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Algunas verdades incómodas sobre la batalla de Trafalgar
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EL ENFRENTAMIENTO QUE PUDO EVITARSE

Algunas verdades incómodas sobre la batalla de Trafalgar

No fue un accidente casual, no fue un imprevisto, no fue un conjuro malhadado. Hoy se cumplen 211 años desde que la historia de España cambió para siempre

Foto: Óleo sobre la batalla de Trafalgar pintado por Auguste Mayer en 1836.
Óleo sobre la batalla de Trafalgar pintado por Auguste Mayer en 1836.

"El secreto del cambio es concentrar tu energía, no en acabar con lo antiguo sino en crear lo nuevo".
Sócrates

Hoy hace 211 años, sucedió algo que cambió radicalmente el destino de nuestra nación. No fue un accidente casual, no fue un imprevisto, no fue un conjuro malhadado; fue un gota a gota acumulado, una agonía pilotada por la desidia, un coma inducido por la inoperancia e incompetencia de gentes con golas almidonadas y voz atiplada, de personajes grotescos y translúcidos al sentido común, de unos gobernantes sin meritocracia alguna, cuyos herederos gobiernan aún.

No es posible despertar a la conciencia sin dolor. La búsqueda de las zonas erróneas de nuestra conducta política como nación a través de la historia nos permitiría exorcizar nuestros propios demonios y tender puentes hacia una realidad menos maquillada, a la par que arrojar luz sobre temas que serían fáciles de superar si, en vez de darnos golpes de pecho, nos manejáramos con algo más de humildad. Es el bien común de la nación y de sus ciudadanos lo que realmente importa y, en esencia, lo que está en juego; de otra manera, la idea de España es un concepto vacío, solo apto para ondear banderitas en las fiestas señaladas. Solo así volveremos a ser respetados por nuestro buen oficio, credenciales históricas y capacidades adquiridas por mérito propio y, lo mas importante, apreciar nuestras diferencias para hacer una convivencia más llevadera.

Hace algo más de 200 años, nos encontrábamos en una situación de colapso mientras las nubes de la historia hacían presagiar lo peor

Ya no jugamos en primera division (fútbol aparte), aunque hagamos malabarismos para creérnoslo. Más allá de vivir en un descenso en apariencia imparable, lastrados por tratados de dudosa rentabilidad, por deudas inasumibles que nos devoran e impiden avanzar con el freno de mano puesto, por compromisos internacionales que no nos aportan más que problemas y por la incompetencia de la cada día más alejada clase dirigente que nos desgobierna (y nos enfrenta para su mayor gloria con otros tan desgraciados como nosotros), se hace necesaria una profunda reflexión sobre qué queremos, y adónde vamos, pues ya comienza a ser demasiado tarde.

Antes, como ahora

Esto podría haber sido escrito hace dos siglos y tener la misma vigencia. El mal endémico de la corrosiva corrupción rampante —como entonces—, no permite prestar atención a temas tan esenciales como el bienestar del pueblo, el mantenimiento óptimo de los recursos estructurales del país en el terreno económico, cultural, militar o en la mera investigación que pueda redundar en todas las posibilidades latentes que nuestra nación alberga y que son muchas. Los mejores se van, los que no se van es porque no pueden y los que vienen pensando en un futuro mejor, seducidos por un espejismo desgastado, son despachados sin más miramientos.

Hace algo más de 200 años, nos encontrábamos en una situación de colapso (una vez más) con unos escenarios muy similares a los antes descritos, mientras las nubes de la historia hacían presagiar lo peor.

Una flota sin renovar y con la oficialidad en cuadro llevaba paralizada años por falta de mantenimiento o navegando bajo la acción de las bombas de achique. Una miríada de grandes marinos competentes y sobradamente capacitados que causaban la admiración del mundo (Jorge Juan, Malaespina, Ulloa, Tofiño, Gravina, Churruca, Alcalá Galiano, etc.) veían con desolación cómo la aristocracia comía en vajillas de Sèvres y vestía bellas manufacturas francesas e italianas, mientras el pueblo pasaba hambre etíope y la sopa boba funcionaba a pleno rendimiento. No había que frotar ninguna bola de cristal ni recurrir a una vidente para buscar pronósticos.

Por aquel entonces, Alcalá Galiano —centrifugado en la debacle de Trafalgar—, un marino lúcido y preparado, que tras haber visto mucho era todavía capaz de reírse, estaba atónito en la dársena militar de Cádiz. Veía cómo embarcaban en 'La Bahama' —una hermosa nave temida y temeraria— a una tropilla de desharrapados, una especie de quinta columna de desheredados, de fantasmas hambrientos capturados a lazo en las tabernas y prostíbulos de la ciudad. Se suponía que iban al combate.

