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Las tres grandes catástrofes urbanas más perturbadoras de todos los tiempos
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EL FIN DEL MUNDO YA LLEGÓ

Las tres grandes catástrofes urbanas más perturbadoras de todos los tiempos

Si piensas que Madrid en un día de lluvia es inaguantable, deberías leer este artículo. Tus problemas de repente parecerán un paseo por las nubes comparado con esto

Foto: El apocalipsis puede ser mucho peor que esto. (iStock)
El apocalipsis puede ser mucho peor que esto. (iStock)

El cine de catástrofes nos ha enseñado, especialmente en su época dorada de los años 90, un amplio abanico de maneras por las que pueden desaparecer una ciudad o el mundo: que si un cometa colisionando con la Tierra como en 'Deep Impact', que si un camión cargado de sustancias asesinas como en 'Pánico en el túnel'… Lo que no sabían muchos de los que consumían dichas películas a mayor velocidad que las palomitas era que muchas grandes ciudades ya han sufrido catástrofes similares, o peores. Vaya, que ni salidas de las mentes de Stephen King o Michael Bay.

Algunas de ellas pueden tener incluso un toque ridículo, sobre todo vistas desde la distancia. De aquí que un artículo publicado en la revista humorística 'Cracked' haya recogido, con su habitual sorna, algunos de estos traumáticos episodios. En la relación hay grandes plantas de marihuana que amenazan con devorar el pavimento de Nueva York, plagas de arañas gigantes o rodadoras mutantes. Sin embargo, hemos preferido seleccionar los tres casos más trágicos, sobre todo porque estamos seguros de que lo pasaríamos tremendamente mal si nos viésemos envueltos en ellos.

Ríos de whisky ardiente corren por las calles

Tal cual. A eso de las ocho de la noche del 18 de junio de 1875 comenzó en Dublín uno de los incendios más trágicos de la capital irlandesa en uno de los peores lugares que nadie puede imaginar: una fábrica de whisky y su almacén adyacente, en pleno barrio de Liberties. El líquido alcohólico prendió fuego rápidamente, y empezó a deslizarse Ardee Street abajo, devorando todo aquello que se ponía a su paso, como un inacabable río de lava ebria. El contenido de 1.800 barriles de whisky se había transformado en una devastadora fuerza de la naturaleza, y campaba a sus anchas por las calles de la ciudad, como bien resume el blog dedicado a Dublín Come Here To Me!

Las escenas descritas por dos de los historiadores de la ciudad, Tom Geraghty y Trevor Whitehead, son bastante dantescas. En una de ellas, una familia en vigilia por la muerte de uno de sus familiares se vio obligada a agarrar el cadáver y salir pitando para que este no fuese pasto de las llamas, mientras veían cómo su hogar y todas sus pertenencias eran destruidas. En otra de ellas, podemos visualizar a decenas de animales corriendo despavoridos y sin rumbo por las calles de la ciudad irlandesa. Por si era poco, también fue pasto de las llamas una curtiduría, y los habitantes de Dublín se convirtieron de improviso en unos de los pocos privilegiados que saben cómo huele la piel curtida ardiendo con whisky.

Montones de personas se juntaron y se quitaron los sombreros y zapatos para recoger el whisky

Menos mal que los dublineses podían contar con la inestimable ayuda de James Robert Ingram, jefe de bomberos de la ciudad, que en primer lugar persuadió a los lugareños de que dejasen de echar agua a la lava, ya que tan solo estaban empeorando las cosas (mala idea) y encargó un buen montón de estiércol animal para que sirviese de barricada ante el inacabable río de lava. Ninguno de los habitantes de la ciudad murió entre las llamas, ni asfixiado por el humo pero sí se pudieron contar 12 bajas. ¿A qué se debían? Al parecer, según un periódico de la época llamado 'Illustrated London Times', “montones de personas se juntaron y se quitaron los sombreros y zapatos para recoger el whisky”. Cuatro de ellos murieron después de beberlo, otros dos cadáveres fueron encontrados con sus zapatos llenos del espirituoso y pronto se añadirían otros tantos más a la lista.

Una niebla de mierda de caballo

Si usted vive en Madrid, sabrá lo molesta que es la conocida como boina, esa nube de polución que cubre la ciudad en los peores momentos del invierno. ¡Malditos coches!”, exclamamos agitando nuestro puño. Sin embargo, imagínese que nos encontramos a finales del siglo XIX. No, no hay coches, pero lo que sí hay son caballos que tiran de carros. Miles de ellos. Animales que, de media, producen diariamente entre 7 y 15 kilos de excremento, y una buena cantidad de orina. Y recuerde que los sistemas de evacuación higiénica no estaban, ni de lejos, tan desarrollados como los actuales.

