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Los marinos españoles que llegaron al fin del Mundo y a los que hemos olvidado
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EXPEDICIONES ESPAÑOLAS EN EL INFINITO MAR

Los marinos españoles que llegaron al fin del Mundo y a los que hemos olvidado

Era el siglo XVI y los Reinos de España surfeaban en la ola perfecta. El mapamundi estaba en régimen de overbooking con docenas de expediciones hacia todas las latitudes

Foto: Un mundo por conquistar.
Un mundo por conquistar.

"UN SEPULTURERO: Ese sujeto era un hombre de pluma.
OTRO SEPULTURERO: ¡Pobre entierro ha tenido!
UN SEPULTURERO: Los papeles lo ponen por hombre de mérito.
OTRO SEPULTURERO: En España el mérito no se premia. Se premia el robar y el ser sinvergüenza…"

Valle Inclán en 'Luces de Bohemia'. Cap. XIV.

"Más se perdió en Cuba"… Pues sí. No solo el "amigo americano" nos levantó aquel paraíso poblado de miseria, con nuestro ejército diezmado por las enfermedades, acosado por la guerrilla local –los mambises–, y con los pronósticos más sombríos, sino que no contento con eso, arrampló con Filipinas, Guam, Puerto Rico... En fin, que el susto fue morrocotudo y la resaca de largo recorrido.

El resto de las posesiones españolas en el Océano Pacifico serían vendidas tras el tratado hispano-alemán del 30 de febrero de 1899, a través del cual España liquidaría al Imperio Teutón las existencias restantes, esto es, las Marianas (excepto Guam), las Palaos y las Carolinas, por la módica cantidad de 25 millones de marcos. Más o menos, para comprar "chuches", algunos cigarrillos al por menor y unas entradas en un cine de barrio.

Para conseguir aquellas exóticas adquisiciones allende los mares, un puñado de pilotos y marinos españoles bien bregados en el mar, con sus caprichosas tormentas e insaciable antropofagia, lucharon por poner sus sueños en valor.

Un Océano inabarcable

Era el siglo XVI y los Reinos de España surfeaban en la ola perfecta. Daba igual cómo colocaras el mapamundi, si del derecho o del revés, que estaba en régimen de overbooking con docenas de expediciones en dirección a todas las latitudes desconocidas.

Atónitos, aquellos españoles de hace cinco siglos iban descubriendo cada vez más y más. Más islas, más archipiélagos, más países, más rutas, más culturas

Pero el reto más descomunal estaba pendiente de realización, el Océano Pacifico era una inmensidad poblada de incógnitas y de temores sin cuento. Las leyendas hablaban de un mar sinfín con mortíferas cataratas y monstruos abisales a tutiplén.

En 1521 el portugués Magallanes, comisionado por la Corona Española –Stefan Zweig escribiría un precioso e inolvidable libro sobre esta expedición–descubría Guam, en las Marianas, dejando allá una pequeña guarnición. Meses más tarde, le asistiría la desgracia en una emboscada tendida por los locales de la isla de Mactan en Filipinas, en la que en un terrible cuerpo a cuerpo con resultado de graves pérdidas para los españoles, finalmente se conseguiría neutralizar a la cabreada horda local. Desaparecido Magallanes, Elcano seguirá hacia las Molucas o Islas de las Especias.

Atónitos, aquellos españoles de hace cinco siglos iban descubriendo cada vez más y más. Más islas, más archipiélagos, más países, más rutas, más culturas, más mercados, más continentes. Pero el Océano Pacifico era gigantesco y aunque la voluntad de exploración era también enorme, aquel mar no era precisamente un patio de corrala, bullicioso y febril. El silencio era inmenso y palpable y la referencia de la soledad humana ante el esplendor de la creación, incontestable. Además, las cartas de navegación eran inextricables y había que adaptarlas, ya que la novedad era que se circulaba por el hemisferio sur y de esas alejadas latitudes no había información, y la poca que había estaba en manos de los portugueses y blindada en la escuela de cartografía de Chagres. No, no fue fácil.

