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Qué nos enseña la Primera República de lo que está sucediendo en España hoy
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Qué nos enseña la Primera República de lo que está sucediendo en España hoy

Con cuatro presidentes en once meses, en aquel año comprimido se perdió una opción sensata de abrir las puertas a la regeneración de una España achacosa. ¿Les suena?

Foto: Viñeta de la revista satírica 'La Flaca' en la que se pelean los federalistas, representados por José María de Orense, y los unitarios, representados por Emilio Castelar.
Viñeta de la revista satírica 'La Flaca' en la que se pelean los federalistas, representados por José María de Orense, y los unitarios, representados por Emilio Castelar.

'Para quien no sabe lo que quiere, ningún camino es transitable'.

Seneca.

Aquello era como una montaña rusa en 'time lapse'; los tiempos muertos daban para coger aire y las bajadas para contener la respiración. No había tiempo para aburrirse, era una España vertiginosa en un eslalon político con una alta calificación de riesgo, era el año 1873 cuando la jaula de grillos patria había entrado en plena ebullición.

En medio de trifulcas de patio para unos, y en pos de una Ínsula Barataria inalcanzable por lo esclerotizado de la estructura estatal, la casa de todos estaba sin barrer y la ventilación tan necesaria para una proyección del país hacia un futuro estable y ambicioso se convertía en una lucha titánica.

Con cuatro presidentes en once meses, en aquel año comprimido, se perdió una opción sensata de abrir las puertas a la regeneración de una España achacosa y con muchos elementos de comorbilidad. Hacía falta una terapia de choque contundente pero la renovación estaba en cloroformo.

Durante el interregno que se dio tras la dimisión y hartazgo del monarca transalpino, se escucharon encendidos discursos a cada cual más grueso

Aquella aventura tan rica en debate y con oradores de la talla de Emilio Castelar, acabaría un 28 de diciembre del año 1974 con el golpe de estado de otro general, como venía siendo habitual, y que a la postre, devino en costumbre. Martínez Campos se llamaba aquel salvador de los intereses tangibles y muebles de los que no querían ceder ni un ápice en concesiones que con un mínimo de generosidad nos habrían elevado sobre nosotros mismos y nuestra tradicional y extraviada visión de la familia bien avenida que podíamos haber sido. Cada vez éramos más periferia, más arrabal, mas nada en el concierto internacional. El forcejeo llegó a ser de tal calado, que además de prolijo en golpes bajos, palos en las ruedas y falta de miras, mas parecía un esperpento o una chirigota, con el debido respeto a los gaditanos.

Así como quien no quiere la cosa, con un fondo de alzamientos cantonales, tiranteces periféricas no resueltas a su debido tiempo, algaradas carlistas larvadas o a pleno rendimiento, la aparición en el escenario político del anarquismo pronunciándose contra la esclavitud en las fábricas de Alcoy, el crescendo de los conflictos en Cuba y un trasunto de descomposición imparable, era nuestro lar un lugar bastante desolador a ojo de buen cubero.

Amadeo de Saboya, el rey entronizado con calzador tras la fuga de la Isabel II, era un buen hombre con buenas intenciones y además con una clara visión que apuntaba hacia una democracia regenerada y de nuevo corte. Le hicieron el vacío nuestra siempre apolillada, anacrónica y desfasada Iglesia, y la rancia y casposa aristocracia local.

El portazo de un hombre sin ínfulas

Amadeo era un hombre sencillo y humilde, sin ínfulas y que iba por la calle Mayor o los Austrias –de Madrid–, sin escolta. Muchos militares, al ser italiano, le negaron juramento y saludo incluido. Era obvia la miopía de algunos de aquellos uniformados, pues España ha tenido reyes foráneos unos cuantos, y que probablemente acabaron siendo más castizos que un chotis de verbena en Lavapiés. Quiso establecer un turnismo de cosmética renovada entre los constitucionalistas de Sagasta y los “radicales” de Zorrilla. Los republicanos por aquel entonces una minoría potente, le quisieron hacer una avería en el costillar y diseñaron un atentado de andar por casa que fue un fracaso del que afortunadamente salió ileso. Harto de reinar sobre una jaula de grillos, este hombre que apuntaba maneras dio un portazo.

