Es noticia
La historia de un galán que iba de sobrado y que entregó España a los franceses
  1. Alma, Corazón, Vida
un trepa profesional

La historia de un galán que iba de sobrado y que entregó España a los franceses

Este es un país en el que las ideas mediocres, no se sabe por qué oscura razón, tienen más predicamento y entusiasman más al respetable

Foto: Manuel Godoy retratado como vencedor de la guerra de las Naranjas, por Goya.
Manuel Godoy retratado como vencedor de la guerra de las Naranjas, por Goya.

“¿Qué sabe el pez del agua donde nada toda su vida?”

–Albert Einstein

Algo tiene nuestro país, que en la esencia de su grandeza, grandeza poblada de gentes nobles sin título, y de gentes con títulos pero sin nobleza, tiene tendencia a centrifugar a la meritocracia, desafiando todas las leyes de la física en lo que atañe a la transversalidad aplicable a los ejemplos impresos en lo cotidiano.

Godoy era un sujeto muy listo a pesar de lo denostado. Yacía ora con las sirvientas, ora con las aristócratas arribistas, con las actrices que daban lustre a los escenarios o con las que en su humana decadencia vendían al mejor postor sus encantos devaluados. También contentaba con creces el contumaz priapista el incontenible furor uterino de su reina, a la sazón Maria Luisa de Parma, curiosamente, la mujer del desoladamente bondadoso rey Carlos IV, simple hasta el extremo de la inocencia y del cual pregonaba ser su mejor amigo.

La pena es que gobernaba un Imperio que, aunque hacia aguas, todavía a duras penas flotaba; flotaba y remaba, y remaba por la inequívoca tozudez de un pueblo de empecinados cuya necesidad de supervivencia genética nacida en las primeras noches del silencio primigenio era el sello que le daba esa grandeza de la que el canciller Bismarck estaba enamorado. Era una España de resiliencias y de añeja sabiduría, de cintura de fajador encajador, que tras ciertos ciclos paría monstruos, ya fueran estos tarados por las endogamias propias de los que miran de arriba hacia abajo o, en ocasiones, por los que miran de abajo hacia arriba con la mano apoyada en la empuñadura de los espadones.

María Luisa de Parma tenía un imperio total –en el terreno de lo carnal– sobre su despistado compinche de andadura legal. Con un carácter de armas tomar y fielmente cimentado en una sagacidad poco común, muy atractiva por su femenina, arrolladora y sensual figurilla, era temida y a la par una seductora nata. En esta tupida telaraña de sombras chinescas acabó mariposeando Godoy el galán, que iba de sobrado.

Una paternidad dudosa

Para desgracia del estoico y sufrido pueblo español, esta pareja de descerebrados bañados en almidón local, brocados venecianos y perfumería francesa, encarnarían en uno de sus apasionados asaltos horizontales a un tal Fernando VII, universalmente conocido por andar sobrado de casquería en la azotea. A todo esto, hay que matizar un poco la genealogía de la época histórica pues estaba llena de sobresaltos. Hay que destacar que el Gran Carlos III –un rey donde los haya, padre del susodicho Carlos IV, que vivía literalmente en una higuera de frondosas ramas, ya había advertido a los historiadores con antelación de que el ligero de cascos de su hijo iba a padecer de una acusada patología simétrica en la unión fronto parietal que le generaría una pléyade de hijos bastardos, o para ser más precisos, legítimos, pero de dudosa denominación de origen o, por decirlo más explícitamente, “estrictamente” biológicos. Por ello, se pone en duda que la paternidad de Fernando VII fuera la esperada.

La nómina de amantes de la reina, que según este preboste de la iglesia superaba ampliamente el centenar, no da mucho lustre a este periodo histórico

Lamentablemente, este es un país en el que las ideas mediocres, no se sabe por qué oscura razón, tienen más predicamento y entusiasman más al respetable que aquellas grandes ideas que no inspiran a nadie, lo que nos capacita y faculta tristemente de manera endémica para que los mejores de entre nosotros o se vayan o los echemos por sospechosos de alterar el orden público.

Escena de la película "Volavérunt" de Bigas Luna.

Está muy documentado (aunque no exhaustivamente contrastado), que el historiador José María Zavala, en su genial y polémico libro 'Bastardos y Borbones', menciona al confesor de la reina, Juan de Almaraz, como el autor de un desliz palaciego sustentado en una fuerte ingesta de moscatel, por el cual se dice que dijo que de los catorce hijos que tuvieron ambos ni uno solo habría sido engendrado por esta testa coronada no se sabe exactamente por qué…

La nómina de amantes de la reina, que según este preboste de la iglesia superaba ampliamente el centenar, no da mucho lustre a este periodo histórico que tuvimos que padecer los españoles, pero lo que sí es cierto es que los bajos de palacio tenían un trajín inusual que en hora punta podía llegar a colapsar. En cuanto al confesor de marras, no le habrían venido mal unos años de soledad en la reclusión de algún perdido monasterio alejado de cualquier bebida espirituosa.

Pero Godoy estaba detrás del santo varón para controlar cualquier información y, por ello, lo sostenía a capa y espada para que siguiera en su terapéutico confesionario.

La casa en llamas

El caso es que el varonil y apuesto Godoy, cada vez que era reclamado a la alcoba real segregada, salía con un ascenso bajo el brazo. Era milagroso, no se sabe si era por el empeño que le ponía al tema, o por el repertorio que desplegaba, o por la muy comentada duración del evento en el 'sotto voce' palaciego.

Del embajador de Francia (hay que recordar que nuestros vecinos estaban por aquel entonces metidos afanosamente al noble arte de rebanar a cualquier portante de peluca y zapato acharolado), quedaran para la posteridad las comedidas palabras que la usual retórica diplomática dispensa entre elaboradas fintas de consumados espadachines.