Las estimaciones eran más que funestas, no por un derrotismo previo, sino por la apreciación de una realidad objetiva

Una atmósfera opresiva como la que reflejan las marinas de Turner barría la entera ciudad ante la premonición de un masivo funeral. Además, Cádiz ya había pagado un alto tributo recientemente con los estragos de la fiebre amarilla. Las estimaciones eran más que funestas, no por un derrotismo previo, sino por la apreciación de una realidad objetiva. La carcoma de la desidia era estructural. Las iglesias hacían turnos para que los creyentes pudieran orar a destajo por sus familias embarcadas, y la impericia general de las gentes de tierra (que, obligadas por levas forzosas, tenían que defender el pabellón) rayaba en el surrealismo. A la pregunta de un oficial a un expresidiario de cara muy canalla sobre si sabía cómo funcionaba la guerra, el aludido le enseñó su 'arma reglamentaria', una navaja de tamaño natural con hoja de 30 centímetros. Se rozaba el esperpento.

Paradójicamente, uno de los mejores marinos que ha dado nuestra historia era devoto del 'Cristo velato' (de Giuseppe Sanmartino), que hoy habita silente en la capilla de San Severo en el Nápoles antiguo. Este excepcional artista creó en 1753 una escultura en mármol que solo puede calificarse como extremadamente enigmática y de una belleza indescriptible. En ella se refleja nítidamente el sudor de la agonía antes del último trámite vital, y el cuerpo sedente próximo a entrar en la eternidad. El sufrimiento que expresa el doliente, probablemente el más famoso profeta de todos los tiempos, puede ser percibido por el visitante en sintonía con el recogimiento espectral del impactante silencio que habita en la memoria de esta antigua capilla. Es posible que el Cristo humanizado trascendiera lo terrenal y se instalara en algún destino lejano e indeterminado del cosmos abisal, al abrigo de la estulticia humana.

Y esto viene a colación porque un marino español de vasta experiencia, sobrado en la cultura del mar y sus intrincadas lecturas, llevaba una réplica reducida esculpida en talla de teca y bajorrelieve de la obra del escultor italiano en su camarote de oficial. El marino en cuestión se llamaba Cosme Churruca, lobo de mar que vivió el dramático honor de morir junto a 400 de sus hombres en el 'San Juan Nepomuceno', en uno de los cambios de guardia de la historia entre dos imperios que llevaban batallando más de 300 años (400 si incluimos los diversos correctivos que les aplicó Castilla en el siglo XIV).

Adiós a España

Una España imperial, con las facciones de un caballero apergaminado o de una dama de arrugas asentadas, con achaques evidentes, envejecida, gobernada por ineptos y con un padre regio y un hijo felón cosiéndose a puñaladas, moriría como referente mundial en un dramático fin de ciclo frente al Estrecho de Gibraltar, dejando un rosario de 4.000 caídos en una macabra, silenciosa y, tal vez, mágica necrópolis submarina, un 21 de octubre del año del Señor de 1805.

Tan inmortal como llena de falacias es la tergiversada descripción que se ha hecho por parte de algunos historiadores ingleses, eruditos y bienintencionados sin duda alguna, pero con ausencia de consideración hacia los muchos agujeros negros escamoteados sibilinamente por los ganadores indiscutibles de aquella trágica batalla llamada Trafalgar, a los cuales no se les puede negar el mérito y la habilidad táctica en aquel infausto día para nuestra nación. España quedó preñada de una soledad sin paliativos.

El cuadro era muy feo y, por si esto fuera poco, el pelotilla de Godoy le hacía ojitos a Bonaparte en una conducta cuando menos deplorable e indigna

¿Que pasó por la mente de Gravina cuando descubrió, tres días antes del enfrentamiento, que la pólvora traída desde El Ferrol era de mezcla mansa? ¿O cuando una dura bajada barométrica apuntaba a un desastre contundente de la flota inglesa expuesta en alta mar? Por imperativo del presionado e incapaz almirante francés Villeneuve, tuvieron que salir a presentar batalla en condiciones de inferioridad manifiesta cuando a las claras se pudo y debió evitar el enfrentamiento (propuesto por la clarividente y avezada oficialidad española) y dejar que el océano hiciera su trabajo.

Para el almirante francés, buen marino pero pésimo líder, cualquier opción era mala. Ya se sabía defenestrado por Napoleón, y dar la cara y salir a combatir o quedarse en Cádiz equivalía a un fracaso cierto en ambos casos. A todo esto, no hay que olvidar que la experimentada y aristocrática oficialidad de la marina francesa del Antiguo Régimen había sido enviada al otro mundo por la expeditiva guillotina, que parecía tener personalidad propia. El cuadro era muy feo, y por si esto fuera poco, el pelotilla de Godoy le hacía ojitos a Bonaparte en una conducta cuando menos deplorable e indigna.

