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Así es la vida en un internado femenino: cuatro mujeres cuentan todo lo que pasa
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Así es la vida en un internado femenino: cuatro mujeres cuentan todo lo que pasa

Separar a los sexos para que se concentren en los estudios y prosperen en la vida es una idea antigua. ¿Qué sucede en realidad cuando las chicas conviven sin chicos?

Foto: A menudo se comparte cuarto. (iStock)
A menudo se comparte cuarto. (iStock)

Hay muchos motivos para decidir enviar a los chavales a colegios, institutos o residencias universitarias segregadas por sexos. La tendencia, sobre todo en los sistemas públicos de enseñanza, es justo la contraria, integrar en lo posible y desdibujar las diferencias, pero para muchos padres la situación es completamente natural. No se plantean que sea un problema, o piensan que, aunque en ciertos aspectos pueda serlo, merecerá la pena, por comodidad, resultados académicos... o porque no encontraron plaza en un colegio mixto.

La mitología alrededor de estas instituciones es jugosa, como siempre que se recorta, al menos aparentemente, la libertad. El libro de reciente aparición 'Terms & Conditions, Life in Girls' Boarding-Schools, 1939-1979', escrito por Ysenda Maxtone Graham, que conoce bien el caso británico en primera persona, ha revisitado con sentido del humor el sofocante ambiente de los internados para señoritas. Monjas maltratadoras, prohibición paranoica de la presencia masculina (incluso en libros) y castigos severos para todo comportamiento que destacara en una vida gris.

¿Pero qué hay de las mujeres españolas en décadas recientes? ¿Lo recuerdan con cariño o con horror? Hemos despistado a la vigilancia, acompáñanos discretamente y entrevistaremos a antiguas alumnas. Por los pasillos nos encontraremos también con algún visitante masculino, aunque no debería estar ahí. Hablemos bajito, ya pasó el toque de queda...

Adelante

Empezamos por María G., publicista, que estuvo en un colegio del Opus en Badajoz: "Los primeros meses me sentía como si estuviera en Marte, para mí todo era muy extraño y fascinante. Venía de un colegio ateo y mixto. Por las mañanas, nada más entrar, teníamos que rezar un Ave María. Como yo había olvidado todos los rezos me obligaron a escribirlo 100 veces para memorizarlo. También hacíamos retiros espirituales, que estaban muy bien porque viajábamos fuera. Una vez llevaba una falda que me llegaba por las rodillas y una profesora mía me dijo que me la tenía que cambiar porque estaba descolocando al cura".

Pero no todo fue así: "En el colegio había reglas estrictas y el trato con las profesoras era muy personalizado, cada una de nosotras tenía una tutora. La mía fue una de las cosas mejores que me pasó en la vida. Hoy en día es una de mis mejores amigas. Mis compañeras eran muy buenas chicas, tenían una base moral muy grande. Me parecían muy inocentes, con respecto al sexo muchas de ellas no sabían ni lo que era un clítoris (algo que me maravillaba). Luego me di cuenta de que eran más espabiladas de lo que pensaba, algunas habían tenido relaciones mucho antes que yo y lo vivían de una manera muy libre y sana".

Nos despertaban por megafonía con algún himno religioso. Estudio antes de desayunar. Desayuno, rezo, clase. Rezo, comida, clase

¿Es cierta la leyenda sobre experiencias lésbicas, son más habituales cuando no hay chicos cerca? "Nunca tuve ninguna, pero estaba súper enamorada de mi profesora de literatura. Me tenía loca. Para mí era la mujer más perfecta del mundo: culta, guapísima, elegante, lo hacía todo bien (cuando nos fuimos de viaje de estudios salimos una noche y fue la que más ligó de todas nosotras). Siempre fue mi amor platónico". ¿El balance? Muy positivo: "Se me quitaron los prejuicios sobre la gente del opus y religiosa. Me parecieron gente abierta a nuevas ideas, con unos valores inmensos".

'¡Un hombre, un hombre!'

Cucarachica (su alias de internet) no es un insecto sino una hermosa mujer de 35 años y estuvo en lo que describe como "un colegio mayor de mierda": "Vine a estudiar a Madrid desde Lorca. No quedaban plazas en ningún sitio, mis padres no querían que me fuera a un piso, y mi padre, por medio de no sé quién, me enchufó allí. Cuando me trajeron, mi padre no pudo franquear la puerta que llevaba a las habitaciones. No pudo ver el papel de flores de mis paredes, ni los asquerosos pasillos interminables verde manzana, que en verano se cubrían de polillas".

"Los primeros meses fueron una mierda, era un sitio muy feo con gente que en su mayoría me parecía lo peor. La directora era coja y nos fue invitando a un té de bienvenida por grupitos. Nos daba consejos de vida y decencia, todas asentían. Yo me comí todas las pastas y los bombones, el resto debían estar a dieta". A ella todo le parecía "muy de otra época, muy ocre".