Algo subido de testosterona, Figueres diría textualmente a los convocados en San Jerónimo que estaba hasta los coj…. de sus señorías

Durante el interregno que se dio tras la dimisión y hartazgo del monarca transalpino, se escucharon encendidos discursos a cada cual más grueso. Castelar en su línea de verbo rápido y afilado, se descolgó con este fragmento memorable: “Señores, con Fernando VII murió la monarquía tradicional; con la fuga de Isabel II, la monarquía parlamentaria; con la renuncia de don Amadeo de Saboya, la monarquía democrática; nadie ha acabado con ella, ha muerto por sí misma; nadie trae la República, la traen todas las circunstancias, la trae una conjuración de la sociedad, de la naturaleza y de la Historia. Señores, saludémosla como el sol que se levanta por su propia fuerza en el cielo de nuestra Patria”. Era alguien con un sentido común lúcido y claro.

Documental sobre la Primera República.

Pero la puerilidad manifiesta de políticos de salón, que no de acción, y el apasionamiento por escucharse más que por convencer, alimentaba el esperpento y una melancolía decadente que generaba dudas sobre la capacidad de los próceres del Estado.

Pero la cosa no acaba ahí. Ya el primer presidente republicano, Estanislao Figueres se fue pegando un portazo ante la algarabía de guardería que presidia el hemiciclo. Algo subido de testosterona diría textualmente a los convocados en San Jerónimo que (sic) estaba hasta los coj…. de sus señorías.

Pero no menos tela tuvo el acceso de Pi y Margall en sustitución de Figueres que estaba viendo los toros desde la barrera…en Paris. Según versiones no contrastadas, el acceso de Pi y Margall a la presidencia del Poder Ejecutivo se produjo tras la actuación de un coronel de la Guardia Civil llamado José de la Iglesia, quien ante el vacío de poder y el cachondeo creciente, se presentó con un piquete en el edificio del Congreso anunciando a sus extenuadas señorías que de allí no salía nadie hasta que eligieran a un nuevo presidente.

Como siempre: ruido de sables

Al final, Pi y Margall duraría lo que el canto de un gallo. Treintaisiete días después dejaría el cargo sin poder sacar adelante la ley de separación entre Iglesia y Estado, detener a los levantiscos carlistas en Cataluña y País Vasco, agotado por la erosión a la república por parte del dicharachero cantonalismo y cansado de batallar con sus propias canas.

A continuación vino Nicolás Salmerón, medico e historiador, excelente persona pero algo pusilánime para torear en plaza tan soberana como el ruedo patrio. Tal como un 7 de septiembre, se negaría a firmar las órdenes de ejecución de varias docenas de soldados que habían desertado pasándose a las filas carlistas y dimitió para dedicarse a su particular 'hobby', que no era otro que la metafísica.

Cuando todo parecía apuntar a un aterrizaje en un Estado moderno y sosegado con el genial orador Castelar –el siguiente en la lista–, este hombre prudente y de elevadas dotes diplomáticas, vio que se le iba de las manos la delicada situación nacional en la que cada vez era más lejano un quórum o acuerdo de mínimos. Además, estaban los uniformados enredando por ahí para salvar a la patria de un previsible naufragio, cuando en buena medida habían contribuido al desconcierto con discretos ruidos de sables, ora imperceptibles, ora audibles a conveniencia; vamos, que opinaban en diferido.

Estaban los uniformados enredando por ahí para salvar a la patria de un previsible naufragio, cuando en buena medida habían contribuido al desconcierto

Y así llegamos al general Pavía, republicano sí, pero de palo y tentetieso, que se coló en el Congreso y no precisamente de puntillas, para entregarles –en eso fue muy formal–, una carta a sus señorías en la que les conminaba a desalojar “el local” so pena de pasar a mayores. Hubo un breve debate –el uniformado fue generoso con el tiempo de reflexión–, y los diputados decidieron sabiamente morir cuando les llegara el momento.

La Iª República fue quizás la mejor carta que tuvimos durante el largo siglo XIX.

España no cabe duda, es un país en el que es difícil aburrirse.

'Para quien no sabe lo que quiere, ningún camino es transitable'.

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