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El único motivo real por el que te engañan: la espiral de la trampa
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El único motivo real por el que te engañan: la espiral de la trampa

"Ganar tiene un efecto extraño sobre la gente”, asegura el investigador Amos Schurr: una vez que estás arriba no quieres bajar, aunque eso conlleve engañar al resto

Foto: Engañar es más sencillo cuando tienes recursos. (iStock)
Engañar es más sencillo cuando tienes recursos. (iStock)

En 2004, Andrei Shleifer, un economista de la Universidad de Harvard, publicó un artículo titulado “¿destruye la competición el comportamiento ético?”. Bajo esa poderosa pregunta, argumentaba que los comportamientos poco éticos, como la corrupción o el fomento del trabajo infantil, normalmente atribuidos a la avaricia, podrían estar generados por el sistema de competición del mercado.

La pregunta de por qué la gente hace trampas es difícil de responder, y como comenta Amos Schurr, profesor de filosofía de la Universidad Ben Gurion de Negev (Israel), “en su origen hay muchos factores diversos”. Sin embargo es cierto que en determinados ambientes “competitivos”, como es de manera extraordinariamente marcada el deporte, los casos de tramposos absolutos se repiten una y otra vez. El usa el ejemplo de Lance Armstrong, que ganó nada menos que siete tours de Francia antes de que se descubriese que se había dopado, pero el número de ídolos caídos es amplio desde los noventa (una época que se llegó a denominar “la era de los esteroides”)

"Ganar tiene un efecto extraño sobre la gente”, argumenta Schurr en 'The Washington Post': “cuando la gente tiene éxito en una competición contra otros, eso parece afectar a sus valores éticos. Les hace mucho más susceptibles de engañar y hacer trampas posteriormente”. De hecho, el artículo sostiene que una de las razones para que Armstrong terminase dopándose era precisamente esa: “era un ganador”.

Los estudios de Schurr con Ilana Ritov, de la Universidad de Jerusalén, inciden en esa línea de exploración. Para ello, han hecho experimentos de campo con docenas de personas, comprobando cómo actuaban después de haber vencido en una competición.

Parece existir un tipo muy concreto de éxito: el que implica una comparación social. Uno que implica no que te vaya bien sino que te vaya mejor que a otros

En el primero de los experimentos, en el que era imposible hacer trampas, unos participantes ganaron y otros perdieron. Fueron reorganizados en grupos distintos para un nuevo juego. En este caso era no sólo posible sino muy fácil hacer trampas: si los que tiraban los dados querían ganar más monedas, sólo tenían que mentir. Y mintieron. Pero quienes así lo hicieron fueron, principalmente, aquellos que habían ganado en el juego anterior. La media de puntuación obtenida por esos “ganadores” era de nueve. La de los perdedores de seis y medio. Cuando, como explica Schurr, la media de dos dados lanzados suele tender rápidamente a siete. Todos hubieran tenido que ser Armstrong para que la media fuese de nueve. Y en cierto modo lo eran: hacían trampas.

Los resultados de los siguientes experimentos siguieron reforzando la idea de que incluso un simple recuerdo de haber ganado puede llevar a un comportamiento deshonesto. Por ejemplo, se les preguntó si recordaban alguna victoria “relativa” (conseguida contra otros) o alguna “absoluta” (un objetivo alcanzado por sí mismos sin competición). Los que recordaban la primera resultaron ser esos “Armstrong” de los dados. Los que recordaban haberse impuesto a otros eran los que habían acabado trampeando el resultado.

Soy el mejor y merezco ganar

Este y más experimentos posteriores condujeron a una conclusión peculiar: es la victoria sobre otros la que nos induce a hacer trampas, no aquella que se da sin oposición (en una lotería o respondiendo a preguntas, siempre sin oponentes). El problema, pues, según este estudio, estaría en que parece existir un tipo muy concreto de éxito: el que implica una comparación social. Uno que implica no sólo que te vaya bien sino que te vaya mejor que a otros. Y parece ser que este tipo de victorias cara a cara fomentan una sensación de “derecho” a ganar que crece rápidamente. “La gente que gana competiciones”, explica Schurr, se siente con más derecho a seguir ganando. “Y es esa sensación de estar investidos de ese poder la que predice las trampas”. Es decir: el que gana piensa de inmediato que es mejor y que merece seguir siéndolo, sea como sea la situación que venga. Una vez convencidos de que son los justos vencedores, pase lo que pase, se abre la puerta al engaño. Puede sonar infantil, pero el pensamiento resultante, según lo definen los dos expertos israelís sonaría parecido a este: “Soy el mejor, así que puedo asegurarme de ganar haciendo trampas porque de todas maneras lo merezco”

Este círculo vicioso, dice Schurr, funciona así: “cuanto más gano más tendencia tengo a hacer trampas, y cuantas más trampas hago, más gano, y así hasta el infinito. ¿Estaban gente como Armstrong imbuidos por ese modo de pensar tras una carrera que era exitosa desde sus inicios (y siempre contra otros)? Es muy probable. Por ejemplo, Armstrong admitió finalmente que era culpable de dopaje, pero mentalmente nunca pensó que aquello fueran trampas en realidad, como reflejaban sus declaraciones: “Lo veía como un campo en el que todos competíamos en igualdad” dijo en una entrevista televisiva en 2003.

En una paradoja sólo aparente, los pobres trabajan más por la comunidad, los ricos más por sí mismos

No parece que este tipo de comportamiento sea nuevo, aunque sin duda en el ámbito del deporte el mayor control ha hecho que, desde los años noventa los casos de deportistas tramposos hayan sido legión. Pero la teoría de Schurr va más allá, hasta proponer que quizá el concepto mismo de competición, más allá del simple deporte, esté influyendo sobre toda la civilización occidental. Y no para bien, sino perpetuando la injusticia social y la desigualdad de ingresos. Así, la gente que “gana” desde una perspectiva socioeconómica tendería, igual que los jugadores, a “adaptar” las reglas a su favor.

Numerosos estudios, de hecho, han comprobado que la gente rica tiende mucho más a la mentira, la negociación fraudulenta y la falta de ética en el trabajo, mientras que las personas que provienen de segmentos menos favorecidos económicamente tienden más habitualmente a trabajar por el bien común. En una paradoja sólo aparente, los pobres trabajan más por la comunidad, los ricos más por sí mismos. “Al fin y al cabo”, quizá piensen, “me lo merezco, soy el ganador”. Son Armstrong.

En todo caso, igual que en los casos estudiados, no se trata de cualquier tipo de competición, sino de aquella que proporciona un éxito relativo, por comparación: la que enfrenta a dos compañías por un negocio o a dos políticos por conseguir más votos. Schurr plantea lo siguiente: “¿No deberíamos premiar a más gente por hacer algo bien en lugar de premiarlos por hacer algo ‘mejor’ que otros?”. él mismo llama a la competición “el mejor invento de los economistas”: una especie de todos contra todos inducido que inevitablemente nos conduce a la espiral de la trampa.

En 2004, Andrei Shleifer, un economista de la Universidad de Harvard, publicó un artículo titulado “¿destruye la competición el comportamiento ético?”. Bajo esa poderosa pregunta, argumentaba que los comportamientos poco éticos, como la corrupción o el fomento del trabajo infantil, normalmente atribuidos a la avaricia, podrían estar generados por el sistema de competición del mercado.

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