"Con el buen tiempo abrieron la piscina. Un día me quedé dormida al sol tras un baño. Me despertaron los gritos de mis compañeras: '¡Un hombre, un hombre!' Mi amigo Manolo había ido a buscarme y me llamaba desde detrás de un seto. Las muchachas casi se vuelven locas. No estoy exagerando". Manolo no podía avisarla por móvil porque ella no tenía: "Había un aparatejo en las habitaciones y cuando te llamaban ibas a una especie de cabina al final del pasillo con nada de intimidad. Ahí les rogaba a mis padres que me dejaran irme a un piso... y nada".

Bala perdida

Sara Antuña, guionista y escritora, estuvo en dos internados a partir de los 16 años, si no recuerda mal. El primero fue el de las madres ursulinas en Sigüenza (que es el hermano gemelo de la SAFA (Sagrada Familia), donde enviaron a Froilán para corregirlo". De este nos habla en la entrevista."Me mandaron interna porque era una bala perdida, una elementa, una pájara de cuidado, que suspendía y salía con gentes de mal vivir. Protesté airadamente, claro. No sirvió de nada. Había todo tipo de desgraciadas allí dentro", nos cuenta. "Por ejemplo, había una chica allí que salía con un nazi y que estaba interna por haberle dado de patadas en la cabeza a una chica que, según sus palabras literales, se había sentado en 'su' banco".

Le preguntamos por el grado de libertad de la institución: "¿Libertad? No había ninguna, para eso estábamos ahí. Estaba todo medido y contado. Nos despertaban por megafonía con algún himno religioso (salvo los fines de semana, que ponían un disco de Karina. Algún sábado aún salto de la cama creyendo haber oído "Aires de fiesta, los chicos y chicas, con aire de felicidad"), nos poníamos junto a la cama, rezábamos no me acuerdo de qué, a lavarse y al estudio. Una hora de estudio antes de desayunar. Desayuno, rezo, a clase. Rezo, comida, a clase. Rezo, merienda, estudio. Rosario, cena, recreo, a dormir. Los fines de semana, misa y recreo. Libertad no mucha, no".

A algunas las sacaron de allí. Otros padres creían que un poco de disciplina, agua fría y comida mala era justo lo que su hija necesitaba

La comida era tan mala que la escondían en bolsitas de plástico "muy parecidas a las que se usan ahora para las cacas de los perros. La metías por dentro de la camisa, las bragas o lo que fuera, porque una monja pasaba por las mesas comprobando que todo el mundo dejaba el plato limpio. Luego tirabas esa bolsa por el inodoro o por encima del muro del patio, que era muy parecido a un patio de cárcel. Un día, uno vino a protestar: pasaba junto al muro del colegio y le cayeron encima varias bolsas. La superiora registró a todo el mundo, palpando, antes de salir del comedor. A todas las que se les encontró una bolsa las obligaron a volcarla en un plato y comerse el contenido. El día de los padres la comida era mucho mejor".

Mala comida y mucho frío: "En los ratos libres, las chicas se apiñaban en el suelo del claustro, pegadas a los radiadores, y pobre de ti si te levantabas para ir al baño, porque te quedabas sin sitio. Un día lavé en el dormitorio un polo de hacer gimnasia y lo tendí en la ventana. Por la mañana estaba tieso y rígido como cartón, congelado, y de hecho lo rasgué en dos como si fuera un cartón. Lo mismo para las duchas: solo había agua caliente dos días a la semana, miércoles y domingo. En mi dormitorio había cuarenta niñas. Imagínate cómo olía eso cuando, por ejemplo, diez coincidían con la regla desde el miércoles hasta el domingo. Y eso los padres tampoco lo sabían. Las niñas llamaban y se quejaban, a algunas las sacaron de allí, pero otros padres consideraban que un poco de disciplina, agua fría y comida mala era justo lo que su hija rebelde necesitaba o, sencillamente, no podían permitirse perder el dinero que ya habían pagado".

El castigo físico también estaba bien considerado por las ursulinas: "No palizas ni maltrato extremo, pero un buen tortazo o capones y cosas así, bastante a menudo. Sin llegar al tortazo, había otras medidas disciplinarias, tipo pasar todo el rezo (rosario, misa, lo que fuera) de rodillas en el pasillo central de la iglesia. O, una vez que alguien había hecho algo y no se encontraba a la culpable, todas de pie en el helado claustro durante unas horas. Una chica que estaba con una regla muy mala se desmayó y eso nos libró a todas del castigo, menos mal. En una ocasión, una cántabra que la estaba liando fue conminada a arrodillarse y se negó. La monja se acercó con malas intenciones y la chica contestó que la castigara si quería, pero que ella era un Soto de los Caballeros (o apellido pijo similar) y 'los Soto de los Caballeros solo se arrodillan ante Dios'. Se lió parda".