Pues ahí tiene a Nueva York en el año 1880, por ejemplo. Un año en el que, según señala un artículo llamado 'The Centrality of the Horse to the Nineteenth-Century American City' (un título que deja poco espacio a dudas), se llegaron a retirar 15.000 cadáveres de caballos de las calles de la Gran Manzana. Todos ellos eran remolcados por camiones diseñados a tal efecto. Debido a las necesidades crecientes de transporte en Nueva York, se importaron entre 100.000 y 200.000 caballos, una cifra semejante a la de los habitantes de una ciudad como Móstoles.

Un cálculo atribuía unas 20.000 muertes al año a “las enfermedades que sobrevuelan el suelo, producidas principalmente por el estiércol de caballo”

Los efectos pueden causar tal población son imaginables: las calles estaban llenas de sus excrementos, de los que emanaba una nube de “estiércol pulverizado” que lo llenaba todo; sobre todo, los conductos respiratorios de los transeúntes. Por ello incluso llegó a surgir una peculiar figura, el “crossing sweeper” (algo así como “barrendero del cruce”), que ayudaba a los viandantes a atravesar los ríos de heces que se generaban los días de lluvia. Según los cálculos de Harold Bolce publicados en 'Appleton's Magazine', en 1908, el caballo era la principal amenaza para la salud de los neoyorquinos, mucho antes de la irrupción de la heroína, y atribuía unas 20.000 muertes al año a “las enfermedades que sobrevuelan el suelo, producidas principalmente por el estiércol de caballo”.

La niebla de Londres

No, no confundir ni con la niebla que le da la vuelta a los cuerpos de 'Los Simpson' ni con la de Stephen King, aunque sus efectos fuesen casi tan devastadores como los de aquellas. La historia le sonará a los habitantes de las ciudades con mucha contaminación. El 5 de diciembre, en el final de unos de los otoños más fríos que ha conocido la capital inglesa, una niebla empezó a posarse sobre Londres. La receta para el desastre era perfecta: el frío había provocado un aumento del consumo de carbón que, además, debido a las restricciones de la posguerra, era de muy mala calidad. Por si fuera poco, se había producido una inversión térmica debido al aire frío, lo que provoca que la contaminación aérea quedase muy cerca del suelo.

Los londinenses, acostumbrados a la niebla, no dieron mayor importancia al asunto. Sin embargo, en apenas unos días (para el 10 de diciembre esta ya había empezado a levantarse gracias a un milagroso cambio de la meteorología) los casos de bronconeumonía y bronquitis aguda empezaron a dispararse. Los datos señalan que alrededor de 8.000 personas terminaron muriendo a lo largo de las semanas y meses que siguieron a la invasión de la niebla, muchos de ellos bebés y niños pequeños, así como adultos con problemas respiratorios. Hay quien, no obstante, eleva la cifra hasta los 12.000.

Las salas de cine y teatros también se cerraron, porque era imposible ver nada

Aparte de los efectos directos en el organismo de los londinenses, estos tuvieron que enfrentarse a días de caos que hacen las restricciones impuestas por Madrid el pasado invierno un juego de niños. La niebla era tan densa que era imposible ver nada por el parabrisas del coche, así que todo el transporte público, exceptuando el metro de Londres, cesó sus servicios. También las ambulancias, los cines (¡la niebla llenaba el interior de las salas y no se pedía ver nada!) y los conciertos. Pero lo más peligroso era, simplemente, salir a la calle: la visibilidad era tan mala que poner un pie en la acera era jugársela a caer en un hoyo, ser arrollado por un conductor despistado o simplemente, perderse en medio de la nada y no encontrar el camino de vuelta.

El cine de catástrofes nos ha enseñado, especialmente en su época dorada de los años 90, un amplio abanico de maneras por las que pueden desaparecer una ciudad o el mundo: que si un cometa colisionando con la Tierra como en 'Deep Impact', que si un camión cargado de sustancias asesinas como en 'Pánico en el túnel'… Lo que no sabían muchos de los que consumían dichas películas a mayor velocidad que las palomitas era que muchas grandes ciudades ya han sufrido catástrofes similares, o peores. Vaya, que ni salidas de las mentes de Stephen King o Michael Bay.

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