trazado en paralelo al irregular litoral que discurre entre bahías, playas y acantilados y nos asalta a los mortales una impresionante sensación de pequeñez ante los gigantescos retos que hubieron de afrontar aquellos soldados y marinos de la malhadada flota de castigo contra Inglaterra.

En un recodo, y como por ensalmo, aparece el impresionante castillo de Dunluce en el condado de Antrim, Irlanda del Norte, con la increíble ciudadela de Sorley Boy, perteneciente antaño al clan MacDonnell, caudillo irlandés que ayudó a muchos españoles. Es una construcción que está colgada sobre un acantilado, cuya fortaleza parece inexpugnable. Cruzando la carretera, entre los muros derruidos de la iglesia de Cuthbert's está enterrado el valeroso Alonso Martínez de Leyva, comandante de La Santa María Encoronada, que llevaba 419 hombres a bordo cuando naufragó.

Este galeón llegaría a la costa del Condado de Mayo muy dañado y con varias vías de agua. Bajo el mando de Leyva, la tropa reorganizada y con la moral más alta que le permitían las circunstancias, tomó varios castillos de simpatizantes ingleses. Poco a poco se le fueron sumando supervivientes de otros buques hasta formar un contingente importante. Tras varios días de espera, entró en la bahía el Duquesa Santa Ana. Tras embarcar a Leyva y sus hombres, una nueva tormenta lo hizo encallar en Donegal, sumando mala fortuna a espuertas pues lo peor estaba por llegar.

Con una pierna rota, acamparía cerca de la bahía de Killybegs durante poco más de una semana hasta que apareció el maltrecho galeón Gerona, no se sabe si al rescate o a buscar abrigo a la desesperada. El barco fue reparado y allá por octubre zarpó con 1.300 hombres a bordo con la obra muerta casi a ras de agua. Como no podía ser de otra manera, un vendaval vapuleó el sobrecargado navío, hundiéndolo en el famoso Giant's Causeway mientras olas de más de doce metros arrojaban con violencia inusitada al galeón contra los farallones. No quedó ni uno de ellos.

En Dunseverick hay una pequeña iglesia en ruinas al borde de un feroz acantilado. Puede haber una veintena de lápidas, no más. Asomadas al imponente océano resisten las inclemencias del tiempo. Es un lugar apacible donde los muertos se entienden mejor que los vivos.

La Historia con mayúsculas queda empequeñecida por el modesto relato del hombre y sus sueños.

Irlanda tiene eso, el precioso y trágico Camino de Cuéllar, gentes hospitalarias, vientos que pueden levantar vacas a más de mil metros de altura, lluvias horizontales, arco iris superpuestos, pecosas pelirrojas divertidísimas, y la particularidad de ser un paraíso estético donde la naturaleza cobra una dimensión casi mística. En invierno es mejor no aparecer por allá...

¿Qué sentido tiene correr cuando estamos en la carretera equivocada?

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