Invisibilidad

El grado de libertad era mucho mayor en el colegio mayor de Idoia, de Vitoria, que llegó a Madrid a los dieciocho años, a finales de los noventa y se alojó unos años en un centro femenino de Ciudad Universitaria. No se podía subir chicos en las habitaciones, pero por lo demás la represión era más o menos igual que fuera de la institución: "A todos los homosexuales nos costaba más que ahora, había muchos comentarios y rumores pero no un ambiente de apertura, ni de oposición frontal. Había dos chicas que estaban juntas y se sabía de forma extraoficial. Me consta que la directora lo sabía y le parecía bien. Yo invité a mi chica de entonces y lo hacíamos en la habitación, amparándonos en la invisibilidad de las relaciones lésbicas. No muchas veces, porque compartía habitación y no era muy práctico". Ella disfrutó de menos control que en casa, porque sus padres no exigían, como otros, información del registro de entradas y salidas, aunque se llevara.

Una de las novicias se enamoró del cura, el padre Delfín, y colgaron los hábitos ambos para dedicarse a su amor

Un amigo, Sergi, vislumbró parte de la vida de las internas de una institución religiosa en San Sebastián: "Trataban a chicas casi adultas como niñas de seis años. Las normas eran excesivas. Ellas ponían a las monjas motes muy crueles y sexualizados. A una la llamaban algo así como 'zorra mirona', porque era muy dura y les hacía redadas sorpresa en los vestuarios (decían que lo hacía para mirar). Las mandaban a casa si no iban con el uniforme, aunque se te hubiera roto un zapato y te hubieras puesto otro par de otro color. Lo tenían tan interiorizado que había un grupo que salía por las noches en uniforme. A mi amiga le gustaba poner nerviosos a los profesores, provocaba a propósito y decía que era habitual. Otras cogían tallas menores adrede y, si un profesor balbuceaba, no había piedad".

Las favoritas

Elisa, de unos 40 años, profesora, estuvo en un internado femenino en Andalucía del que prefiere no dar el nombre: "Los primeros años fueron más estrictos debido a la madre superiora. Hacía un frío del carajo, no había agua caliente y dormíamos todas en dos dormitorios gigantes, según edad. Pero la verdad es que nos lo pasábamos bien. Había buen 'feeling' entre las niñas y algunas de las monjas eran realmente personas estupendas (la superiora, todo lo contrario)".

Recuerda gamberradas poco graves vistas con ojos adultos: "Un día, en mi segundo año, dos de las mayores se hicieron con el vino de misa y se lo bebieron. Una de ellas se pilló una borrachera tremenda, y luego estuvo vomitando, mientras todas intentábamos distraer a la superiora para que no se enterara". Preguntamos por la presencia masculina en el centro, y en este caso fue importante: "Una de las novicias se enamoró del cura, el padre Delfín, y colgaron los hábitos ambos para dedicarse a su amor".

Aunque para ella fue una época "llena de luz", y cree que fue igual para casi todas, tiene una historia truculenta de esos años: "La superiora tenía sus 'favoritas', que eran las encargadas de ayudarla a desvestirse, y a rezar y acostarse por la noche. Dormía en una pequeña habitación junto al enorme dormitorio. Alguna de las chicas lo tuvo que pasar bastante mal. No eran ratos prolongados los que se pasaban con ella, así que es difícil imaginar abusos completos, pero probablemente sí algo de tocamientos. Su elegida durante muchos años fue la de la borrachera; cuando esta terminó la EGB tuvo que coger a otra, pero eligió mal porque cogió a la hermana pequeña de la mejor amiga de la anterior favorita. Esta ya no iba al colegio, pero al enterarse vino y tuvo una conversación muy seria con la monja. Después de eso no volvió a suceder". A partir del segundo año la cosa fue mejor, entre otras cosas porque la superiora se cayó por las escaleras de la iglesia, se partió la cadera y la sustituyeron.

Desde fuera y como lector no implicado, buenas historias que contar. Como padre de una niña, puede que las sombras ganen a las luces...

Hay muchos motivos para decidir enviar a los chavales a colegios, institutos o residencias universitarias segregadas por sexos. La tendencia, sobre todo en los sistemas públicos de enseñanza, es justo la contraria, integrar en lo posible y desdibujar las diferencias, pero para muchos padres la situación es completamente natural. No se plantean que sea un problema, o piensan que, aunque en ciertos aspectos pueda serlo, merecerá la pena, por comodidad, resultados académicos... o porque no encontraron plaza en un colegio mixto.

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