Como se demostró en aquel lance, España era un país de héroes con sus estrategas anulados por la necesidad de vindicación del almirante francés.

Ello no es óbice para recordar que algunos de nuestros mejores marinos, infantería embarcada y milicias, ya le habían causado al magnífico almirante inglés Horacio Nelson severas derrotas en el Mediterráneo (en las cercanías de Cartagena) y la famosa catástrofe militar y personal (amputaciones) de este ilustre marino británico, en la durísima batalla de Tenerife, en la que los ingleses entregaron bandera.

No es oro todo lo que reluce

Sobre la batalla de Trafalgar, está casi todo dicho por los propios ingleses, y más recientemente algunos de sus historiadores han descorrido el telón tímidamente sobre algunos mitos. Si bien es cierto que la brillante y audaz decisión tomada por Nelson con la contribución del impagable viento a favor (penetrando como una cuchilla entre la flota combinada franco-española) y con la ventaja táctica de disparar simultáneamente por las dos amuras ha quedado como modélica en las academias navales de todo el mundo, no es oro todo lo que reluce.

Los historiadores ingleses se han visto obligados a reconocer que quizás la famosa batalla pudo quedar en tablas por las pérdidas cuantiosas de ambas partes

Tanto el almirante José Ignacio González Aller, en su infinita erudición y comedida retórica, como Arturo Pérez Reverte —más vehemente—, en su magistral obra 'Cabo Trafalgar' (relato agitador y vívido, efervescente, cabreado y dramático libro sobre la batalla), dan claves sobresalientes sobre la carnicería y sus responsables. En paralelo, historiadores ingleses adscritos a la academia militar de Sandhurst, como David Chandler o Duncan Anderson, hacen una meritoria y digna reflexión que les honra, pues como revisionistas se han visto obligados a reconocer que quizá la famosa batalla pudo quedar en tablas por las pérdidas cuantiosas de ambas partes y por el número de caídos en ambos bandos, que estos especialistas han sugerido mucho mayor de lo que el almirante Collingwood (segundo de Nelson) propuso en su momento, para escamotear al almirantazgo inglés unas cifras, a toda luz, insultantes.

Según cuenta el historiador Augusto Conte Lacave, comerciantes salidos de Gibraltar en los días posteriores al fatídico lance atestiguaban, ante el embajador español en Lisboa, los enormes destrozos en las embarcaciones británicas y que gran número de ellas estaban íntegramente desarboladas. Asimismo, como testimonios fidedignos, cientos de pescadores locales a lo largo del litoral gaditano, tras la durísima tormenta posterior a la batalla (probable fuerza 8 en la escala Beaufort), recogieron cerca de tres millares de fenecidos en proporciones idénticas de los tres intervinientes —franceses, ingleses y españoles—, lo cual contradice flagrantemente la idea inglesa de que ninguno de sus barcos fue hundido.

Mas allá del resultado de la pérdida de las colonias y del jugoso comercio que representaban, de darle el testigo del control del mundo a Inglaterra, de ir en el vagón de cola en la Ilustración, de perder el tren de la Revolución Industrial, etc., ha quedado la sensación de derrota implacable, cuando el resultado de la batalla, en términos militares y con todos los contratiempos sumados, se puede calificar de dudoso. Se peleó con pasión y con desesperación, algo muy nuestro. La cuestión es que España no se pudo recuperar, mientras que los ingleses metieron la directa.

Si con algo podemos quedarnos de la batalla de Trafalgar —porque resume meridianamente nuestra desolación—, es con el famoso y simbólico cuadro 'El grito', de Munch, ante la magnitud de la carnicería impuesta a un pueblo, no ya masacrado por los ingleses, que hicieron lo que les exigía su deber de soldados, sino por los crápulas indecentes que escuchaban música sacra rodeados de bufones y tonsurados, que, ciegos de humanidad, compasión y visión, mandaron a morir a miles de honorables marinos y a una cantidad ingente de desgraciados a una carnicería memorable.

Somos un pueblo muy antiguo que cada vez se reencarna con más sabiduría

Hoy, fondeados en el olvido de un oscuro lecho marino batido por las corrientes, aquellos héroes, fueran profesionales de la marina o simples convictos, merecen un rato en nuestra memoria y una reflexión sobre su herencia.

La fortaleza de España está basada en su increíble resistencia ante las adversidades que hemos sorteado a través de la historia, parafraseando a Bismarck. Somos un pueblo muy antiguo que cada vez se reencarna con más sabiduría. A pesar de todo y con la que está cayendo, podemos afirmar rotundamente que estamos hechos a prueba de bombas.

"El secreto del cambio es concentrar tu energía, no en acabar con lo antiguo sino en crear lo nuevo".
Sócrates

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