En el año del Señor de 1526 Alonso de Salazar avista las Islas Marshall; en 1528 Álvaro de Saavedra descubre las Carolinas; en 1535, partiendo de Panamá hacia Lima, un obispo –Tomás de Berlanga– que se estaba oxidando entre tanto candelabro e incienso suntuario, se dio un garbeo por las Galápagos y una iguana despistada le confundió con un bocado sabrosón que le dejó sin algunos dedos para impartir correctamente la bendición. Para más inri, en el año 1555, Juan Gaetano dejó un pendón castellano por los pagos de Hawái y, con un par, lo colocó en las estribaciones más accesibles del Mauna Loa, un volcán que entraba en erupción un día sí y otro también, de lo que se deduce que el estandarte duró lo justo para darle un toque estético a la historia. Luego vino Cook, algo más práctico y previsor, y puso uno de verdad, pero más arrimado a la costa, evitando los obvios peligros que comportaban los arrebatos del volcán en cuestión.

Váez de Torres, tras separarse de Quirós en una terrible tempestad, dio nombre al estrecho que separa Nueva Guinea de Australia

Más tarde el gallego Álvaro de Mendaña, persiguiendo el mito bíblico de las islas de Ofir, donde según la Biblia estarían situadas las minas del Rey Salomón, daría con unas islas cuyo topónimo aún se conserva con idéntico nombre. Pero no había oro y si unos cuantos aborígenes bastante cabreados que dieron bastante la lata

Un gran lago español

En 1606, Fernández de Quirós llega a las Tuamotu, entre las Marquesas y Tahití, que ya habían sido previamente visitadas por Alvaro de Mendaña sin dejar guarnición alguna. Y ese mismo año, Váez de Torres, tras separarse de Quirós en una terrible tempestad, dio nombre al estrecho que separa Nueva Guinea de Australia, que podía haber sido perfectamente un continente español si no fuera por la urgencia y las consignas dadas por la Corona para hacerse con el monopolio del mercado de las especias. Estas estaban a tiro de piedra de Nueva Guinea, al margen de una severa equivocación –comprensible por otra parte– en las cartas de navegación que le hizo confundir las islas Nuevas Hébridas con Australia. Probablemente los aborígenes estarían hoy más contentos que unas castañuelas de no haber caído en manos de los británicos y su espíritu civilizador de exterminio y palo y tentetieso.

Hay que destacar que el marino portugués Fernández de Quirós rogaría con vehemencia a Felipe III, que padecía una sordera patológica para las cosas referentes al riesgo y la aventura, que invirtiera sin demora y a la voz de ya todos los esfuerzos en colonizar Australia por las potencialidades que encerraba. Pero sus demandas pillaron al rey de perfil y los ingleses, más avispados otra vez, se hicieron con el entero continente. Las cosas de la vida.

Quirós confeccionó todo un manual de comportamiento y etiqueta para manejarse con éxito en las expediciones de ultramar en el que daba consejos como el de “llevar un par de pilotos prudentes y sujetos a la razón“. Asimismo recomendaba transportar en cada embarcación una media docena de perros de presa (por el temor que inspiraban a los aborígenes), un arcabuz por cada tripulante y, en el tema de las vituallas, miel, azúcar, manteca, vino y aceite, además de una alquitara desaladora, artificio de destilación de una simpleza extrema y de una eficacia contundente. Además, según su criterio, ningún navío debía de exceder las 100 toneladas para facilitar su navegabilidad en áreas de frecuentes escollos. Sin discusión alguna, era un marino de los pies a la cabeza.

No cabe la menor duda de que el siglo XVI convirtió el Océano Pacifico en un gran lago español y consagró a una pléyade de marinos irrepetibles, hoy casi todos ellos condenados al olvido.

"UN SEPULTURERO: Ese sujeto era un hombre de pluma.
OTRO SEPULTURERO: ¡Pobre entierro ha tenido!
UN SEPULTURERO: Los papeles lo ponen por hombre de mérito.
OTRO SEPULTURERO: En España el mérito no se premia. Se premia el robar y el ser sinvergüenza…"

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