Decía del rey Carlos IV que era el mejor hombre que había conocido en el ámbito de lo estrictamente personal. También como representante de su país en otros siete reinos europeos, afirmaba que el nuestro era un rey muy débil y sin carácter de gobernante. De ella decía que era muy miserable por lo intrigante y que sacrificaba los intereses de la monarquía a sus gustos y antojos más escandalosos sin importarle el buen nombre de España. Una pieza la criatura.

Pero el despotismo de las monarquías absolutas estaba a punto de fenecer. Hay quienes sostienen que la obra de Goya 'Y se le quema la casa', Beruete 'dixit', es una clara alusión al próximo final de Carlos IV. Hay que recordar que el extinto rey de Francia había perdido su apreciado cuello allá por el año de 1793 y la marea humana de la Revolucion era imparable en su sangrienta invasión de todo lo que oliera a 'Ancien Regime'.

Por esas mismas fechas, la Convención francesa había declarado la guerra a España y Godoy, entre polvo y polvo (ahora tenía que atender a la huérfana y jovencísima Pepita Tudó también), había firmado la onerosa paz de Basilea que nos habia hecho rehenes de los caprichos y veleidades de nuestros hoy amigos galos.

Lógicamente, al amartelarnos con los franceses, los ingleses se cabrearon y nos arrebataron la Isla de Trinidad y Tobago en un despiste, y de paso se dejaron caer por Tenerife, defendida' in extremis' por la enorme y famosa Milicia Canaria y un uniformado que vivía plácidamente de su bien merecido retiro, el general Antonio Gutiérrez (uno de esos militares que honra sobradamente a cualquier nación que tenga la suerte de contarlo entre sus filas). Como colofón a esa terrible batalla, el más prestigioso marino inglés de todos los tiempos, Horacio Nelson, perdería un brazo en su segunda derrota a manos españolas; en la primera, a unas millas de Murcia, se daría a la fuga en pleno combate.

Y llegó el 'enfant terrible'

Todo esto acabó con el trepa Godoy. La población indignada y los franceses presionando por su cuenta, obligaron a Carlos IV a ceder a las monumentales presiones ambientales. Enterrado en una indescriptible maremágnum de medallas y honores, tuvo que alejarse del poder y sus alegres periféricos ya con las espaldas algo inclinadas. Siguió controlando entre bambalinas lo que antes hacia en riguroso directo.

Hay que recordar que España firmaría el delirante tratado de Fontainebleu para permitir al ejército francés hacer una excursión a Portugal con la idea de aplicar un correctivo a los ingleses que estaban allá instalados y a lo suyo. Godoy, que no era tonto, y sí un escalador mítico (del poder), se apercibió en su debilidad negociadora de que había que poner a buen recaudo a la familia real, pero le salió el tiro por la culata. Fernando VII le odiaba con una intensidad que rayaba lo visceral y motivos probablemente no le faltaran. Ante la huida de su padre a México vía Sevilla, el pueblo de Aranjuez instigado por este gañan convertido con el paso de los años en rey, intentaría prender al valido Godoy y darle su merecido.

Napoleón hizo una carambola perfecta en Bayona. Devolvió al padre el poder, se lo quitó unas semanas después y se proclamó él mismo rey de España

Los costes de los fracasos de La Corona, el desastre de Gibraltar, y la pobreza rampante frente al lujo de los poderosos y a las insoportables cargas fiscales sobrevenidas, hicieron el resto.

Con una audacia de 'enfant terrible' incorregible, Napoleón hizo una carambola perfecta en Bayona. Devolvió al padre el poder, se lo quitó unas semanas después y se proclamó él mismo rey de España. Con una familia así, el resto fue pan comido…

Un cobarde irredento

Encaminado el exilio a Roma, allá que se fue tras su bien amado rey y la entrepierna de su valedora de siempre. Godoy no tuvo nunca ninguna habilidad especial para gobernar. Solo un accidente histórico le empujó hacia la cúpula del poder. Se cayó de su caballo en funciones de escolta y en el interregno de su convalecencia, un buen día se encontró con la teta de su mentora la reina, tocándole la campanilla literalmente.

El típico enchufismo tan racialmente español que contraviene las más elementales normas de la meritocracia hizo el resto. Finalmente Napoleón, viendo que el ínclito trepa no estaba para muchos trotes, lo dejaría ir hacia su destino. Odiado por el pueblo y por la aristocracia local, no concitaba peligro político alguno. Solo volvería para plasmar su firma en uno de los documentos más groseros que se han firmado en siglos.

Tras este enésimo desatino, volvería a Roma con su adorada Pepita Tudó y la familia real en el recién comprado palacio de Villa Borghese. Godoy no volvería jamás a España.

En un último acto de surrealismo extremo, la reina, tras su muerte acaecida en 1819 (veinte días después de la del rey), dejaría su integra fortuna a Godoy. Mas cometió el error de poner a nombre de la pícara Pepita la práctica totalidad de lo heredado. Pepita se daría a la fuga en dirección a España para vivir por los restos como una Grande entre una aristocracia empobrecida y un pueblo descalzo. Godoy, con una exigua pensión proporcionada por el gobierno francés, se quedaría en París a verlas venir.

Nunca tuvo olfato, vivió en presente continuo, sin proyección de futuro para sus gobernados y siendo un cobarde irredento. En el cementerio de ilustres de Père Lachaise, una pequeña tumba financiada por un compasivo banquero acreedor queda rubricada por una difusa sentencia irreconocible. El año 1851 separa de la superficie de la tierra a este pésimo oficiante de la política nacional, un baldón más en la decadente miseria patria.

“¿Qué sabe el pez del agua donde nada toda su vida?”

Napoleón
El redactor recomienda