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La matanza de nobles de la Campana de Huesca
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ramiro II el monje y su historia

La matanza de nobles de la Campana de Huesca

La famosa Crónica de San Juan de la Peña, redactada tardíamente allá por el siglo XIV, se refiere con crudeza inusual a los hechos acontecidos

Foto: 'La campana de Huesca' o 'La leyenda del rey Monje', de José Casado del Alisal. (CC)
'La campana de Huesca' o 'La leyenda del rey Monje', de José Casado del Alisal. (CC)

No es labor de esta sección abordar análisis de actualidad, y mucho menos hablar sin la compleja información necesaria para dar con la tecla y el tono de nuestra enrevesada política nacional, pero la historia de hoy guarda, en su fondo de armario, una parábola con inquietantes paralelismos, a pesar de haber ocurrido hace más de ocho siglos.

Mientras, bajo el increíble jardín del cosmos, nuestros ojos son el espejo de esa enigmática, inquietante e indescifrable belleza, aquí abajo, en la tierra de los humanos, algunos de los nuestros tienen el cerebro coagulado. Y dicho esto...

Había una vez en el temprano Aragón, un rey sabio, de talante tranquilo, y de cabreos en formato diesel. Era relativamente anciano y su elegida opción monacal en el pulcro y silencioso monasterio benedictino de Tomares se vio un día truncada por los caprichosos vientos del destino.

El anterior rey de Aragón había dejado su cuerpo en el monasterio de Tomares y sus últimas voluntades eran un autentico galimatías

Este rey-monje –lector insaciable de las obras de Virgilio y Platón, de Homero y de Plinio, calígrafo, meditador y meticuloso recolector de setas y plantas de sazón en los bosques aledaños al austero monasterio en el que habitaba su cuerpo– fue sorprendido una tarde del año del Señor de 1.134 mientras daba reposo a su alma en su exigua celda.

Alguien que, apresuradamente, había descendido de un caballo alazán, tocaba con potencia y premura, con una ansiedad inusitada la aldaba del portón del lugar sacro. A continuación, el abate se acercó con el alterado caballero al lugar donde dormitaba el renunciante y, con voz entrecortada, le susurró unas palabras a este apóstata de la materia.

En un abrir y cerrar de ojos, ambos y la escolta pusieron rumbo al castillo donde Alfonso I el Batallador había iniciado la andadura hacia el camino más lejano. El fenecido rey de Aragón había dejado su cuerpo en esta inhóspita jaula de grillos terrenal y sus últimas voluntades eran un auténtico galimatías dictado por el siempre imprevisible asalto de la demencia y sus desvaríos.

La traición

Para ponernos en situación, hagámonos a la idea de que había distribuido sus haberes terrenales, troceados de manera caprichosa, y los había arrojado al viento aleatoriamente, sin más. Obviamente, esto no ocurrió de manera literal, pero el desatino del testamento en sí atentaba contra la integridad territorial del Reino de Aragón. Es probable que en el ocaso de su vida el furor de la locura le asaltara sin piedad.

Una vez cubiertas las formalidades de la sucesión, Ramiro II, el recién entronizado monarca, observó cómo algunos nobles iban por su cuenta y esquivaban el principio de autoridad real con fina cintura. Además, por si la cosa no fuera poca, hurtaban el diezmo real, abusaban de los labriegos, raptaban impunemente a sus hijas, se enfrentaban entre sí por menudencias y habían sumergido al prestigioso y respetado Reino de Aragón, degradándolo a la categoría de taifas.

El recién coronado rey y su antiguo abate tenían una relación excelente y la complicidad y fidelidad que les unía en su trascendida vida monástica no se había quebrado ni olvidado. Tan feo estaba el tema que el reino se desangraba sin que las tropas reales pudieran imponer orden, so pena de verse desbordadas por la aristocrática turba canalla.

Así estaba la situación cuando Ramiro II envió un mensajero de confianza para pedir consejo a su buen amigo y compinche de trances místicos.

Cuando llegó el mensajero, presto le hizo la confidencia. El abate, sin mediar palabra y tras un ligero silencio, cogió una hoz de tamaño mediano y rebanó unas cuantas coles altivas que sobresalían del resto del granado huerto de la abadía. El correo inquirió del renunciante una explicación mas adornada, y el prior le dijo que fuera raudo donde su rey y le contara lo que había visto en el huerto.

Rápidamente, el abrumado monarca, que se debatía entre una paz coherente con sus principios o una alternativa muy alejada de ellos, comprendió el mensaje. Convocó a los levantiscos nobles a debatir un orden del día consensuado y para ello les invitó a una festichola palaciega por todo lo alto. Un copioso asado y una generosa ingesta de morapio regado copiosamente por la servidumbre remataron la idílica reunión.

Seis fornidos montañeses llevaban a cada incauto y atolondrado cortesano a un lúgubre sótano, donde, sin tiempo a encomendarse, pasaba a mejor vida

En la sobremesa, los fue llamando uno a uno para parlamentar en privado. Al abrirse la puerta de su austero despacho, seis fornidos montañeses del Pirineo, de a dos metros por pieza, le echaban mano rápidamente al gaznate a cada incauto y atolondrado cortesano, que, llevado en volandas a velocidad de crucero, era bajado a un lúgubre sótano, donde, sin tiempo a encomendarse, pasaba a mejor vida.

La artimaña

Para que todo tuviera visos de cortesía y bien hacer, Ramiro II les sugería que pasaran a ver la campana más grande diseñada jamás. Con orgullo ufano, el rey les acompañaba a ver su obra magna, hasta que los recalcitrantes desobedientes se daban de bruces con la contundente realidad.

Tras esta severa y metafórica purga, llamó al resto de los comensales para que vieran el laborioso trabajito de depuración realizado para realzar la imagen del reino. El impactante márketing dejó estupefacta a la tropilla restante, a la par que sumida en profundas reflexiones de carácter metafísico.

Tras la ejemplar criba, el reino se convirtió en un paraíso balsámico y los hechos ocurridos en el Castillo de Ramiro II de Aragón –emplazado en Huesca por aquel entonces– quedaron fuertemente enraizados en la memoria colectiva.

La llamada Campana de Huesca no es otra cosa que la puesta en escena de una receta memorable que un rey tranquilo aplicó a sus traviesos nobles. Obviamente hoy las cosas de la política se resuelven más discretamente con algunas patadas bajo la mesa o sutiles golpes de estado de baja intensidad, no por ello menos escandalosos. Los hechos acaecidos aquí descritos tienen su "aquel", pues no dejan de ser una metáfora.

No es labor de esta sección abordar análisis de actualidad, y mucho menos hablar sin la compleja información necesaria para dar con la tecla y el tono de nuestra enrevesada política nacional, pero la historia de hoy guarda, en su fondo de armario, una parábola con inquietantes paralelismos, a pesar de haber ocurrido hace más de ocho siglos.

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